Sobre
la nueva evangelización
En el Tabor con Elías y Moisés |
Llama
la atención la constante actitud de Jesús y su absoluta discreción en sus actuaciones,
aunque, si nos hubiera encargado organizarle, montaríamos en buen espectáculo con
mucho aparato, un acto público por todo lo alto, música, bombo y platillo;
miles de periodistas y cámaras de televisiones, etc. Jesús, sin embargo, no
actúa así. Siempre discreción, como mientras bajaban los cuatro del Tabor. Y
así al nacer en Belén se manifiesta a unos pocos (pastores y magos), al
resucitar al tercer día se manifiesta a unos pocos a lo largo de ese día
domingo, el primero de la semana (judía). Etc.
La
transfiguración es un fenómeno distinto a la transustanciación; ambos son
procesos naturales que se dan habitualmente aquí y allí. Por ejemplo, una transustanciación
es el cambio a ceniza y humo de un pitillo que se fuma siendo unas hojas de
tabaco machacadas y envueltas en una papeleta. Una transfiguración es cambiar
el color de las paredes de la casa o el mobiliario de la cocina, o ponerse muy
moreno por tomar (demasiado) el sol en verano. La transfiguración de Jesús en
el Tabor es que su cuerpo por un momento cambió el aspecto de su rostro –dice
Lucas- y su vestido quedó resplandeciente (Lc 9, 28-29). Estaba su cuerpo como
después de resucitado, o sea glorioso y eterno: vieron su gloria (Lc 9, 32).
El
mismo Pedro contará por escrito al cabo de varias décadas que “habíamos sido testigos oculares de su
grandeza (…) Éste es mi Hijo amado, mi
predilecto. Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él
en la montaña sagrada” (1Pt 1, 16-19).
Ojalá
sepamos dejarnos transfigurar por la gracia divina y sepamos dejar a Dios que
transfigure el mundo, borrando los pecados y las muertes. Es transfigurarnos,
que no transustanciarnos y dejar entonces de ser humanos. La transfiguración
sana y eleva a cada uno en toda su dimensión humana. Un
principio teológico básico y elemental es que la gracia no destruye la
naturaleza. La acción de Dios no es transustanciarnos o transhumanizarnos para
dejar de ser humanos.
Esa tarea transfiguradora ha de
ser real en cada ser humano y también ha de repercutir en el colectivo, en las
familias, en los pueblos, en el mundo entero. La llamada nueva evangelización sugiere transfigurar
el mundo como Dios quiere y es, por supuesto, también lo que un padre cristiano
o madre cristiana de familia hace a diario en su casa; lo que un profesional
cristiano hace y dice a diario en su trabajo; lo que un ciudadano cristiano
hace y dice (fray ejemplo es el mejor predicador) en el lugar de descanso o
diversión. Para no pocos las cosas diarias no tienen valor ninguno y creen que
el buen cristiano es quien hace cosas extraordinarias. Vienen a decir que
Cristo tenía muy buena voluntad pero no acertó en el modo y maneras de hacer
las cosas. La evangelización la entienden como algo de unos pocos que reciben
el permiso de los jerarcas.
La nueva evangelización es tan
vieja como el Evangelio pero se llamará nueva porque está todavía por practicar
lo que Cristo nos enseñó.
Ya hace décadas que san Juan Pablo II había escrito que “Dios nos pide
una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los
recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa” (NMI, 38). Ahora el
papa Francisco lo repite: “Invito a todos a ser audaces y creativos en esta
tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos
evangelizadores” (EG 33).
La Iglesia no es únicamente el
puñado de clérigos (obispos y sacerdotes) o de religiosos (monjes, frailes o
religiosos) pero está por estrenarse el dar cabida a todos los discípulos del
Señor, pues todos tienen encargada por Jesús mismo esa tarea de llevar el
Evangelio hasta los confines de la tierra. Esa tarea evangelizadora no es
monopolio de un@s poc@s. L@s discípul@s de Jesús, l@s cristian@s, son levadura,
poca cantidad, suficiente para que fermente toda la masa (sin ruido, sin
espectáculo…).
La
secularidad (también de la Iglesia) es algo bueno, querido por Dios, y hoy se
debería suponer (¿es mucho suponer?) que la jerarquía ya ha asumido las
propuestas del Concilio Vaticano II para admitir los nuevos cambios en los
depositarios de poder civil, sus títulos de legitimidad y el modo de acceso a
ellos (…) no han de buscar utilizar a favor de su misión temporal a los laicos
y a los nuevos instrumentos de acción política: prensa, partidos, sindicatos…
¡Que si quieres arroz, Catalina!
Ya no son tiempos como los de Isidoro (+636 con 76 años), monje, obispo de Sevilla que presidió
el IV Concilio de Toledo (633) que decretó la unión entre la Iglesia y el
Estado. Ya no son tiempos como cuando los obispos bautizaban a reyes y
príncipes, incluyendo (¿por decreto real?) toda o buena parte de su corte como fue
el caso de san Remigio (+532 con
96 años), obispo de Reims durante casi 70 años que bautizó a Clodoveo, rey de
los francos, significando la instauración oficial del cristianismo en Francia.
Ya
no son tiempos en que los papas coronaban y así daban legitimidad de gobierno a
los reyes y emperadores como fue el caso de Carlomagno (+814 con 72 años), rey
de los francos, de los lombardos y emperador de Occidente, quien en Navidad de
800 fue coronado por el papa León III como Imperator
Augustus y tomaba el relevo a Oriente como protector de Roma. Ya antes (751)
su padre Pipino "el breve" fue ungido rey por el papa Zacarías. Y 3
años después, el papa Esteban III lo volvería a ungir con sus hijos.
Cardenal Cisneros |
Al morir, Fernando II de Aragón y V de
Castilla, dejó como regente de Aragón y Nápoles a su hijo natural, Alonso,
arzobispo de Zaragoza y al cardenal Cisneros como regente de Castilla, en
espera de la llegada de su sucesor, Carlos I, desde Flandes.
¡Qué
tiempos aquellos! ¡Dios mío!
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