viernes, 21 de abril de 2017

LA MISERICORDIA DIVINA Y HUMANA

La misericordia, esencia del Evangelio
Cada 2º domingo de Pascua


La misericordia así como la ternura están muy presentes en las enseñanzas pastorales del papa Francisco pero no es algo solo suyo, nunca visto u oído antes.  Ya el papa polaco Wojtyla, hoy san Juan Pablo II, había decretado celebrar la Divina Misericordia el segundo domingo de Pascua, atendiendo la petición que el propio Jesús Resucitado hizo a través de la monja polaca Faustina Kowalska, canonizada en 2000, quien tuvo la misión de movilizar a los cristianos a la devoción a la Misericordia divina y hoy es un “movimiento” en la Iglesia con más de un millón de personas en todo el mundo, hombres y mujeres de muchas Congregaciones y Órdenes religiosas, entre sacerdotes, fraternidades y asociaciones.

El 21-XI-2016 colgué un post titulado “la misericordia siempre” con ocasión de la clausura del Año Jubilar de la misericordia. El 30-III-2016 sobre “el domingo de la divina misericordia” y cosas al respecto de Benedicto XVI. Y el 8-IV-2015 post titulado “¿misericordia o justicia?” como la esencia del Evangelio y con motivo de convocarse el Año Jubilar de la Misericordia decretado por Francisco.

Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5,7) dijo Jesús. La Iglesia –dejó escrito Juan Pablo II en su 2ª Encíclica dedicada a Dios Padre, “rico en misericordia” en 1980- vive una vida auténtica cuando –como María- profesa y proclama la misericordia y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia de las que es depositaria y dispensadora sobre todo en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación…

El amor misericordioso –seguía diciendo Wojtyla- es indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación, pero no acaba aquí su término. Pablo VI indicó en más de una ocasión la “civilización del amor” como fin al que deben tender los esfuerzos. En tal dirección nos conduce el Concilio cuando habla repetidas veces de la necesidad de hacer el mundo más humano.

La Iglesia tiene el derecho y el deber de recurrir a la misericordia “con poderosos clamores” cuando el hombre contemporáneo no tiene la valentía de pronunciar siquiera la palabra “misericordia”.

Por su parte el papa Francisco, en la Bula con la que convocó el Año Jubilar de la misericordia, nos recordaba que “Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios". En la homilía del pasado 3 de abril dijo: "Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar las llagas de Jesús, presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas suyos”.

El camino que el Señor resucitado nos indica –seguía diciendo en esa homilía- es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, para dar testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado (…) quiere llegar a las heridas de cada uno, para curarlas. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como ‘Señor y Dios’ (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás

Con ocasión del Año Jubilar extraordinario de la misericordia, se editó un libro de José Antonio Martínez Puche, OP, que recoge 100 textos, todo lo que ha dicho Bergoglio sobre la misericordia. De entre ella, se pueden destacar:
Lo esencial del Evangelio es la misericordia, que es la virtud más grande. El cristiano ha de ser necesariamente misericordioso, porque éste es el centro del Evangelio.
La moral cristiana no es para caer en el pecado jamás, sino levantarse siempre, gracias a la mano de Jesús que nos toma. La misericordia divina no es en absoluto un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios.
Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. Lo que movía siempre a Jesús era la misericordia. Sólo quien ha sido acariciado por la ternura de la misericordia conoce verdaderamente al Señor.
La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. Donde haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia.

Al concluir el Jubileo de la misericordia, Francisco escribió una Carta apostólica titulada “misericordia et misera” (MM), fechada en noviembre de 2016, y donde dice al empezar que ésas son dos palabras que usa san Agustín al comentar el diálogo de Jesús con la mujer adúltera que le ponen delante, para tentarle.

Nada de cuanto un pecador arrepentido coloca delante de la misericordia de Dios –sigue diciendo- queda sin el abrazo de su perdón. Por este motivo, ninguno de nosotros puede poner condiciones a la misericordia; ella será siempre un acto de gratuidad del Padre celeste, un amor incondicionado e inmerecido. No podemos correr el riesgo de oponernos a la plena libertad del amor con el cual Dios entra en la vida de cada persona (MM, 2).

Concluido este Jubileo, es tiempo de mirar hacia adelante y de comprender cómo seguir viviendo con fidelidad, alegría y entusiasmo la riqueza de la misericordia divina (MM, 5).

Las obras de misericordia corporales y espirituales –añade- constituyen hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y positiva de la misericordia como valor social. Ella nos impulsa a ponernos manos a la obra para restituir la dignidad a millones de personas que son nuestros hermanos y hermanas, llamados a construir con nosotros una «ciudad fiable» (MM, 18).

El carácter social de la misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía, de modo que los planes y proyectos no queden sólo en letra muerta. Que el Espíritu Santo nos ayude a estar siempre dispuestos a contribuir de manera concreta y desinteresada, para que la justicia y una vida digna no sean sólo palabras bonitas, sino que constituyan el compromiso concreto de todo el que quiere testimoniar la presencia del reino de Dios (MM, 19).

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