Como
aquellos 40 días de Jesús en el desierto
Para captar el sentido de la Cuaresma, hay que re-leer el evangelio y
meditar (una vez más) lo que Jesús nos quiere
enseñar al ser conducido al desierto por el Espíritu para ser tentado por el
demonio después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, cuando (lógicamente)
tuvo hambre.
Hay que entender cada día mejor el sentido de las tentaciones y lo que significa la conversión que se pide todos los años. Los evangelistas –dice el Catecismo de la Iglesia católica (CEC)- indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación (CEC 539). La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres (CEC 540).
Hay que entender cada día mejor el sentido de las tentaciones y lo que significa la conversión que se pide todos los años. Los evangelistas –dice el Catecismo de la Iglesia católica (CEC)- indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación (CEC 539). La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres (CEC 540).
San Agustín consideraba este acontecimiento en la
vida de Jesús así: “Nos acaban de leer
que Jesucristo, nuestro Señor, se dejó tentar por el diablo. ¡Nada menos que
Cristo tentado por el diablo! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú (…) nos
incluyó en sí mismo cuando quiso verse tentado por Satanás.
Nuestra vida en medio de esta peregrinación no
puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a
través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede
ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si
carece de enemigo y de tentaciones” (en la
2ª lectura de la LH del domingo I de Cuaresma).
El papa León Magno dijo que “cuando se avecinan
estos días, consagrados más especialmente a los misterios de la redención de la
humanidad, estos días que preceden a la fiesta pascual, se nos exige, con más
urgencia, una preparación y una purificación del espíritu” (2ª lect de la LH
del jueves después de ceniza). O sea purificación de la cabeza y del corazón.
Antes san Juan Pablo II nos había escrito que “Dios nos pide una colaboración real a su
gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra
inteligencia y capacidad operativa” (NMI, 38).
Ahora el papa Francisco nos dice:
“Invito a todos a ser audaces y creativos
en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los
métodos evangelizadores” (EG 33).
Meter la cabeza como decía el papa
polaco, y ser audaces y creativos para repensar, como dice el papa argentino,
son factores esenciales de toda conversión.
También anteriormente a ellos Pablo VI, en su
encíclica Ecclesiam suam nos dejó
escrito: “No es suficiente una actitud
fielmente conservadora. Cierto es que hemos de guardar el tesoro de verdad y de
gracia que la tradición cristiana nos ha legado en herencia (…) Pero ni la
custodia, ni la defensa rellenan todo el deber de la Iglesia respecto a los
dones que posee”.
En una de sus meditaciones en la capilla vaticana
de Redemptoris Mater, fray Cantalamessa,
dijo ante el papa y los eclesiásticos curiales asistentes: “El Vaticano
II es un afluente y no el río. En su famosa obra sobre “El desarrollo de la
doctrina cristiana”, el beato cardenal Newman afirma con fuerza que detener la
tradición en un punto de su curso, incluso si fuera un concilio ecuménico,
sería volver muerta una tradición y no “una tradición viviente” (1ª meditación de la Cuaresma de 2016).
Para cavilar
sobre las tentaciones, recordemos las exquisitas consideraciones que ofrece el
teólogo Joseph Ratzinger –como él mismo dijo para advertir que no escribía como Papa- en el tomo I de “Jesús de Nazaret”, que trata desde el bautismo de Jesús en
el Jordán hasta la Transfiguración.
Los
tres Evangelios sinópticos -dice el teólogo- nos cuentan, para sorpresa nuestra, que la primera
disposición del Espíritu lo lleva al desierto «para ser tentado por el diablo»
(Mt 4, 1) y aparece claro el núcleo de toda tentación:
apartar a Dios que pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto.
Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente
con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades
políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la
tentación que nos amenaza de muchas maneras.
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