En la Iglesia como en cualquier otra institución
religiosa o civil
El papa
Francisco acaba de estar de viaje apostólico en Chile -antes de ir a Perú- y, mientras lo seguía, me he acordado de un artículo que leí hace algo de tiempo, de Sergio
Micco Aguayo, abogado, magíster en Ciencia Política y doctor en Filosofía en el Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile. Dice que descubrió en
la Biblioteca de la Universidad Alberto Hurtado (canonizado por Benedicto XVI
en 2005) la edición francesa de Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia
de donde toma el tomo cuarto, de 648 páginas. Edition du Cerf, París, 1950. Me apoyo en algunas
líneas de su artículo.
La necesidad
de reforma es evidente en la Iglesia católica. Sin embargo, muchos vacilan. Las
resistencias al cambio no solo vienen, como sería de esperar, desde el centro y
desde arriba sino también desde abajo y desde los
márgenes.
Unos optan
por la lealtad a ultranza y resistencia.
Fieramente condenan al mundo que critica a su Iglesia. Les es igual saber que
Dios hecho hombre nació en un establo, en una aldea muy pequeña (Belén) de un
país periférico del Imperio romano y vivía sin el menor asomo de lujo: sin vajilla de oro o plata, ni
anillos, cruces pectorales de oro, ni
báculos por lo menos de plata…
Otros
expresan su lealtad con el silencio: callan, no
se pronuncian, cumplen sin ánimo (pura rutina y para dejarse ver) el precepto dominical y
observan con pena los hechos. Cuando yo era pequeño, el precepto se cumplía “oyendo
Misa entera”, o sea que valía si estabas detrás de una columna y no veías nada. Y lo de "entera" creaba un problemón para saber si no se llegaba tarde acabado el
sermón.
Otros, los
menos que están en una institución jerárquica, alzan la voz, critican con
palabras acres y generan desencuentros.
Ives Congar en su despacho |
Los que
quieren hablar con justicia y actuar con prudencia se preguntan cómo hacer una
reforma exitosa. Es la pregunta que se hizo el teólogo dominico Yves Congar en
1950 que estuvo en la vanguardia de la nueva teología francesa junto a Marie
Dominique Chenu y Henri de Lubac. Por ello, en tiempos de oscuridad, en 1954 fue
expulsado de su puesto de profesor de Le Saulchoir, en Bélgica, exiliado a
Jerusalén y luego a Cambridge y, además, se le prohibió enseñar y publicar sus
investigaciones. Sin embargo, con santa paciencia persistió y fue llamado por
el papa Juan XXIII a jugar un importante papel en el Concilio Vaticano II.
Congar
se preguntó qué hizo que el reformador Pedro Valdo fracasase en su intento de
reformar la Iglesia y que, en contraste, san Francisco de Asís le regalase un poderoso renacer que aún conmueve a millones de seres humanos.
Pedro Valdo |
Valdo, fundador
de los valdenses, se adelantó a la reforma protestante de la que se está celebrando el 500 aniversario. La mitad de su
dinero fue a los pobres y la otra se destinó a sufragar la traducción del Nuevo Testamento del latín
a lengua vernácula . Sus seguidores, los Pobres de Lyon,
lo regalaban a una multitud deseosa de renovación. Pero Valdo fue excomulgado
en 1.181 y san Francisco de Asís, por el contrario, canonizado en 1.228.
“El
pobrecillo de Asís” triunfa y “Los Pobres de Lyon” desaparecen. ¿Por qué san Francisco
sí y Valdo no? La respuesta la da el padre Jean Baptiste Henri Lacordaire: “Él
(Valdo) creyó que era imposible salvar a la Iglesia a través de la Iglesia”.
Por el contrario, san Francisco nunca renunció a ello.
Congar
estudia, discierne, ora y concluye que cuatro son las condiciones para el éxito
de la reforma.
La primera es la primacía de la caridad y de la pastoral. No se
trata de promover ideas luminosas que hagan del cristianismo un sistema de
pensamiento cuyo ídolo es la verdad de los sabios. Nada de excesos ni
unilateralismos sectarios. San Francisco de Asís no hace de la pobreza, de la
continencia ni de la humildad armas arrojadizas o herramientas teóricas en
contra de la propiedad, el matrimonio, el saber o la Jerarquía.
La segunda es mantenerse en la comunión con el todo. Nunca hay
que perder contacto con todo el cuerpo de la Iglesia. Nadie puede
comprender, realizar ni formular toda la verdad contenida en la Iglesia. Sentire
cum ecclesia no es conformismo a una regla exterior, sino que es darle nueva vida al viejo cuerpo.
La tercera es la paciencia y el respeto de los plazos de la
Iglesia. El querer hacerlo todo, solo y ahora, lleva al apuro desquiciador y a
la angustiosa carga del presente. Las grandes cosas se hacen “sin prisa pero
sin pausa”. Normalmente el reformador impaciente termina trabajando para su
enemigo: el conservador a ultranza. Por ello, paciencia.
Templanza, humildad
fuerte, espíritu liviano, conciencia de las miserias e imperfecciones propias y
de los otros. Las ideas pueden ser puras; la realidad y la vida no lo son y los
plazos no son eternos. Haber retrasado un Concilio reformador que se pedía de
manera remota hacía siglos y de manera inmediata desde hacía más de cincuenta
años, arrastró a Lutero al convencimiento de que la Reforma. Cuando el Concilio de Trento se inició en 1.545, a Lutero le quedaban
dos meses de vida.
La cuarta es apostar a la reforma como retorno a los principios
de la tradición y no como imposición mecánica de una novedad. Revertimini ad
fontes, dijo san Pío X: Volver a las fuentes litúrgicas, bíblicas y
patrísticas. La tradición no es rutina ni un pasado momificado, pétreo, inamovible. Muchas veces
Juan Pablo II recordaba que la Tradición es una tradición viva. Es un depósito
inagotable de los tesoros del don inicial, de los textos y realidades del
cristianismo primitivo.
Para Congar la falsa reforma es de
un proceso puramente racional, terquedad individualista en la convicción de
tener la razón contra la tradición común de la Iglesia, impaciencia y elaboración puramente cerebral de un programa artificial extraño a
una tradición.
A l@s laic@s,
a los clérigos y a l@s religios@s que temen los cambios necesarios, se les
debiera decir que Cristo dijo “Yo soy la verdad, el camino y la vida”,
no “Yo soy la costumbre”.
A l@s laic@s,
clérigos y religios@s que guardan silencio y miran temeros@s hacia la
Jerarquía, esperando un cambio, hay que recordarles que ellos además de tener el
sacerdocio real también son profetas llamados a hacer la corrección fraterna y
a decirles a sus autoridades la verdad, sacándolas de una rutina ruinosa y
dadora de falsas seguridades. Cuántas veces lo recordaron Juan Pablo II y
Benedicto XVI.
Ante l@s
laic@s, clérigos y religios@s impacientes, próxim@s a la desesperación y a darse de baja de la institución que consideran envejecida hasta la muerte, debieran apelar a la esperanza de la que habla san Pablo en aquello de “No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo
todo; retened lo bueno. Absteneos de todo lo malo” (1Tes, 19-22).
A todos puede ayudar, sin duda, la oración atribuida
a san Rigoberto, obispo de Reims, benedictino, que murió en el 740 con 80
años, y que reza: "Señor, dame valor para cambiar lo que puede cambiarse, serenidad para
aceptar lo que no puede ser cambiado y sabiduría para distinguir lo uno de lo
otro".
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