Su figura se presta a deshojar
la margarita: ¿si?, ¿no?
El incrédulo Tomás se tiene que rendir ante la
“evidencia” cuando a los ocho días de la resurrección, Jesús se vuelve a
aparecer a los discípulos en el cenáculo y le invita a comprobar
científicamente tal como había dicho a los otros: Si no meto mis dedos en sus llagas, si no… Ante la evidencia,
exclama: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn
20, 28). Pero Jesús nos está viendo a ti y a mí pues contestó: Porque me has visto has creído;
bienaventurados los que sin haber visto han creído (Jn 20, 29).
Intentar conocer al verdadero
Jesús de Nazaret y creer en que a la vez es Dios y hombre no es fácil pues los
textos de las escrituras no dan evidencia directa y, sin duda, algunos
“contradicen” a otros.
Creer que Jesús es a la vez
Dios y hombre verdaderos es precisamente un acto de fe y no es una conclusión
científica. Hay algunas personas que erróneamente dicen que no creen porque no
entienden, y la cosa es justamente al revés. En una catequesis de los
miércoles, el papa hoy emérito Benedicto XVI (Aud Gral 090923) recordó que ya san
Anselmo (+1109 con 76 años) decía: "no
busco entender para creer, sino que creo para entender" pues la fe es
racional, comprensible y no algo absurdo.
Cuando Marta salió a
recibir a Jesús que llegaba a Betania después de que Lázaro hubiera muerto
hacía cuatro días (Jn 11, 21-22) le habló como si no lo tenía por Dios, pero sí
como un “enchufado” suyo por ser su hijo, por lo que está convencida de que todo
lo que le pida se lo concederá. Y cuando Jesús le pide a Marta un acto de fe (Jn 11, 25-27), no dice explícitamente nada
de su divinidad.
Juan desde el inicio de su
evangelio ya afirma que el Verbo es Dios pero ya habían pasado cuatro décadas
desde los testimonios de los primeros a lo que no se les puede exigir ni
siquiera lo que hoy a un@ que ha recibido dos años de catequesis antes de la
primera comunión.
Andrés a su hermano Simón le
dice lo mismo que Felipe a su amigo Natanael, que “hemos encontrado al Mesías”,
que es al que esperaba el pueblo israelita (Jn 1, 40-46) y así lo manifiestan
al interrogar a Juan el bautista (Jn 1, 20.25). Del Mesías esperado por Israel
desde hacía siglos nunca se había insinuado su divinidad.
Cuentan los Hechos de los
apóstoles que el día de Pentecostés Pedro, puesto de pie en medio de los
hermanos -el número de personas reunidas era de unas ciento veinte-, hizo la
primera prédica o catequesis de un papa (Act
1, 15-22) pero no dejaba claro ni una
cosa ni otra. Aunque eso es lógico pues ni él era doctor en Teología ni los
oyentes eran aprendices de teólogos.
También
en otra ocasión posterior volvió a predicar (Act 2, 22.24.32) y en sus palabras
parece que a Jesús tampoco lo tiene por Dios pero acaba esta prédica afirmando que Jesús es Dios porque ha sido
constituido Señor, o sea Dios (Act 2
,36).
Cuando Pedro y Juan iban al
Templo y curan al paralítico que les pide una limosna y se pone a andar, Pedro,
ante el pueblo que estaba lleno de estupor y asombro, llama a Jesús Hijo de
Dios, el Santo y el Justo. Esto da pie a querer ver que no afirma su divinidad.
Saberse hijo de Dios, querer ser santo y ser llamado justo es algo normal en la
multitud de hombres y mujeres sant@s habid@s y por haber.
En casa del centurión pagano
Cornelio, donde Pedro lo bautiza con toda su familia hace una prédica en la que
no manifiesta abiertamente la divinidad de Jesús pues dice que Dios lo ungió
con el Espíritu Santo, pasó haciendo el bien porque Dios estaba con él y lo
resucitó al tercer día y ha sido
constituido por Dios juez de vivos y muertos.
