sábado, 5 de agosto de 2017

TRANSFIGURACIÓN EN EL TABOR

Sobre la nueva evangelización


En el Tabor con Elías y Moisés
Cada 6 de agosto se celebra el momento de la vida de Jesús en que se transfigura en lo alto del monte Tabor a donde subió acompañado solo por tres de los suyos: Pedro, Juan y Santiago “el mayor” y al bajar les pide que no cuentan nada hasta que haya resucitado (cf Mc 9, 2-10).

Llama la atención la constante actitud de Jesús y su absoluta discreción en sus actuaciones, aunque, si nos hubiera encargado organizarle, montaríamos en buen espectáculo con mucho aparato, un acto público por todo lo alto, música, bombo y platillo; miles de periodistas y cámaras de televisiones, etc. Jesús, sin embargo, no actúa así. Siempre discreción, como mientras bajaban los cuatro del Tabor. Y así al nacer en Belén se manifiesta a unos pocos (pastores y magos), al resucitar al tercer día se manifiesta a unos pocos a lo largo de ese día domingo, el primero de la semana (judía). Etc.

La transfiguración es un fenómeno distinto a la transustanciación; ambos son procesos naturales que se dan habitualmente aquí y allí. Por ejemplo, una transustanciación es el cambio a ceniza y humo de un pitillo que se fuma siendo unas hojas de tabaco machacadas y envueltas en una papeleta. Una transfiguración es cambiar el color de las paredes de la casa o el mobiliario de la cocina, o ponerse muy moreno por tomar (demasiado) el sol en verano. La transfiguración de Jesús en el Tabor es que su cuerpo por un momento cambió el aspecto de su rostro –dice Lucas- y su vestido quedó resplandeciente (Lc 9, 28-29). Estaba su cuerpo como después de resucitado, o sea glorioso y eterno: vieron su gloria (Lc 9, 32).

El mismo Pedro contará por escrito al cabo de varias décadas que “habíamos sido testigos oculares de su grandeza (…) Éste es mi Hijo amado, mi predilecto. Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada” (1Pt 1, 16-19).

Ojalá sepamos dejarnos transfigurar por la gracia divina y sepamos dejar a Dios que transfigure el mundo, borrando los pecados y las muertes. Es transfigurarnos, que no transustanciarnos y dejar entonces de ser humanos. La transfiguración sana y eleva a cada uno en toda su dimensión humana. Un principio teológico básico y elemental es que la gracia no destruye la naturaleza. La acción de Dios no es transustanciarnos o transhumanizarnos para dejar de ser humanos.

Esa tarea transfiguradora ha de ser real en cada ser humano y también ha de repercutir en el colectivo, en las familias, en los pueblos, en el mundo entero.  La llamada nueva evangelización sugiere transfigurar el mundo como Dios quiere y es, por supuesto, también lo que un padre cristiano o madre cristiana de familia hace a diario en su casa; lo que un profesional cristiano hace y dice a diario en su trabajo; lo que un ciudadano cristiano hace y dice (fray ejemplo es el mejor predicador) en el lugar de descanso o diversión. Para no pocos las cosas diarias no tienen valor ninguno y creen que el buen cristiano es quien hace cosas extraordinarias. Vienen a decir que Cristo tenía muy buena voluntad pero no acertó en el modo y maneras de hacer las cosas. La evangelización la entienden como algo de unos pocos que reciben el permiso de los jerarcas.

La nueva evangelización es tan vieja como el Evangelio pero se llamará nueva porque está todavía por practicar lo que Cristo nos enseñó.

Ya hace décadas que san Juan Pablo II había escrito que “Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa” (NMI, 38). Ahora el papa Francisco lo repite: “Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores” (EG 33).

La Iglesia no es únicamente el puñado de clérigos (obispos y sacerdotes) o de religiosos (monjes, frailes o religiosos) pero está por estrenarse el dar cabida a todos los discípulos del Señor, pues todos tienen encargada por Jesús mismo esa tarea de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Esa tarea evangelizadora no es monopolio de un@s poc@s. L@s discípul@s de Jesús, l@s cristian@s, son levadura, poca cantidad, suficiente para que fermente toda la masa (sin ruido, sin espectáculo…).

La secularidad (también de la Iglesia) es algo bueno, querido por Dios, y hoy se debería suponer (¿es mucho suponer?) que la jerarquía ya ha asumido las propuestas del Concilio Vaticano II para admitir los nuevos cambios en los depositarios de poder civil, sus títulos de legitimidad y el modo de acceso a ellos (…) no han de buscar utilizar a favor de su misión temporal a los laicos y a los nuevos instrumentos de acción política: prensa, partidos, sindicatos… ¡Que si quieres arroz, Catalina!

Ya no son tiempos como los de Isidoro (+636 con 76 años), monje, obispo de Sevilla que presidió el IV Concilio de Toledo (633) que decretó la unión entre la Iglesia y el Estado. Ya no son tiempos como cuando los obispos bautizaban a reyes y príncipes, incluyendo (¿por decreto real?) toda o buena parte de su corte como fue el caso de san Remigio (+532 con 96 años), obispo de Reims durante casi 70 años que bautizó a Clodoveo, rey de los francos, significando la instauración oficial del cristianismo en Francia.

Ya no son tiempos en que los papas coronaban y así daban legitimidad de gobierno a los reyes y emperadores como fue el caso de Carlomagno (+814 con 72 años), rey de los francos, de los lombardos y emperador de Occidente, quien en Navidad de 800 fue coronado por el papa León III como Imperator Augustus y tomaba el relevo a Oriente como protector de Roma. Ya antes (751) su padre Pipino "el breve" fue ungido rey por el papa Zacarías. Y 3 años después, el papa Esteban III lo volvería a ungir con sus hijos.

Cardenal Cisneros
Ya no son tiempos en que los obispos estaban sentados en los asientos de los consejos de ministros, eran diputados o senadores, como, entre otros muchos miles de casos, podemos recordar lo del cardenal Cisneros que, siendo el regente de España al fallecer Isabel “la católica”, legisló lo religioso generalizando la reforma de la Iglesia que había empezado en los franciscanos españoles Pedro Regalado (+1456 con 66 años) llamado el “Francisco de Asís de Castilla”. Fernando “el católico”, que se hallaba entonces guerreando por el reino de Nápoles, consiguió para Cisneros la dignidad cardenalicia y le encomendó la dirección de la Inquisición en agradecimiento a su fidelidad. El cardenal Cisneros participó activamente en las guerras en el norte de África e intervino en la conquista de Orán en 1509 y allí los nuevos territorios conquistados pasaron a tener estructura eclesiástica.

Al morir, Fernando II de Aragón y V de Castilla, dejó como regente de Aragón y Nápoles a su hijo natural, Alonso, arzobispo de Zaragoza y al cardenal Cisneros como regente de Castilla, en espera de la llegada de su sucesor, Carlos I, desde Flandes.

¡Qué tiempos aquellos! ¡Dios mío!

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