Es la hora de los
laicos (2):
de puertas hacia afuera
"De puertas a dentro" ya escribí un post en 2009: la hora de los laicos (1) que el papa Francisco pone de rabiosa actualidad por su Exhortación Apostólica “La alegría del Evangelio”, donde dice:
"En su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de revisarlas.
Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida" (n. 43).
Ahora me entretengo de puertas para afuera" de la Iglesia, o sea lo que se llama Iglesia y mundo y el papel divino de los jerarcas y de los fieles. No es que ellos sean infieles. es un problema a arreglar esta terminología inexacta.
En el cristianismo, como en tantas otras religiones, el problema al que se enfrenta en cada generación consiste en querer construir este mundo desde lo eclesiástico. Teocracia y/o clericalismo puro y duro. Una sociedad cristiana no es la Iglesia peregrina ni un trasunto de la Jerusalén celestial. Hay -como dice Illanes- una depreciación de las actividades seculares por influjo en esas personas de ideas apocalípticas mal digeridas y de una teología de los consejos evangélicos de cuño exclusivamente monástico.
La
autoridad eclesiástica no puede pretender asumir o gobernar los asuntos
temporales para sacar este mundo adelante. Y eso no por insuficiencia de su
luz, sino precisamente por respeto a ellos y a la finalidad hacia la que están
ordenados. El fin de la Iglesia no es asentarse en el tiempo estableciendo un
orden perfecto sobre la tierra, sino anunciar y traer a la tierra una vida que
va más allá de las posibilidades temporales.
A
los clericales se oponen siempre lógicamente los laicistas que, por el
contrario, quieren construir este mundo sin reconocer los derechos religiosos
de los seres humanos y también, claro está, los de la Iglesia. Como enseña la
historia, desde el emperador Teodosio y el papa Dámaso se llega a esclavizarla
para su servicio y a utilizarla como instrumento para lograr sus intereses
mundanos. Lo que hoy lo pretende el clericalismo y su reacción, el laicismo,
ayer lo hizo el Imperio Romano, que repetía lo que siglos antes hicieron los
imperios egipcio, persa, inca, maya... siempre mezclado y confundido lo de
César y lo de Dios.
La
Iglesia católica ha cambiado (o tiene que cambiar) mucho para vivir con
fidelidad su tarea evangelizadora, desde que el Concilio Vaticano II proclamó
el derecho de la libertad religiosa. A partir de ahí se tienen que ir
regularizando la convivencia entre la Iglesia y los estados o naciones de
antiguo status cristiano para
construir estructuras administrativas y de gobierno de carácter “laico”, no en
el sentido que tenía en el siglo XIX aunque sigue habiendo laicistas sedicentes
atrapados por estereotipos fosilizados que siguen atrincherados en la frontera
de lo que ellos mismos llaman “confesionalidad encubierta”. No faltan voces
católicas reacias a la buena secularización del mundo y del poder político y
reclaman lo que va contra natura:
que sigan siendo estados confesionales.
La
falta de confesionalidad no es en absoluto renuncia a la ética ni es entronizar
el relativismo moral. Laicidad del Estado y Estado laicista son dos conceptos
opuestos aunque todavía en muchos países de la vieja Europa se siguen
confundiendo. La laicidad del Estado debe reconocer y respetar la pluralidad de
las diversas comunidades religiosas que haya en su seno, debe reconocer su
función social y las ha de integrar en la propia comunidad política.
La
actual Constitución española (la octava) dio un cambio radical al enunciado de
la primera, la del siglo XIX (conocida como “la pepa”) que decía que “el
Estado español no tiene religión oficial” (art 3), redactando ahora acertadamente
que “ninguna religión tendrá carácter estatal” (art 16,3). Pero ni todos
los jerarcas ni todos los políticos están para vivir la Ley.
El
Estado y la Iglesia pueden vivir en diálogo, preguntarse qué servicios pueden
pedirse uno al otro sin perder su propia autonomía y respondiendo con su propia
identidad. El Estado no tiene que legislar (como en los países musulmanes) en
razón de una religión concreta y ninguna confesión o tradición religiosa puede
reclamar que tiene derecho a imponer sus criterios morales.
