miércoles, 2 de marzo de 2016

LAICIDAD DEL ESTADO





La laicidad no es el laicismo


El Estado debe velar por la libertad religiosa de los hombres
La Iglesia no debe actuar en política
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El Estado debe velar por la libertad religiosa de los hombres

En el debate de investidura del próximo Presidente del gobierno español, uno de ellos manifiesta que hará respetar la laicidad del Estado. A algunos nos duele que alguien tenga que comprometerse a hacer el bien (¡!), siendo habitualmente palabras que se lleva el viento. Quizá cabe “consolarse” por la buena voluntad manifestada en esta ocasión político-electoralista pero, ni unos ni otros, lo han hecho en el pasado, otros incluso durante siglos.

La sana laicidad por parte del Estado exige giros copernicanos en la conducta de los gobernantes desechando la hipocresía, la mentira, la envidia, el orgullo y la soberbia con todos sus disfraces, de lo cual no está exento nadie.

La sana laicidad exige revisar los actuales Acuerdos Iglesia – Estado. ¿Por qué no se pueden revisar las cosas? Algunos intentan en las Cuaresmas buscar la conversión en algo de su vida, y formular el propósito de la enmienda, pero esto no es algo ajeno a la realidad diaria personal y colectiva salvo que interiormente se sea un hipócrita farisaico.

La sana laicidad no se traiciona –sino todo lo contrario- subvencionando edificios o actividades de cualquier comunidad religiosa; se traiciona si sólo se hace así con una y única.

La sana laicidad no se traiciona –sino todo lo contrario- por revisar el modo y manera de las capellanías de los hospitales o las cárceles o las clases de religión (¿de cuál?) en los centros educativos de propiedad pública tal como se “ha hecho siempre” en un Estado confesional o timorato para ponerse al día. En el fondo, como siempre, lo único que mueve a tomar posición y anclarse en tozudez de una mula, no es más que lo económico. ¿Por qué tiene que pagar el erario público los sueldos de las personas católicas dedicadas a la atención de enfermos, presos o a la educación de niños y niñas, cuando no se tolera que se haga lo mismo con otras religiones, sean o no cristianas. ¿Por qué el erario público tiene que costear el mantenimiento de templos, ermitas y demás edificios religiosos y se pone el grito en el cielo si subvencionan una bombilla para una mezquita o para una sinagoga o una pagoda?

La sana laicidad del Estado evidentemente que exige cambiar conductas como las que se dan con la presencia institucional de los jerarcas (y a veces incluso protagonistas) en actos políticos o sociales así como dejar de asistir institucionalmente los gobernantes a actos religiosos. El que quiera asistir será por su condición personal de creyente y asistirá como todos y con todos los demás miembros de su comunidad; no en lugares reservados para autoridades civiles. ¡Cuán lejos del reino están algunos! ¡Cuánto se entristece al Espíritu!

La Iglesia no debe actuar en política

La sana laicidad se traiciona cuando los obispos se meten donde no les llaman, en donde no deben, aunque sea “lo que se ha hecho siempre” en el Occidente cristiano.

El 12 septiembre 2008 el Papa Ratzinger respaldó en París la "laicidad positiva" propuesta en esa ocasión por Sarkozy, el entonces Presidente de la República francesa. Tiene gracia que haya sido un laico no católico quien públicamente diga las cosas claras. Ya san Juan Pablo II intentó ayudar a los creyentes a dar gracias a la historia por las cosas (buenas) recibidas.

Con anterioridad a ese viaje pastoral de Benedicto XVI (9-XII-2006), en su discurso al 56 Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos, recordaba que “a la Iglesia no compete indicar cuál ordenamiento político y social se debe preferir, sino que es el pueblo quien debe decidir libremente los modos mejores y más adecuados de organizar la vida política. Toda intervención directa de la Iglesia en este campo sería una injerencia indebida”. Se supone que al decir Iglesia, se refiere (según la mala tradición de hace siglos) a los jerarcas (obispos y papas) pero no se puede negar la tarea (obligación, misión bautismal) de los laicos de sacar este mundo adelante, codo con codo con los demás ciudadanos, sean de la ideología o religión que en conciencia crean.

