Cada 1 de
enero
Coincidiendo
con que se inauguran los años civiles con la solemnidad de Santa María, Madre
de Dios, la Iglesia celebra también, a la vez, la Jornada mundial de la paz. Parece que se estorban ambos recuerdos pero María es la madre
del Príncipe de la paz y ella es la Reina de la paz.
Este
año próximo 2017 es el 50 aniversario de la Jornada mundial de la paz pues la idea fue
lanzada por Pablo VI en 1967.
La
paz no solo es algo interesante o deseable y por supuesto que debe estar en la
boca de todos y cada uno pero su importancia no radica en que así nos parece a
los humanos, sino que es lo que el Creador nos ha enseñado y recordado
“infinidad de veces”.
Ya
en el Antiguo Testamento el Señor habló a Moisés: «Di a Aarón y a sus hijos: Ésta es
la fórmula con que bendeciréis a los israelitas (…) El Señor se fije en ti y te
conceda la paz" (Num 6, 22-27).
En
uno de los salmos, el orante proclama que Él
(Iahvé) mantiene la paz en tus fronteras
y te alimenta con la mejor harina (salmo 147).
Cuando María estaba en Ain Karim para ayudar
tres meses a Isabel en su parto, y su marido Zacarías recuperó el habla nada
más nacer su hijo Juan (el bautista), proclamó: Por las entrañas de
misericordia de nuestro Dios, el Sol naciente nos visitará desde lo alto, para (...) guiar nuestros
pasos por el camino de la paz (Lc 1, 78-79).
Cuando los pastores eran avisados del
nacimiento de Jesús en Belén, de pronto apareció junto al ángel una muchedumbre
de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las
alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 13-14).
Cuando Jesús sea adulto y esté despidiéndose antes de su
pasión y crucifixión, dirá a sus discípulos (y a ti y a mí también): La paz
os dejo, mi paz os doy (Jn 14, 27) que se reza en cada
Eucaristía, en el rito de la comunión, después del Padre nuestro.
Cuando Jesús ha resucitado al tercer día
de morir en la cruz, ya al atardecer de aquel domingo, y los dos de
Emaús ya habían regresado corriendo al cenáculo, y se contaban las cosas
ocurridas a cada uno, Jesús se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros (Lc
24, 35-36).
De la paz
es muy fácil hablar pero cuesta un “Congo” hacerla realidad en la vida de cada
un@ y de tod@s.
Siempre están los hombres haciendo paces –escribió san
Josemaría-, y siempre andan enzarzados con guerras (…) acudir al auxilio de
Dios, para (…) conseguir así la paz en el propio yo, en el propio hogar, en la
sociedad y en el mundo (Forja 102).
A lo largo
de la historia (¡cuántas cosas enseña!) hay ejemplos a lo largo y a los ancho
de los siglos y de los continentes de lo que cuesta vivir en paz. Por ejemplo, repasando ligeramente el
santoral, saltan a la vista unos cuantos. Suficientes.
Los santos Ismael, Manuel y Sabelio (+362) son tres hermanos persas que
querían que el emperador romano Juliano el apóstata y el rey persa firmaran la
paz. El templo del dios sol se incendió y naturalmente les echaron a ellos las
culpas. Juliano no respetó los tratados de paz con los persas y atravesado por
una flecha, antes de expirar, exclamó: “¡venciste,
galileo!”.
San Orencio, obispo en Aquitania (+440) procuró la paz entre los romanos y
el rey visigodo de Toulouse.
San Agapito I (+536) fue el papa que
sucedió a Juan II (+535), famoso por ser el primero en cambiarse el nombre. No
creo que fuera por vergüenza pues de pila se llamaba Mercurio. El rey Teodato
le pidió al obispo de Roma que se personase en Bizancio para lograr la paz echando
a los herejes monofisitas y allí murió, quizá envenenado por la emperatriz Teodora.
Santa Catalina de Siena (+1380 con 33 años) vivió cuando la Iglesia
estaba metida en política hasta las cejas (¿como siempre?) y se la tiene por promotora
de la paz entre los Estados.