La
respuesta de Jesús, “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es
de Dios” (Mt 22,15-22 y par) dejó perplejos a quienes le escuchaban y
sobre todo a quienes, con malicia, le habían preguntado. Es una respuesta
profunda y positiva –por primera y por última vez en la historia de la
humanidad- que deshace la antinomia entre el poder divino y el poder humano, la
misión de la Iglesia y las competencias temporales del Estado para con la
sociedad civil. Jesús ha establecido para siempre dos esferas de competencia
que hasta él no estaban bien definidas. En este momento se concluye la repulsa
de Cristo a la clerocracia y a la laicocracia, al “clericalismo” y al “laicismo”.
Pero no todos están por la labor.
“Ha
pasado ya –dejó escrito Juan Pablo
II-, incluso en países de antigua
evangelización, la situación de una «sociedad cristiana»" (Nuevo Millenio
Ineunte, 40), entendida a la usanza medieval que no era pluralista y expulsaba
o eliminaba (descartaba) a quienes tenían otra religión y otra cultura.
El
reto de la “nueva evangelización” -como la llamaba habitualmente Juan Pablo II
que repetía la idea del CELAM- no es hacer de nuevo lo mismo de antes y
restaurar en la vieja Europa la Cristiandad de san Enrique (+1024), san
Bernardo (+1153) y los templarios, o de Carlos V (+1558). La tarea
evangelizadora debe buscar conseguir una sociedad cristianizada o sea que lo
sean algunos (¿muchos o pocos?) de sus ciudadanos, pero no que lo sea el status oficial por decreto ley.
Esa
“nueva evangelización” también supone desechar el querer implantar esa Cristiandad
(medieval europea) en los demás continentes. Vieja tentación siempre al acecho.
El fin no justifica los medios. El fin, la evangelización, es el mandato de
Cristo que es permanente y no puede cambiarse, pero los modos sí han de ser
nuevos siempre que tal novedad suponga evitar posibles o reales errores
prácticos.
Ya
desde el primer siglo, los cristianos tuvieron que estar examinando los modos
de hacer y el primer concilio, el de Jerusalén, tuvo esa finalidad: no hacer
mal la evangelización que se pensaba entonces que debía incluir la circuncisión
de los no judíos.
Recristianizar
el arte no es lograr que los artistas dejen el abstracto o el cubismo y vuelvan
a pintar sólo vírgenes y santos para las iglesias. Cristianizar los medios de
opinión pública no es que la Jerarquía monte un canal propio de televisión o radio
o un periódico que puedan llamarse “católicos” porque emiten misas, rosarios y
charlas de algún cura.
Una sociedad moderna, pluralista, fraterna y solidaria ha de saber resolver la legislación civil del divorcio, del aborto y demás asuntos éticos por el influjo de los cristianos -que han de ser levadura viviendo sus responsabilidades civiles y bautismales- que aportan argumentos racionales, científicos, filosóficos, y no por imperativo de una religión ni por el poder de una derecha política (identificada como lo católico) que tenga mayoría absoluta e imponga por ley castigar a los actores sin más explicaciones.
En
una sociedad cristianizada no se puede pedir a los políticos (ya que por fin no
hay eclesiásticos en las Cámaras legislativas) que prediquen desde el
“hemiciclo” la maldad moral de los extravíos éticos justificando una legislación
con tintes fundamentalistas.
La buena secularización ha de legislar que en todas las escuelas haya una asignatura que enseñe a tod@s el hecho religioso, el conocimiento de la historia de las religiones y su influjo cultural en cualquier civilización. Luego mejor que cada creyente acuda a su parroquia, su sinagoga o su mezquita para formarse en el conocimiento específico de su religión y que florezcan las iniciativas privadas de catequesis. Ignorar la interdisciplinariedad de los saberes científicos y humanísticos y poner la Religión como alternativa del parchis es una ofensa grave a la dignidad del hombre, porque es un “animal religioso”, sea de la raza que sea, sea del continente que sea, sea de la cultura que sea.
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