En su primera encíclica "Dios es amor", Benedicto XVI (hoy papa emérito) recordaba así mismo que “es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales”.
La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado  (…) La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política” (DCE, 28).

Para los católicos no debe haber un partido único y se debe tener muy clarito que hay mil maneras posibles de solucionar los problemas y planear el progreso. Es fundamental defender la libertad de cada ser humano para empeñarse en sacar adelante este mundo como cada uno crea en conciencia.
No son pocos los que no hacen caso al criterio del CIC donde se lee que está prohibido a los clérigos (tanto sacerdotes como obispos o papas, creo yo) actuar en política, que es tarea específica de los laicos. Y cuando éstos actúan en los asuntos temporales no son la “longa manus” de la jerarquía que ha de huir de la tentación de usar a los laicos como marionetas ya que, por fin, gracias a Dios, no se les deja actuar directamente en los parlamentos.

En una sociedad con sana laicidad, idea vieja pero que se vuelve a oír estos días como si fuera algo insólito y atrevido, los jerarcas eclesiales pueden tranquilamente ejercer “el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos” pero hablar de la unidad de un país o Estado (o como se le quiera llamar), es un abuso, una traición al Evangelio. Esa unidad es una idea política y no puede presentarse como si fuera una exigencia moral o un dogma de fe. Así cometen una injerencia indebida (por decirlo diplomáticamente) cuando peroran los que deberían tener los dos brazos abiertos (como Cristo en la cruz) y sin embargo chillan a los "separatistas" o autonómicos: ¡al infierno!

El giro dado por el Concilio Vaticano II respecto a la conducta de los siglos anteriores es copernicano pues por fin la doctrina oficial es que “la fe -escribía Benedicto XVI- (…) no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica” (DCE, 28).

Lo que pasa es que da la impresión que se escriben demasiadas cosas, a veces con una reiteración que aburre, y se viven poquísimas. ¿No es suficiente lo que nos dicen los evangelios? ¿Es que el Espíritu Santo perdió el tiempo inspirando a aquellos escritores para que escribieran cosas que no sirven para nada?

El papa Francisco, en su Exhortación Apostólica “La alegría del Evangelio”, insiste en lo mismo que los anteriores obispos de Roma, ya que está aún muy lejos el que todos quieran hacer caso, y dice: "En su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia (…) No tengamos miedo de revisarlas (EG 43).

Con anterioridad, ya se había manifestado en esta línea, como por ejemplo, en Río ante dirigentes brasileños (julio 2013) recordando que la laicidad del Estado es la única garantía de la libertad religiosa. Lo mismo hizo en México, en su reciente viaje pastoral en 2016 ya que es consciente de las aberrantes actitudes laicistas de sus actuales gobernantes. La laicidad sana del Estado además favorece la convivencia pacífica entre todas las religiones y ateísmos de un pueblo pues sabe gobernar sin privilegiar ninguna posición confesional y respeta el valor antropológico del factor religioso en todo hombre, varón o mujer.


San Julián de Toledo
Uno de los mil ejemplos que podrían ponerse sobre el clericalismo nefasto y el continuo atentado a la sana laicidad es san Julián, cuya memoria se hace cada 6 de marzo. Siendo obispo de Toledo (+690 con 70 años) se le concedió el privilegio de consagrar a todos los obispos de toda la península y de la Narbonensis nombrados por el rey. También con los concilios toledanos depuso a Wamba y se nombró rey visigodo a Ervicio y se decretó la persecución de los judíos mandándose confiscar sus bienes y que se guardasen las actas de su abjuración.

1 comentario:

  1. Jo no estic al seu nivell...pero sempre en dona gust llegir les seues reflexions....

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