Lo que se conmemora el viernes santo
Los cuatro evangelistas –dice Ratzinger- nos hablan
de las horas en las que Jesús sufre y muere en la cruz. Concuerdan en lo
esencial pero con matices diferentes en los detalles.
Entresaco estas líneas del libro “Jesús de Nazaret”
de Joseph Ratzinger, 2007 y que él mismo dice que no lo escribe como papa (Benedicto
XVI) sino como teólogo. Son del tomo II sobre la crucifixión de Jesús (pp 78 –
88) y su sepultura (pp 88 – 93).
El que Jesús acabara en la cruz era sencillamente un hecho irracional
que ponía en cuestión todo su anuncio y el conjunto de su propia figura. El
relato sobre los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) describe que la
oscuridad de las almas se va aclarando poco a poco gracias al acompañamiento de
Jesús (cf. v. 15).
La primera palabra de Jesús en la cruz es la petición de perdón para
quienes le tratan así: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen» (Lc 23, 34). Esta palabra sobre la ignorancia vuelve después en
el discurso de san Pedro en los Hechos de los Apóstoles: «Sin embargo, hermanos, yo sé que lo hicisteis por ignorancia, y
vuestras autoridades lo mismo» (Hch 3, 17).
Mateo y Marcos concuerdan en decir que, a la hora nona, Jesús exclamó
con voz potente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc
15, 34). Esta plegaria de Jesús ha llevado una y otra vez a los cristianos a
preguntarse y a reflexionar: ¿Cómo pudo el Hijo de Dios ser abandonado por
Dios? ¿Qué significa este grito?
No es un grito cualquiera de abandono. Jesús recita el gran Salmo del
Israel afligido y asume de este modo en sí todo el tormento, no sólo de Israel,
sino de todos los hombres que sufren en este mundo por el ocultamiento de Dios.
Los cuatro evangelistas nos hablan —cada uno a su modo— de mujeres junto
a la cruz, entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago (el menor) y
de José, y Salomé, que, cuando estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y
otras muchas que habían subido con él a Jerusalén» (Mc 15, 40s).
Según la narración de los evangelistas, Jesús murió orando en la hora
nona, es decir, a las tres de la tarde. En Lucas, su última plegaria está
tomada del Salmo 31: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»
(Lc 23, 46; cf. Sal 31, 6). Para Juan, la última palabra de Jesús fue: «Está
cumplido» (Jn 19, 30). Él ha realizado la totalidad del amor, se ha
dado a sí mismo.
Los Evangelios sinópticos describen explícitamente la muerte en la cruz
como acontecimiento cósmico y litúrgico: el sol se oscurece, el velo del templo
se rasga en dos, la tierra tiembla, muchos muertos resucitan. Pero –matiza
Ratzinger- hay un proceso de fe más importante aún que los signos cósmicos: el
centurión — comandante del pelotón de ejecución—, conmovido por todo lo que ve,
reconoce a Jesús corno Hijo de Dios: «Realmente
éste era el Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Bajo la cruz da comienzo la Iglesia
de los paganos. Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva
comunidad de la Iglesia universal.
Mientras que los romanos abandonaban los cuerpos de los ejecutados en la
cruz a los buitres, los judíos se preocupaban de que fueran enterrados; había
lugares asignados por la autoridad judicial.
Los cuatro evangelistas nos relatan que un miembro acomodado del Sanedrín,
José de Arimatea, pidió a Pilato el cuerpo de Jesús. Marcos (15, 43) y Lucas
(23, 51) añaden que José era uno «que aguardaba el Reino de Dios», mientras que
Juan (cf. 19, 38) lo considera un discípulo secreto de Jesús, un discípulo que
hasta aquel momento no se había manifestado abiertamente como tal por temor a
los círculos judíos dominantes.
Juan menciona además la participación de Nicodemo (cf. 19, 39), de cuyo
coloquio nocturno con Jesús sobre el nacer y el volver a nacer de nuevo había
hablado en el tercer capítulo (cf. vv. 1 - 8).
Habíamos encontrado en los Evangelios personas como éstas, sobre todo entre
la gente sencilla: María y José, Isabel y Zacarías, Simeón y Ana, además de los
discípulos; pero ninguno de ellos pertenecía a los círculos influyentes, aunque
provenían de distintos niveles culturales y diferentes corrientes de Israel.
Ahora —tras la muerte de Jesús— salen a nuestro encuentro dos personajes
destacados de la clase culta de Israel.
Sobre el entierro mismo, José hace colocar el cuerpo del Señor en un
sepulcro nuevo de su propiedad, en el que todavía no se había enterrado a nadie
(cf. Mt 27, 60; Lc 23, 53; Jn 19, 41). Al igual que el «Domingo de Ramos» se
había servido de un borrico sobre el que nadie había montado antes (cf. Mc 11,
2), así también ahora es colocado en un sepulcro nuevo.
Los Evangelios sinópticos nos narran que algunas mujeres observaban el
sepelio (cf. Mt 27, 61; Mc 15, 47), y Lucas puntualiza que eran las mujeres
«que lo habían acompañado desde Galilea» (Lc 23, 55). Y añade: «A la vuelta
prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme a lo
prescrito» (Lc 23, 56). Tras el descanso sabático, el primer día de la semana
por la mañana, vendrán para ungir el cuerpo de Jesús y así dejar lista la
sepultura de manera definitiva. La unción puede conservar al difunto como
difunto, no puede restituirle la vida.
La Iglesia naciente, bajo la guía del Espíritu Santo,
fue ahondando lentamente en la verdad más profunda de la cruz, movida por el
deseo de entender siquiera de lejos su motivo y su objeto.
¿Acaso no es un Dios cruel el que exige una expiación infinita? ¿No es ésta
una idea indigna de Dios? No es que un Dios cruel exija algo infinito. Es justo
lo contrario: Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo,
toma el sufrimiento sobre sí. Nuestra moralidad personal no basta para venerar
a Dios de manera correcta. San Pablo lo ha aclarado enérgicamente en la
controversia sobre la justificación.
La Iglesia, bajo la guía del mensaje apostólico, viviendo el Evangelio y
sufriendo por él, ha aprendido siempre a comprender cada vez más el misterio de
la cruz, aunque éste, en último análisis, no se puede diseccionar en fórmulas
de nuestra razón: en la cruz, la oscuridad y lo ilógico del pecado se
encuentran con la santidad de Dios en su deslumbrante luminosidad para nuestros
ojos, y esto va más allá de nuestra lógica.
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