Su figura se presta a deshojar
la margarita: ¿si?, ¿no?

Intentar conocer al verdadero
Jesús de Nazaret y creer en que a la vez es Dios y hombre no es fácil pues los
textos de las escrituras no dan evidencia directa y, sin duda, algunos
“contradicen” a otros.
Creer que Jesús es a la vez
Dios y hombre verdaderos es precisamente un acto de fe y no es una conclusión
científica. Hay algunas personas que erróneamente dicen que no creen porque no
entienden, y la cosa es justamente al revés. En una catequesis de los
miércoles, el papa hoy emérito Benedicto XVI (Aud Gral 090923) recordó que ya san
Anselmo (+1109 con 76 años) decía: "no
busco entender para creer, sino que creo para entender" pues la fe es
racional, comprensible y no algo absurdo.

Juan desde el inicio de su
evangelio ya afirma que el Verbo es Dios pero ya habían pasado cuatro décadas
desde los testimonios de los primeros a lo que no se les puede exigir ni
siquiera lo que hoy a un@ que ha recibido dos años de catequesis antes de la
primera comunión.
Andrés a su hermano Simón le
dice lo mismo que Felipe a su amigo Natanael, que “hemos encontrado al Mesías”,
que es al que esperaba el pueblo israelita (Jn 1, 40-46) y así lo manifiestan
al interrogar a Juan el bautista (Jn 1, 20.25). Del Mesías esperado por Israel
desde hacía siglos nunca se había insinuado su divinidad.
Cuentan los Hechos de los
apóstoles que el día de Pentecostés Pedro, puesto de pie en medio de los
hermanos -el número de personas reunidas era de unas ciento veinte-, hizo la
primera prédica o catequesis de un papa (Act
1, 15-22) pero no dejaba claro ni una
cosa ni otra. Aunque eso es lógico pues ni él era doctor en Teología ni los
oyentes eran aprendices de teólogos.

Cuando Pedro y Juan iban al
Templo y curan al paralítico que les pide una limosna y se pone a andar, Pedro,
ante el pueblo que estaba lleno de estupor y asombro, llama a Jesús Hijo de
Dios, el Santo y el Justo. Esto da pie a querer ver que no afirma su divinidad.
Saberse hijo de Dios, querer ser santo y ser llamado justo es algo normal en la
multitud de hombres y mujeres sant@s habid@s y por haber.

En muchas ocasiones el mismo
Jesús habla de su Padre cuya voluntad cumple, con quien es una sola cosa, pero
puede interpretarse como que no da clases de Teología a doctores de Lovaina o
de la Gregoriana.

Un testimonio extrabíblico de
claridad meridiana sobre la fe en que Jesús es Dios y hombre verdadero, lo da san
Anastasio de Antioquía, donde fue obispo (o sea patriarca) a finales del siglo
VI y principios del VII (+609), sucediendo a Domnino III. Anastasio fue
destituido de su sede por el emperador pero su amigo san Gregorio magno logró
que el emperador siguiente lo rehabilitara. Llamado “el joven”, fue asesinado en la revuelta de los judíos sirios que
el emperador Focas -el tercero que conoció- provocó pues quería convertirlos por la fuerza. Anastasio fue paseado
por la ciudad con cadenas y arrojado al fuego.
En
un sermón decía: Las sagradas Escrituras
habían profetizado desde el principio la muerte de Cristo y todo lo que
sufriría antes de su muerte; como también lo que había de suceder con su
cuerpo, después de muerto; con ello predecían que este Dios, al que tales cosas
acontecieron, era impasible e inmortal; y no podríamos tenerlo por Dios, si, al
contemplar la realidad de su encarnación, no descubriésemos en ella el motivo
justo y verdadero para profesar nuestra fe en ambos extremos (sermón 4,1-2:
PG 89,1347-1349).

También Juan Pablo II, en la Carta
apostólica Nuevo Millenio Ineunte del
2001 (NMI), escribió que el Gran Jubileo del 2000 fue un momento intenso de
contemplar a Cristo en su misterio divino y humano (NMI, 5).
Con anterioridad, para preparar ese Jubileo del 2000, escribió Tertio milenio adveniente (TMA) en donde también da
por sentada la fe verdadera sobre Jesucristo. El Verbo en Belén asumió la condición
de criatura (cf TMA, 3). Gracias a la venida de Dios
a la tierra, el tiempo humano, iniciado en la creación, ha alcanzado su
plenitud (TMA, 9).
“Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! (…) Como Tomás,
la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor,
y exclama perennemente: ¡Señor mío y Dios
mío! (Jn 20, 28)” (NMI, 21).
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