La laicidad no es el
laicismo
El Estado debe velar por la libertad religiosa de los hombres
La Iglesia no debe actuar en política
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El Estado debe velar por la libertad religiosa de los hombres
En
el debate de investidura del próximo Presidente del gobierno español, uno de
ellos manifiesta que hará respetar la laicidad del Estado. A algunos nos duele
que alguien tenga que comprometerse a hacer el bien (¡!), siendo habitualmente
palabras que se lleva el viento. Quizá cabe “consolarse” por la buena voluntad
manifestada en esta ocasión político-electoralista pero, ni unos ni otros, lo
han hecho en el pasado, otros incluso durante siglos.
La
sana laicidad por parte del Estado exige giros copernicanos en la conducta de
los gobernantes desechando la hipocresía, la mentira, la envidia, el orgullo y
la soberbia con todos sus disfraces, de lo cual no está exento nadie.
La
sana laicidad exige revisar los actuales Acuerdos Iglesia – Estado. ¿Por qué no
se pueden revisar las cosas? Algunos intentan en las Cuaresmas buscar la
conversión en algo de su vida, y formular el propósito de la enmienda, pero
esto no es algo ajeno a la realidad diaria personal y colectiva salvo que
interiormente se sea un hipócrita farisaico.
La
sana laicidad no se traiciona –sino todo lo contrario- subvencionando edificios
o actividades de cualquier comunidad religiosa; se traiciona si sólo se hace
así con una y única.
La
sana laicidad no se traiciona –sino todo lo contrario- por revisar el modo y
manera de las capellanías de los hospitales o las cárceles o las clases de
religión (¿de cuál?) en los centros educativos de propiedad pública tal como se
“ha hecho siempre” en un Estado confesional o timorato para ponerse al día. En
el fondo, como siempre, lo único que mueve a tomar posición y anclarse en
tozudez de una mula, no es más que lo económico. ¿Por qué tiene que pagar el
erario público los sueldos de las personas católicas dedicadas a la atención de
enfermos, presos o a la educación de niños y niñas, cuando no se tolera que se
haga lo mismo con otras religiones, sean o no cristianas. ¿Por qué el erario
público tiene que costear el mantenimiento de templos, ermitas y demás
edificios religiosos y se pone el grito en el cielo si subvencionan una bombilla
para una mezquita o para una sinagoga o una pagoda?
La
sana laicidad del Estado evidentemente que exige cambiar conductas como las que
se dan con la presencia institucional de los jerarcas (y a veces incluso
protagonistas) en actos políticos o sociales así como dejar de asistir
institucionalmente los gobernantes a actos religiosos. El que quiera asistir
será por su condición personal de creyente y asistirá como todos y con todos
los demás miembros de su comunidad; no en lugares reservados para autoridades
civiles. ¡Cuán lejos del reino están algunos! ¡Cuánto se entristece al
Espíritu!
La Iglesia no debe actuar en política
La
sana laicidad se traiciona cuando los obispos se meten donde no les llaman, en
donde no deben, aunque sea “lo que se ha hecho siempre” en el Occidente
cristiano.
El
12 septiembre 2008 el Papa Ratzinger respaldó en París la "laicidad
positiva" propuesta en esa ocasión por Sarkozy, el entonces Presidente de
la República francesa. Tiene gracia que haya sido un laico no católico quien
públicamente diga las cosas claras. Ya san Juan Pablo II intentó ayudar a los
creyentes a dar gracias a la historia por las cosas (buenas) recibidas.
Con
anterioridad a ese viaje pastoral de Benedicto XVI (9-XII-2006), en su discurso
al 56 Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos, recordaba
que “a la Iglesia no compete indicar cuál ordenamiento político y social se
debe preferir, sino que es el pueblo quien debe decidir libremente los modos
mejores y más adecuados de organizar la vida política. Toda intervención
directa de la Iglesia en este campo sería una injerencia indebida”. Se
supone que al decir Iglesia, se refiere (según la mala tradición de hace
siglos) a los jerarcas (obispos y papas) pero no se puede negar la tarea (obligación,
misión bautismal) de los laicos de sacar este mundo adelante, codo con codo con
los demás ciudadanos, sean de la ideología o religión que en conciencia crean.
