Unidad
¡sí! Uniformidad, ¡no!
El papa Francisco a los jóvenes de la
universidad italiana ‘Roma Tre’, durante la visita que realizó en su sede
central de Roma (17 de febrero de 2017), una vez más, expuso la idea de que “La verdadera unidad no es uniformidad, no es aniquilar las
diferencias; el símbolo de la globalización no tiene que ser una esfera sino un
poliedro, porque una verdadera globalización tiene que respetar las culturas,
razas e identidades”. Es el 2º papa que visita esta universidad romana después
de la de Juan Pablo II en 2002 con motivo del décimo aniversario de su
inauguración, siendo la tercera universidad pública en Roma.
“Es
un error –les seguía diciendo Francisco- pensar en la globalización como si fuera una pelota, una esfera, donde
cada punto está a igual distancia del centro”. Si así fuera, “esta uniformidad
es la destrucción de la unidad, porque quita la capacidad de ser diferente”.
En cambio “en una globalización
poliédrica, hay unidad, pero cada persona, cada raza, cada cultura siempre
conserva su identidad de origen”. Indicó que esto vale también para los
centros de estudio: “La unidad de una
universidad va por este camino”.
En
la exhortación postsinodal sobre los laicos de 1988, ya decía Juan Pablo II “Quizá como nunca en su historia, la
humanidad es cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por la
conflictividad, fenómeno pluriforme, que se distingue del legítimo pluralismo (…) asume formas de violencia, de terrorismo,
de guerra” (Christefideles laici, 6).
La
verdad verdadera, como la gravedad, está siempre, en todos lados y a todas
horas. No hay excepción alguna para la gravedad y así ocurre con todo lo demás
de la vida humana, tanto en lo material visible como en lo espiritual invisible.
Juan
Pablo II también en una catequesis de los miércoles (Audiencia general
5-XII-90) manifestó: “Digamos enseguida que, según los textos del evangelio y
de san Pablo, se trata de la unidad
en la multiplicidad. Lo expresa claramente el Apóstol en la primera
carta a los Corintios: «Pues del mismo
modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros
del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así
también Cristo» (1Co 12, 12)”.
Y
además, al empezar el tercer milenio, ese papa polaco recordaba otra vez que “En la situación de un marcado pluralismo cultural y religioso, tal
como se va presentando en la sociedad del nuevo milenio, este diálogo (inter
religioso) es también importante para proponer una firme base de paz y alejar
el espectro futuro de las guerras de religión que han bañado de sangre tantos
períodos en la historia de la humanidad” (NMI, 54-55).
Refiriéndose a los santos Cirilo y Metodio (Enc. Slovarum apostoli, 1985), que el papa Wojtyla
los tenía como ejemplos de unidad y diversidad, dejó escrito: “Los jerarcas eslavos, los nobles y reyes se
oponían y dudaban de su ortodoxia. Hasta en Venecia, apegados a un concepto más bien angosto,
eran contarios a esta visión. El
cristianismo occidental es uniformidad,
sentimiento de fuerza y compactibilidad. Resulta admirable que no impusieran a
los pueblos eslavos ni siquiera la indiscutible superioridad de la lengua
griega y de la cultura bizantina, o los usos y comportamientos de la sociedad
más avanzada”. Tenía claro que llevar el Evangelio a los
hombres, en este caso a los eslavos, no es llevarles la lengua romana, la
liturgia romana, la cultura europea, gastronomía propia, etc. Una cosa es que
los occidentales trajésemos naranjas de la China y otra que invadan ellos para
imponernos sus cosas.
En la
encíclica “Fe y razón” de 1998 dijo: “La
Filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el
hombre pero parece haber olvidado una verdad que lo trasciende... ha derivado
en varias formas de agnosticismo
y de relativismo donde la legítima pluralidad de posiciones ha
dado paso a un pluralismo indiferenciado,
basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas”.
