jueves, 13 de abril de 2017

CRUCIFICADO Y SEPULTADO

Lo que se conmemora el viernes santo


Los cuatro evangelistas –dice Ratzinger- nos hablan de las horas en las que Jesús sufre y muere en la cruz. Concuerdan en lo esencial pero con matices diferentes en los detalles.

Entresaco estas líneas del libro “Jesús de Nazaret” de Joseph Ratzinger, 2007 y que él mismo dice que no lo escribe como papa (Benedicto XVI) sino como teólogo. Son del tomo II sobre la crucifixión de Jesús (pp 78 – 88) y su sepultura (pp 88 – 93).

El que Jesús acabara en la cruz era sencillamente un hecho irracional que ponía en cuestión todo su anuncio y el conjunto de su propia figura. El relato sobre los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) describe que la oscuridad de las almas se va aclarando poco a poco gracias al acompañamiento de Jesús (cf. v. 15).

La primera palabra de Jesús en la cruz es la petición de perdón para quienes le tratan así: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Esta palabra sobre la ignorancia vuelve después en el discurso de san Pedro en los Hechos de los Apóstoles: «Sin embargo, hermanos, yo sé que lo hicisteis por ignorancia, y vuestras autoridades lo mismo» (Hch 3, 17).

Mateo y Marcos concuerdan en decir que, a la hora nona, Jesús exclamó con voz potente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc 15, 34). Esta plegaria de Jesús ha llevado una y otra vez a los cristianos a preguntarse y a reflexionar: ¿Cómo pudo el Hijo de Dios ser abandonado por Dios? ¿Qué significa este grito?

No es un grito cualquiera de abandono. Jesús recita el gran Salmo del Israel afligido y asume de este modo en sí todo el tormento, no sólo de Israel, sino de todos los hombres que sufren en este mundo por el ocultamiento de Dios.

Los cuatro evangelistas nos hablan —cada uno a su modo— de mujeres junto a la cruz, entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago (el menor) y de José, y Salomé, que, cuando estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén» (Mc 15, 40s).

Según la narración de los evangelistas, Jesús murió orando en la hora nona, es decir, a las tres de la tarde. En Lucas, su última plegaria está tomada del Salmo 31: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46; cf. Sal 31, 6). Para Juan, la última palabra de Jesús fue: «Está cumplido» (Jn 19, 30). Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo.

Los Evangelios sinópticos describen explícitamente la muerte en la cruz como acontecimiento cósmico y litúrgico: el sol se oscurece, el velo del templo se rasga en dos, la tierra tiembla, muchos muertos resucitan. Pero –matiza Ratzinger- hay un proceso de fe más importante aún que los signos cósmicos: el centurión — comandante del pelotón de ejecución—, conmovido por todo lo que ve, reconoce a Jesús corno Hijo de Dios: «Realmente éste era el Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Bajo la cruz da comienzo la Iglesia de los paganos. Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva comunidad de la Iglesia universal.

Mientras que los romanos abandonaban los cuerpos de los ejecutados en la cruz a los buitres, los judíos se preocupaban de que fueran enterrados; había lugares asignados por la autoridad judicial.

Los cuatro evangelistas nos relatan que un miembro acomodado del Sanedrín, José de Arimatea, pidió a Pilato el cuerpo de Jesús. Marcos (15, 43) y Lucas (23, 51) añaden que José era uno «que aguardaba el Reino de Dios», mientras que Juan (cf. 19, 38) lo considera un discípulo secreto de Jesús, un discípulo que hasta aquel momento no se había manifestado abiertamente como tal por temor a los círculos judíos dominantes.

Juan menciona además la participación de Nicodemo (cf. 19, 39), de cuyo coloquio nocturno con Jesús sobre el nacer y el volver a nacer de nuevo había hablado en el tercer capítulo (cf. vv. 1 - 8).

Habíamos encontrado en los Evangelios personas como éstas, sobre todo entre la gente sencilla: María y José, Isabel y Zacarías, Simeón y Ana, además de los discípulos; pero ninguno de ellos pertenecía a los círculos influyentes, aunque provenían de distintos niveles culturales y diferentes corrientes de Israel. Ahora —tras la muerte de Jesús— salen a nuestro encuentro dos personajes destacados de la clase culta de Israel.

Sobre el entierro mismo, José hace colocar el cuerpo del Señor en un sepulcro nuevo de su propiedad, en el que todavía no se había enterrado a nadie (cf. Mt 27, 60; Lc 23, 53; Jn 19, 41). Al igual que el «Domingo de Ramos» se había servido de un borrico sobre el que nadie había montado antes (cf. Mc 11, 2), así también ahora es colocado en un sepulcro nuevo.

Los Evangelios sinópticos nos narran que algunas mujeres observaban el sepelio (cf. Mt 27, 61; Mc 15, 47), y Lucas puntualiza que eran las mujeres «que lo habían acompañado desde Galilea» (Lc 23, 55). Y añade: «A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme a lo prescrito» (Lc 23, 56). Tras el descanso sabático, el primer día de la semana por la mañana, vendrán para ungir el cuerpo de Jesús y así dejar lista la sepultura de manera definitiva. La unción puede conservar al difunto como difunto, no puede restituirle la vida.

La Iglesia naciente, bajo la guía del Espíritu Santo, fue ahondando lentamente en la verdad más profunda de la cruz, movida por el deseo de entender siquiera de lejos su motivo y su objeto.

¿Acaso no es un Dios cruel el que exige una expiación infinita? ¿No es ésta una idea indigna de Dios? No es que un Dios cruel exija algo infinito. Es justo lo contrario: Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí. Nuestra moralidad personal no basta para venerar a Dios de manera correcta. San Pablo lo ha aclarado enérgicamente en la controversia sobre la justificación.

La Iglesia, bajo la guía del mensaje apostólico, viviendo el Evangelio y sufriendo por él, ha aprendido siempre a comprender cada vez más el misterio de la cruz, aunque éste, en último análisis, no se puede diseccionar en fórmulas de nuestra razón: en la cruz, la oscuridad y lo ilógico del pecado se encuentran con la santidad de Dios en su deslumbrante luminosidad para nuestros ojos, y esto va más allá de nuestra lógica.

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