En
su primera encíclica "Dios es amor", Benedicto XVI (hoy papa emérito)
recordaba así mismo que “es propio de la estructura fundamental del
cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf.
Mt 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano
II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales”.
“La Iglesia no puede ni debe
emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más
justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado (…) La sociedad justa no puede
ser obra de la Iglesia, sino de la política” (DCE, 28).
Para los católicos no debe haber un partido único y se debe tener
muy clarito que hay mil maneras posibles de solucionar los problemas y planear
el progreso. Es fundamental defender la libertad de cada ser humano para
empeñarse en sacar adelante este mundo como cada uno crea en conciencia.
No son pocos los que no hacen
caso al criterio del CIC donde se lee que está prohibido a los clérigos (tanto
sacerdotes como obispos o papas, creo yo) actuar en política, que es tarea
específica de los laicos. Y cuando éstos actúan en los asuntos temporales no
son la “longa manus” de la jerarquía que ha de huir de la tentación de usar a
los laicos como marionetas ya que, por fin, gracias a Dios, no se les deja
actuar directamente en los parlamentos.
En una sociedad con sana laicidad, idea vieja pero que se vuelve a
oír estos días como si fuera algo insólito y atrevido, los jerarcas eclesiales
pueden tranquilamente ejercer “el derecho de pronunciarse sobre los problemas
morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos” pero hablar de la unidad de un país o Estado (o como se
le quiera llamar), es un abuso, una traición al Evangelio. Esa unidad es una
idea política y no puede presentarse como si fuera una exigencia moral o un dogma de fe. Así cometen una injerencia indebida (por decirlo diplomáticamente) cuando peroran
los que deberían tener los dos brazos abiertos (como Cristo en la cruz) y sin
embargo chillan a los "separatistas" o autonómicos: ¡al infierno!
El giro dado por el Concilio Vaticano II respecto a la conducta de
los siglos anteriores es copernicano pues por fin la doctrina oficial es que “la
fe -escribía Benedicto XVI- (…) no pretende otorgar a la Iglesia un
poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus
propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a
la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo,
aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica” (DCE,
28).
Lo que pasa es que da la impresión que se escriben demasiadas
cosas, a veces con una reiteración que aburre, y se viven poquísimas. ¿No es
suficiente lo que nos dicen los evangelios? ¿Es que el Espíritu Santo perdió el
tiempo inspirando a aquellos escritores para que escribieran cosas que no
sirven para nada?
El papa Francisco, en su Exhortación Apostólica “La alegría del
Evangelio”, insiste en lo mismo que los anteriores obispos de Roma, ya que está
aún muy lejos el que todos quieran hacer caso, y dice: "En su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a
reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio,
algunas muy arraigadas a lo largo de la historia (…) No tengamos miedo de
revisarlas (EG 43).
Con
anterioridad, ya se había manifestado en esta línea, como por ejemplo, en Río
ante dirigentes brasileños (julio 2013) recordando que la laicidad del Estado
es la única garantía de la libertad religiosa. Lo mismo hizo en México, en su
reciente viaje pastoral en 2016 ya que es consciente de las aberrantes
actitudes laicistas de sus actuales gobernantes. La laicidad sana del Estado además favorece la convivencia
pacífica entre todas las religiones y ateísmos de un pueblo pues sabe gobernar
sin privilegiar ninguna posición confesional y respeta el valor antropológico
del factor religioso en todo hombre, varón o mujer.
San Julián de Toledo |
Uno de los mil
ejemplos que podrían ponerse sobre el clericalismo nefasto y el continuo
atentado a la sana laicidad es san Julián,
cuya memoria se hace cada 6 de marzo. Siendo obispo de Toledo (+690 con 70 años) se le concedió el privilegio
de consagrar a todos los obispos de toda la península y de la Narbonensis
nombrados por el rey. También con los concilios toledanos depuso a Wamba y se
nombró rey visigodo a Ervicio y se decretó la persecución de los judíos
mandándose confiscar sus bienes y que se guardasen las actas de su abjuración.
Jo no estic al seu nivell...pero sempre en dona gust llegir les seues reflexions....
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