En una ocasión, el cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo
Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, comentó su Informe
anual, esta vez ecuménico, ante Benedicto XVI y los cardenales de la Iglesia
reunidos el 23 de noviembre de 2007 en vísperas del consistorio para la creación
de nuevos purpurados. Entre otras muchas cosas interesantes, dijo que “el tema del pluralismo me lleva a la tercera oleada de la historia del
cristianismo, es decir, la difusión de los grupos carismáticos y pentecostales,
los cuales, con cerca de cuatrocientos millones de fieles en todo el mundo,
ocupan el segundo lugar entre las comunidades cristianas, desde el punto de
vista numérico, y experimentan un crecimiento exponencial”.
San Josemaría decía que “Los cristianos -conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y
de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo-, han de coincidir en
el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo (…) será
un disfraz, un engaño
(…) el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado (…) la diversidad
de opiniones y de actuaciones en lo temporal y en lo teológico opinable, no
es ningún problema: la diversidad que existe y existirá siempre (…) es, por el
contrario, una manifestación de vida limpia, de respeto a la opción legítima de
cada uno”.
Al profesor Illanes, miembro entre otras cosas de Comisión
Teológica Internacional durante varias décadas, le he leído: “El cristiano sabe que la fe no le permite disponer de soluciones prefabricadas (cf
GS 43), sino que debe buscarlas con todo su esfuerzo … atendiendo a las
opiniones de los otros hombres, para llegar así a un juicio personal que no
puede imponerse en nombre del cristianismo y por tanto connota pluralismo y respeto a los otros
juicios quizá antitéticos”.
Tener todos los
hombres un mismo Dios y Padre, y todos los cristianos una misma fe y un mismo
bautismo, no excluye una pluralidad de “religiones”. El mensaje de Cristo es
universal, para todos, y no es uniformista. Su mensaje es el Evangelio y no una religión concreta, o una Iglesia, entendida como la
estructura humana de la comunidad de creyentes. Quizá por eso el Concilio
Vaticano II (GS, 57) calificó a Cristo como plenitudo vitae religiosae y
muy acertadamente no lo calificó de plenitud del cristianismo.
Por eso es
imprescindible evitar el reduccionismo que identifica la Iglesia Católica con
la Romana o lo vaticano y por eso la Declaración Dominus Iesus de la CDF
del año 2000, cuando era presidida por el cardenal Ratzinger, habla de
“iglesias hermanas” y no de “iglesias hijas”. Una vez realizada -con la gracia
de Dios- la tan deseada unidad de los cristianos, la “conversión”, por ejemplo
de los ortodoxos o de los anglicanos o los luteranos, o la de los paganos, no
les supone dejar de ser tales. La unidad de la Iglesia no se vive por la
uniformidad ritual y cultual; la actitud uniformista agosta la belleza de las
obras de Dios manifestada en el esplendor de la variedad y la multiplicidad.
¿Será el
cielo uniformista? ¿No hay muchas moradas? ¿Serán compartimentos estancos, con
muros que separen los marcados con el “carácter” bautismal y los no marcados?
¿La sociedad celestial será una sociedad de castas incomunicables al estilo
hinduista? Creo que tiene más razón que un santo san Pablo que escribió que no
hay distinción entre judíos y gentiles, entre varones y mujeres, entre ricos y
pobres (de inteligencia o de corazón; el bolsillo creo que no se tiene en
cuenta). La pluralidad de los salvados está revelada por Cristo antes de su
Ascensión.
Es evidente
que, como se va repitiendo de vez en cuando, aquí y allí, no estamos en una
época de cambios sino en un cambio de época. Por eso la respuesta cristiana de
hoy no es sólo realizar unos retoques o una acomodación circunstancial. Es una
renovación de los esquemas mentales y culturales dominantes para facilitar un
cambio cultural que reconozca y asuma los valores del presente, olvidados en el
pasado.
No se trata
de volver a la metodología del atrincheramiento para, encerrados en los templos
y alejados del mundo en los desiertos, los creyentes no se contaminen del
mundanal mundo mundial. El mismo Vaticano es una fortaleza o castillo medieval;
todo el perímetro es un muro. Lo que se necesita hoy no es restaurar nada de
antaño y menos aún la metodología (tan
dañina) de la condenación y de los anatemas para quien no piense de la misma
manera. Iglesia en salida, olor a oveja, pide el papa Francisco.
Del
dicho al hecho, ¡que no haya un trecho!
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