El domingo de ramos
En este 2018 cae el 25
de marzo y los eventos a considerar nos los puede ofrecer el propio
Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, que expone lo que opina de este pasaje de la vida de
Jesús poco antes de su pasión y crucifixión. Dice que como
teólogo, no como Papa, escribe el libro “Jesús de Nazaret II”, editado en 2011.
El Evangelio de Juan
refiere que Jesús celebró tres fiestas de Pascua durante el tiempo de su vida
pública: una primera en relación con la purificación del templo (Jn 2, 13-25);
otra con ocasión de la multiplicación de los panes (Jn 6, 4); y, finalmente, la
Pascua de la muerte y resurrección (p. ej. Jn 12, 1; Jn 13, 1), que se ha
convertido en «su» gran Pascua, en la cual se funda la fiesta cristiana, la
Pascua de los cristianos. Los Sinópticos han transmitido información solamente
de una Pascua: la de la cruz y la resurrección; para Lucas, el camino de Jesús
se describe casi como un único subir en peregrinación desde Galilea hasta
Jerusalén.
Es ante todo una
«subida» en sentido geográfico: el Mar de Galilea está aproximadamente a 200
metros bajo el nivel del mar, mientras que la altura media de Jerusalén es de
760 metros sobre el nivel del mar.
Los preparativos que
Jesús dispone con sus discípulos hacen crecer esta expectativa. Jesús llega al
Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se esperaba la entrada
del Mesías. Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles que encontrarían un
borrico atado, un pollino, que nadie había montado. Tienen que desatarlo y
llevárselo; si alguien les pregunta el porqué, han de responder: «El Señor lo
necesita» (Mc 11, 3; Lc 19, 31). Los discípulos encuentran el borrico, se les
pregunta —como estaba previsto— por el derecho que tienen para llevárselo,
responden como se les había ordenado y cumplen con el encargo recibido. Así, Jesús
entra en la ciudad montado en un borrico prestado, que inmediatamente después devolverá
a su dueño.
Todo esto puede
parecer más bien irrelevante para el lector de hoy, pero para los judíos contemporáneos
de Jesús está cargado de referencias misteriosas. En cada uno de los detalles está
presente el tema de la realeza y sus promesas. Jesús reivindica el derecho del
rey a requisar medios de transporte, un derecho conocido en toda la antigüedad
(cf. Pesch, Markusevangelium, II, p. 180). El hecho de que se trate de un
animal sobre el que nadie ha montado todavía remite también a un derecho real.
Y, sobre todo, se hace alusión a ciertas palabras del Antiguo Testamento que
dan a todo el episodio un sentido más profundo.
Zacarías 9, 9 es el
texto que Mateo y Juan citan explícitamente para hacer comprender el «Domingo
de Ramos»: «Decid a la hija de Sión: mira
a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de
acémila» (Mt 21, 5;cf. Za 9, 9; Jn 12, 15).
Él es un rey que
rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y un rey de la sencillez, un rey de
los pobres. Y hemos visto, en fin, que gobierna un reino que se extiende de mar
a mar y abarca toda la tierra.
Zacarías 9, 9 excluye
una interpretación «zelote» de la realeza: Jesús no se apoya en la violencia,
no emprende una insurrección militar contra Roma. Su poder es de carácter
diferente: reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él considera el
único poder salvador.
Los peregrinos que
han venido con Jesús a Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los
discípulos; ahora alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan
ramas de los árboles y gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la
liturgia de los peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una
proclamación mesiánica: «¡Hosanna,
bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de
nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11, 9 s; cf. Sal 118, 25
s).
«¡Hosanna!».
Originalmente, ésta era una expresión de súplica, como: «¡Ayúdanos!». En el
séptimo día de la fiesta de las Tiendas, los sacerdotes, dando siete vueltas en
torno al altar del incienso, la repetían con monotonía para implorar la lluvia.
Con
anterioridad el papa alemán, en su Encíclica “Salvados en esperanza” (Spe
salvi) de 2007 insistía en la misma idea de la realeza de Cristo: El cristianismo no traía un mensaje
socio-revolucionario como el de Espartaco que, con luchas cruentas, fracasó.
Jesús no era Espartaco, no era un combatiente por una liberación política como
Barrabás. Lo que Jesús había traído, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era
algo totalmente diverso: el encuentro con el Señor de todos los señores, el
encuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una esperanza más fuerte
que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transforma desde dentro
la vida y el mundo.
En una homilía en 2012, Benedicto XVI había considerado en voz
alta que “Tras la multiplicación de los
panes, la gente, entusiasmada por el milagro, quería hacerlo rey, para derrocar
el poder romano y establecer así un nuevo reino político, que sería considerado
como el reino de Dios tan esperado. Pero Jesús sabe que el reino de Dios es de
otro tipo, no se basa en las armas y la violencia”.
En
2016, Francisco volvía a la carga pues es imprescindible la táctica del
anuncio, o sea la de repetir las cosas para que se graben: “su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona
es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no viste
suntuosamente (…) no tiene anillos deslumbrantes en los dedos. La grandeza del reino de Cristo “no es el
poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y
restaurar todas las cosas”.
Rezar “venga
a nosotros tu reino” nos lo enseñó el mismo Jesús para cuando se ora a Dios Padre
nuestro pero ¿es el reino de Dios o su contrario, el reino temporal, como el mesiánico de los judíos, como la Cristiandad medieval?
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