LA HORA DE L@S
LAIC@S
Empieza a ser general el ver puestos los belenes, árboles,
adornos, etc., desde la Inmaculada (8 diciembre) hasta incluso la Candelaria (2
febrero).
Al mirar tantos adornos navideños por todos lados: en las calles,
tiendas, casas, … cargados de figuras, ambientes,… no he parado de dar vueltas
a un “detalle”: lo que veo en Belén son hombres y mujeres corrientes que en
nada se diferencian por ser “cristianos”
o estar unos ratos junto a Cristo.
En Belén, donde no falta el buey ni la mula, solo aparecen laic@s,
como se les llama a cualquier varón o mujer bautizad@. Laicos son los pastores
que van al establo, los magos-sabios de Oriente y los vecinos de Belén y luego
en Egipto y en Nazaret al regreso del destierro.
La obra creadora y redentora de Dios es totalmente secular o
laical, no tiene en ningún momento visos de clericalismo y de monopolio clerical
donde se han desechado a los bautizad@s que no son de su condición y se les ha
venido tratando durante siglos como simples espectadores, que sólo han de decir
“amén” y por supuesto no pueden pensar, ni hablar (que se tiene por criticar)
sino aplaudir, decir “sí, guana”.
El objetivo de pedir perdón en el Gran Jubileo del 2000 ya lo
tenía el papa Wojtyla en su cabeza y en su corazón desde el primer momento de
su pontificado en 1978 puesto que es un propósito propuesto en el Concilio
Vaticano II y Juan Pablo II era consciente de ello: “Es justo que la
Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Maestro, que era humilde de corazón (Mt
1,29), esté fundada así mismo en la humildad, que tenga el sentido crítico
respecto a todo lo que constituye su carácter y su actividad humana, que sea
siempre muy exigente consigo misma" (Redemptor
hominis, 4).
“El Concilio Vaticano II,
presentando el cuadro completo del Pueblo de Dios (…) no ha sacado
esta imagen únicamente de una premisa sociológica. La Iglesia, como sociedad
humana, puede sin duda ser también examinada según las categorías de las que se
sirven las ciencias en sus relaciones hacia cualquier tipo de sociedad”
(Redemptor hominis, 21).
Este Concilio quiere ayudar a la comprensión colectiva más madura
de la participación de todos los miembros en la misión de la Iglesia puesto que
se ha ido perdiendo hasta estrenarse el tercer milenio. Se ha vuelto (sobre el
papel) a reconocer los derechos y deberes de todo@s l@s batizad@s pues la
Iglesia no son solo el papa y los obispos o el párroco.
San Pablo afirma que en la comunidad creyente de cristian@s no hay
(no debe haber) distingos, no hay judí@s y gentiles, libres y esclav@s, varones
y mujeres, laic@s y clérigos... todos iguales a los ojos de Dios aunque
desempeñen tareas diversas. La comunidad de discípul@s de Cristo que se ve leyendo
los evangelios, sin duda era una grupo familiar sin estructura piramidal ni
protocolos.
Hasta la terminología debe reformarse pues a l@s batizad@s que son
laic@s o seglares, se les llama "fieles" para distinguirlos de los
clérigos por lo que tal concepción da pie a pensar que los clérigos no son
fieles; son infieles.
Lo de llamarles seglares es para contraponerl@s a los religios@s que huyen del mundo, del saeculo (que decían los clásicos en latín), que es lo esencial de los religiosos (monjes, frailes y demás términos canónicos).
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Es innegable el cambiazo teológico dado en el Medievo con el
Aquinate y los escolásticos cuando la expresión paulina de la identificación
con Cristo, revestirse de Cristo, tener los mismos sentimientos de Cristo
Jesús, que en los anteriores siglos se venía entendiendo para tod@s l@s
bautizad@s, pasa a ser monopolizado por el religioso. El Aquinate osa afirmar
que ellos son los auténticos cristianos y que los demás (la mayoría de hombres
y mujeres bautizados) son en todo caso de “segunda división”, que no pintan
nada ni tienen nada que hacer como discípulos de Cristo. No pueden ser santos.
No se atreven a decir que no pueden salvarse. Ese cambio de la doctrina, en
este sentido, se consagró cuando el papa Inocencio III se atribuyó para sí ser
sólo él vicario de Cristo, mientras antes lo era cada bautizado, pues cada un@
por el bautismo, es otro Cristo.
San Pablo recordaba a los primeros cristianos que la fidelidad al
Evangelio supone la esperanza de alcanzar la meta de todo bautizado: “Hasta
que Cristo tome forma en vosotros” (Gal 4,19). A lo largo de los XXI siglos
posteriores no han ido faltando excepciones a la regla general, voces
proféticas aunque tristemente aisladas. El sacerdote que preside la Eucaristía,
se dice “insistentemente” que actúa in
persona Christi y por eso la
superior dignidad del clérigo; pero cabe asombrarse de que si todo cristiano es
otro Cristo, también los demás asistentes a la Eucaristía actúan in persona Christi ya que son otro Cristo cada un@ de ell@s.
El Vaticano II abrió las mentes creyentes a la plenitud de la verdad y dejó borrado, en este sentido, la visión negativa que durante siglos se tenía de los laicos que se les definía por lo que no son: no son sacerdotes ni son religiosos. Se les ha devuelto la plenitud de sus derechos y se les reconoce que son Iglesia pues lo es cada bautizado aunque viviera él solo en un país, en una isla o en un planeta, como Robinson Crusoe.
El CIC ya regula la capacidad de los laic@s para formar parte de consejos (c 228), para cooperar en la potestad de régimen (c 129), para enseñar ciencias sagradas (cc 230-231), para ser catequistas (cc 776 y 1064), para ser ecónomos de diócesis y para administrar bienes eclesiales (cc 494 y 1282), para colaborar en el poder judicial como jueces diocesanos, auditores de causas, defensores del vínculo (cc 1421, 1424, 1428 y 1434), etc. pero por ahora, letra muerta.
Juan Pablo II ya dejó escrito que se han de valorar cada vez más los organismos de participación también para l@s laic@s (cf Novo Millennio Ineunte, 43-46). Es la hora de los laicos, escribió el papa Francisco al cardenal Marc Ouellet en abril de 2016, pero parece que el reloj se ha parado.
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