La
paz os dejo; mi paz os doy
Para estrenar
cada 1 de enero un año nuevo, los creyentes y practicantes celebran la Jornada
mundial de la paz que “inventó” Pablo VI en 1968 para concretar alguna
indicación del Concilio Vaticano II que el Espíritu Santo promovió para
actualizar la Iglesia de cara al tercer milenio y reformarla para ser más fiel
al Evangelio.
Es muy
largo el elenco de citas del Evangelio que pueden recopilarse para ver lo importantísimo,
esencial, fundamental, que es la paz entre los hombres pues es lo que Dios
quiere… pero… como Le dijo un día a Teresa de Jesús: “Teresa, yo quise, pero los hombres no han querido”. Hoy con muchas
probabilidades nos lo podría decir a cada uno.
Ya Zacarías, el padre del bautista, al recuperar el
habla, abrió su corazón para expresar lo que había meditado en esos nueve meses
de mudez y profetizó al Mesías y su misión: Por las entrañas de misericordia
de nuestro Dios, nos visitará el Sol naciente desde lo alto, para (…) guiar
nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1:78-79).
Eso
se oyó decir en Ain-Karim, cerca de Jerusalén, como también en Belén al nacer
Jesús donde, a los pastores que cuidaban sus rebaños al raso -dice Lucas-, de
pronto se les apareció, junto al ángel que les revelaba el evento, una
muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a
Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc
2, 13-14).
Jesús mismo se refirió a
la paz casi continuamente pero llama la atención oírselo en el cenáculo, al ir
concluyendo su obra redentora en esta tierra, en aquella intimidad divina y
humana de la última cena: La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy
como la da el mundo (Jn 14, 27).
También
sobrecoge oírselo decir una semana antes, cuando se acercaba a Jerusalén
caminando desde Betania. Al ver la ciudad desde la bajada de Getsemaní por el
torrente de cedrón, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si conocieras también tú
en este día lo que te lleva a la paz!; sin embargo, ahora está oculto a tus
ojos (Lc 19, 41-42).
La paz la lleva Jesús en
su ser, en su corazón. Él es la paz y al habernos creado a su imagen y
semejanza, quiere que tengamos paz, que seamos pacíficos, que seamos
sembradores de paz por estos mundos de Dios.
Recordamos al papa san Juan XXIII, el papa bueno, quien
impulsó también decidida y descaradamente la paz en el mundo entero, en todos
los corazones. En su encíclica Pacem in
terris (abril 1963) nos decía: «La paz en la tierra, suprema aspiración de
toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede
establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido
por Dios» (PIT, 1).
«Resulta
(…) sorprendente (…) el desorden que reina entre los individuos y entre los
pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran
regirse más que por la fuerza» (PIT, 4).
«La
razón que suele darse para justificar tales preparativos militares es que hoy
día la paz, así dicen, no puede garantizarse si no se apoya en una paridad de
armamentos» (PIT, 110).
«Pidamos,
pues, con instantes súplicas al divino Redentor esta paz que Él mismo nos trajo
(…) que bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y
florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz» (PIT, 171).
Lo mismo
(no podía ser de otra manera) repetía el papa Wojtyla, san Juan Pablo II. Ya
desde el inicio de su largo pontificado, en el primer 1 de enero de aquel 1979:
«¿Será
pues la paz un ideal fuera de nuestro alcance? El espectáculo cotidiano de las
guerras, de las tensiones, de las divisiones siembra la duda y el desaliento.
Focos de discordia y de odio parecen incluso atizados artificialmente por
algunos que no pagan las consecuencias. Y con demasiada frecuencia los gestos
de paz son irrisoriamente (…) utilizados por la lógica dominante de la
explotación y de la violencia (…) Aprendamos primero a repasar la historia de
los pueblos y de la humanidad según esquemas más verdaderos que los de la
concatenación de las guerras y de las revoluciones. Ciertamente, el ruido de las
batallas domina la historia».
«(…)
No pretendemos hallar en la lectura del Evangelio fórmulas ya hechas para
llevar a cabo hoy tal o cual progreso en la paz. Pero todos hallamos, casi en
cada página del Evangelio y de la historia de la Iglesia, un espíritu,
el del amor fraterno, que educa poderosamente a la paz (…) Cristo Salvador
asocia a su destino a todos aquellos que trabajan con amor por la paz».
Y en su
último 1 de enero de aquel 2005, tras 26 años de pontificado, no rebajaba las expectativas: «La
paz es un bien que se promueve con el bien: es un bien para las personas, las familias, las
Naciones de la tierra y para toda la humanidad (…) Con la certeza de que el mal
no prevalecerá, el cristiano cultiva una esperanza indómita que lo ayuda
a promover la justicia y la paz (…) la esperanza da siempre nuevo impulso al
compromiso por la justicia y la paz, junto con una firme confianza en la
posibilidad de construir un mundo mejor».
Lo mismo viene recordando el papa
Francisco y para esta Jornada mundial del 1 enero 2016, celebrando el Jubileo
de la Misericordia, pide, por una parte, que todo cristiano sea capaz de
anunciar y testimoniar la misericordia sin caer en la indiferencia que humilla,
en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el
cinismo que destruye.
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