San Gregorio Barbarigo (+1697 con 72 años) que fue cardenal y obispo de
Bérgamo, asistió a la firma de la paz de Westfalia en el 48 (los eclesiásticos
y la política) para finalizar la guerra de los 30 Años alemana y la de los 80 Años entre
españoles y los países bajos.
«El mundo nos espera, escribió san Josemaría. ¡Sí!, amamos apasionadamente este mundo porque Dios así nos lo ha
enseñado (…) y porque es el lugar de nuestro campo de batalla —una hermosísima
guerra de caridad—, para que todos alcancemos la paz que Cristo ha venido a
instaurar» (Surco 290).
«Por todos los caminos honestos de la
tierra –le sigo
leyendo en otro escrito- quiere el Señor
a sus hijos, echando la semilla de la comprensión, del perdón, de la convivencia,
de la caridad, de la paz» (Forja 373).
El papa Francisco
para esta Jornada mundial del 1 de enero
de 2017 escribe en su mensaje: «En la primera, el beato papa Pablo VI se dirigió, no
sólo a los católicos sino a todos los pueblos, con palabras inequívocas (…)
Advirtió del «peligro de creer que las controversias internacionales no se
pueden resolver por los caminos de la razón, es decir de las negociaciones
fundadas en el derecho, la justicia, la equidad, sino sólo por los de las
fuerzas espantosas y mortíferas».
«También Jesús vivió en tiempos de violencia, sigue diciendo Francisco. Él enseñó que el verdadero campo de batalla, en el que se enfrentan la
violencia y la paz, es el corazón humano; enseñó a amar a los enemigos (cf. Mt 5,44) y a poner la otra mejilla (cf. Mt
5,39); impidió que la adúltera fuera lapidada por sus acusadores (cf. Jn 8,1-11); dijo a Pedro que
envainara la espada (cf. Mt 26,52).
Jesús trazó el camino de la no violencia, que siguió hasta el final, hasta la
cruz».
Por su parte Juan Pablo II en la Jornada
del 2005 decía: «Con la certeza de que el mal no prevalecerá, el cristiano cultiva una “esperanza indómita” que le ayuda a promover la justicia y la
paz. A pesar de los pecados personales y sociales que condicionan la actuación
humana, la esperanza da siempre nuevo impulso al compromiso por la justicia y
la paz, junto con una firme confianza en la posibilidad de construir un mundo mejor».
Anteriormente, en 1979 había dicho: «Aprendamos primero a repasar la historia de los pueblos y de la
humanidad según esquemas más verdaderos que los de la concatenación de las
guerras y de las revoluciones. Ciertamente, el ruido de las batallas domina la
historia.
(…) Toda esta
educación a la paz entre los pueblos, en su propio país, en su ambiente, en sí
mismo se ofrece a todos los hombres de buena voluntad, como recuerda la
encíclica “Pacem in terris” del papa Juan XXIII.
En grados diversos, está a su alcance».
La paz no es el silencio de las
armas, ni el tapar bocas, ni comer el coco y sedar los corazones de los hombres
y mujeres.
En aquel 1979 seguía escribiendo el papa
Wojtyla: «No pretendemos hallar en la lectura del
Evangelio fórmulas ya hechas para llevar a cabo hoy tal o cual progreso en la
paz. Pero todos hallamos, casi en cada página del Evangelio y de la historia de
la Iglesia, un espíritu (…)
Hallamos en los dones del Espíritu Santo y en los Sacramentos una fuerza alimentada en la fuente
divina. Hallamos en Cristo, una
esperanza».
Leemos en el evangelio que Jesús mismo nos dijo: Buena
es la sal; pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis? Tened en
vosotros sal y tened paz unos con otros (Mc 9:50).
Y en otra ocasión: Al entrar en una casa dadle vuestro
saludo. Si la casa fuera digna, venga vuestra paz sobre ella; pero si no fuera
digna, vuestra paz revierta a vosotros (Mt 10,12-13).
Dice
el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2305): La paz terrenal es imagen y
fruto de la paz de Cristo, el ‘Príncipe de la paz’ mesiánica (Is 9, 5).
‘Él es nuestra paz’ (Ef 2, 14). Declara ‘bienaventurados a los que construyen
la paz’ (Mt 5, 9).
Santa María,
la madre de Dios, reina de la paz, conservaba todo en su corazón meditándolo.
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