En muchas ocasiones el mismo
Jesús habla de su Padre cuya voluntad cumple, con quien es una sola cosa, pero
puede interpretarse como que no da clases de Teología a doctores de Lovaina o
de la Gregoriana.
Jesús tampoco afirma
explícitamente su divinidad hablando con la samaritana, sentado junto al pozo
de Jacob en Sicar (Jn 4, 10). Cuando esta mujer en la conversación le lleva al
terreno espiritual o religioso, después del materialista y científico (si no
tiene cubo para sacar agua), le dice: Créeme mujer, llega la hora en que
ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre (…) llega la hora, y es
ésta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en
verdad (…) Dios es espíritu (Jn 4, 21.24). Y como Jesús tiene cuerpo, puede
entenderse que no es Dios aunque cuando le condenen, encontrarán la excusa en
que los judíos del templo le llaman blasfemo porque se hace igual a Dios (Jn 10,
33).
Un testimonio extrabíblico de
claridad meridiana sobre la fe en que Jesús es Dios y hombre verdadero, lo da san
Anastasio de Antioquía, donde fue obispo (o sea patriarca) a finales del siglo
VI y principios del VII (+609), sucediendo a Domnino III. Anastasio fue
destituido de su sede por el emperador pero su amigo san Gregorio magno logró
que el emperador siguiente lo rehabilitara. Llamado “el joven”, fue asesinado en la revuelta de los judíos sirios que
el emperador Focas -el tercero que conoció- provocó pues quería convertirlos por la fuerza. Anastasio fue paseado
por la ciudad con cadenas y arrojado al fuego.
En
un sermón decía: Las sagradas Escrituras
habían profetizado desde el principio la muerte de Cristo y todo lo que
sufriría antes de su muerte; como también lo que había de suceder con su
cuerpo, después de muerto; con ello predecían que este Dios, al que tales cosas
acontecieron, era impasible e inmortal; y no podríamos tenerlo por Dios, si, al
contemplar la realidad de su encarnación, no descubriésemos en ella el motivo
justo y verdadero para profesar nuestra fe en ambos extremos (sermón 4,1-2:
PG 89,1347-1349).
Anastasio cree en lo que se
había definido 3 siglos antes en el Concilio de Nicea pues, desde el primer
momento, la Iglesia tuvo que defender y aclarar
esta verdad de fe frente a las herejías que la falseaban. Ya en el siglo I
algunos cristianos de origen judío, los ebionitas, consideraron a Cristo como
un simple hombre, aunque muy santo. En el siglo II los llamados adopcionistas
sostenían que Jesús era hijo adoptivo de Dios; y también lo tenían sólo por un hombre en quien habita la
fuerza de Dios. Esta herejía, fue condenada en el año 190 por el papa san
Víctor, luego por el Concilio de Antioquía del 268, después por el Concilio I
de Constantinopla y por el Sínodo Romano del 382. La herejía arriana, al negar también la divinidad del Verbo, negaba que Jesucristo fuera Dios. Arrio fue
condenado por el Concilio I de Nicea, en el año 325.
También Juan Pablo II, en la Carta
apostólica Nuevo Millenio Ineunte del
2001 (NMI), escribió que el Gran Jubileo del 2000 fue un momento intenso de
contemplar a Cristo en su misterio divino y humano (NMI, 5).
Con anterioridad, para preparar ese Jubileo del 2000, escribió Tertio milenio adveniente (TMA) en donde también da
por sentada la fe verdadera sobre Jesucristo. El Verbo en Belén asumió la condición
de criatura (cf TMA, 3). Gracias a la venida de Dios
a la tierra, el tiempo humano, iniciado en la creación, ha alcanzado su
plenitud (TMA, 9).
“Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! (…) Como Tomás,
la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor,
y exclama perennemente: ¡Señor mío y Dios
mío! (Jn 20, 28)” (NMI, 21).
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