
José
con María tuvieron que ir desde Nazaret, en donde vivían, a Belén para cumplir
la ley imperial, como cuenta el evangelista Lucas: “En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto,
para que se empadronase todo el mundo (…) José, como era de la casa y familia
de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada
Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta” (Lc 2, 1-20).
El
viaje de Nazaret a Belén es de unos 100 km que no se haría en menos de una
semana y lo más probable es que no lo harían ellos solos sino que –como solía
entonces ser lo habitual-, se apuntarían a una caravana que viajara al sur.

El papa Francisco recordó
esta idea en la última víspera de la Navidad del año pasado: “Hoy ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia.
La Virgen nos ofrece a su Hijo. Guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos
hable” (Homilía 24-XII-2015).
Lógicamente
el niño recién nacido no puede físicamente hablar pero ya se entiende que para
los que se aman, muchas veces no hacen falta palabras.
En su primera noche buena en Roma, en 2013, Francisco dijo: “No
se trata sólo de algo emotivo, sentimental”. Viendo a Dios con los ojos de la cara y los del alma, comprendemos
eso de que “todo cambia (…) no se trata
sólo de algo emotivo o sentimental”. Hay que ponerle patas a la lección
divina ya desde el portal de Belén. Un establo, una aldea desconocida para el
99,9% de la población mundial, etc.
El papa Francisco intenta lo que ya quiso hacer Juan Pablo I, el
papa Luciani, para secundar las directrices del Espíritu Santo a través del
Concilio Vaticano II y consolidar sus aplicaciones en la vida real.
Luciani declaró que prefería el calificativo de Pastor Espiritual antes que el de Sumo Pontífice. Sus aspiraciones pronto quedaron claras: humanizar el papado, clarificar las cuentas vaticanas, los cambios necesarios para devolver la Iglesia a sus orígenes: la simplicidad, la honestidad, los ideales, y las aspiraciones de Jesucristo. Otros antes que él acariciaron el mismo sueño, pero pronto se vieron aplastados por la realidad de sus consejeros y así murieron muchas ilusiones. Algunos del Vaticano decían que Luciani era un intelectual inconsciente de las grandes responsabilidades papales.
Luciani declaró que prefería el calificativo de Pastor Espiritual antes que el de Sumo Pontífice. Sus aspiraciones pronto quedaron claras: humanizar el papado, clarificar las cuentas vaticanas, los cambios necesarios para devolver la Iglesia a sus orígenes: la simplicidad, la honestidad, los ideales, y las aspiraciones de Jesucristo. Otros antes que él acariciaron el mismo sueño, pero pronto se vieron aplastados por la realidad de sus consejeros y así murieron muchas ilusiones. Algunos del Vaticano decían que Luciani era un intelectual inconsciente de las grandes responsabilidades papales.

Todo eso haría oler en la Iglesia como en el portal de Belén o en la
casa de Jesús, María y José en Nazaret, o en la “vivienda” que utilizaran
durante la estancia en Egipto.
Seguía diciendo el papa Luciani, según cuenta uno
de sus dos colaborados teólogos con los que quería organizar las cosas: En mis viajes quisiera que todo sucediera
con simplicidad (…) Jesucristo, Pedro, Pablo y Juan no fueron jefes de Estado.
Conozco y comprendo todas las razones históricas de tradición (…) pero, ¿cómo
se puede cambiar de piel de golpe…? Sé muy bien que no seré yo quien cambie las
reglas cosificadas durante siglos (…) tengo la impresión de que la figura del
papa es ensalzada en exceso. Se corre el riesgo de caer en el culto a la
personalidad, algo que yo no deseo en absoluto…
¡Qué hermoso hubiera sido
que el papa hubiera renunciado espontáneamente al poder temporal! Debería
haberlo hecho antes. Demos gracias al Señor que así lo ha querido y lo ha
hecho.
No olvidemos que Jesucristo no vino sólo en la primera Navidad, ni
se presentará sólo otra vez al final de los tiempos. Yo estaré con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo, nos dijo. Y desea estar presente, no solo en
nuestras almas, sino que cuenta con nosotros para, siendo otros cristos, ser
Cristo que pasa y que le ayudemos a santificar todas las realidades humanas
nobles mediante el ejemplo y la palabra. Santificar la vida es aprender a hacer
cada cosa diaria como la haría Cristo en nuestro caso. Ser otros cristos a la
vez que, como él mismo nos enseñó, está realmente presente a cada ser humano,
especialmente en los pobres, los enfermos, los encarcelados, los hambrientos, los
desnudos, etc…

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