miércoles, 30 de diciembre de 2015

OTRA JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ



La paz os dejo; mi paz os doy


Para estrenar cada 1 de enero un año nuevo, los creyentes y practicantes celebran la Jornada mundial de la paz que “inventó” Pablo VI en 1968 para concretar alguna indicación del Concilio Vaticano II que el Espíritu Santo promovió para actualizar la Iglesia de cara al tercer milenio y reformarla para ser más fiel al Evangelio.

Es muy largo el elenco de citas del Evangelio que pueden recopilarse para ver lo importantísimo, esencial, fundamental, que es la paz entre los hombres pues es lo que Dios quiere… pero… como Le dijo un día a Teresa de Jesús: “Teresa, yo quise, pero los hombres no han querido”. Hoy con muchas probabilidades nos lo podría decir a cada uno.

Ya Zacarías, el padre del bautista, al recuperar el habla, abrió su corazón para expresar lo que había meditado en esos nueve meses de mudez y profetizó al Mesías y su misión: Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol naciente desde lo alto, para (…) guiar nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1:78-79).

Eso se oyó decir en Ain-Karim, cerca de Jerusalén, como también en Belén al nacer Jesús donde, a los pastores que cuidaban sus rebaños al raso -dice Lucas-, de pronto se les apareció, junto al ángel que les revelaba el evento, una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 13-14).

Jesús mismo se refirió a la paz casi continuamente pero llama la atención oírselo en el cenáculo, al ir concluyendo su obra redentora en esta tierra, en aquella intimidad divina y humana de la última cena: La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo (Jn 14, 27).

También sobrecoge oírselo decir una semana antes, cuando se acercaba a Jerusalén caminando desde Betania. Al ver la ciudad desde la bajada de Getsemaní por el torrente de cedrón, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz!; sin embargo, ahora está oculto a tus ojos (Lc 19, 41-42).

La paz la lleva Jesús en su ser, en su corazón. Él es la paz y al habernos creado a su imagen y semejanza, quiere que tengamos paz, que seamos pacíficos, que seamos sembradores de paz por estos mundos de Dios.

Recordamos al papa san Juan XXIII, el papa bueno, quien impulsó también decidida y descaradamente la paz en el mundo entero, en todos los corazones. En su encíclica Pacem in terris (abril 1963) nos decía: «La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios» (PIT, 1).
        «Resulta (…) sorprendente (…) el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran regirse más que por la fuerza» (PIT, 4).
        «La razón que suele darse para justificar tales preparativos militares es que hoy día la paz, así dicen, no puede garantizarse si no se apoya en una paridad de armamentos» (PIT, 110).
        «Pidamos, pues, con instantes súplicas al divino Redentor esta paz que Él mismo nos trajo (…) que bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz» (PIT, 171).

Lo mismo (no podía ser de otra manera) repetía el papa Wojtyla, san Juan Pablo II. Ya desde el inicio de su largo pontificado, en el primer 1 de enero de aquel 1979:
        «¿Será pues la paz un ideal fuera de nuestro alcance? El espectáculo cotidiano de las guerras, de las tensiones, de las divisiones siembra la duda y el desaliento. Focos de discordia y de odio parecen incluso atizados artificialmente por algunos que no pagan las consecuencias. Y con demasiada frecuencia los gestos de paz son irrisoriamente (…) utilizados por la lógica dominante de la explotación y de la violencia (…) Aprendamos primero a repasar la historia de los pueblos y de la humanidad según esquemas más verdaderos que los de la concatenación de las guerras y de las revoluciones. Ciertamente, el ruido de las batallas domina la historia».
        «(…) No pretendemos hallar en la lectura del Evangelio fórmulas ya hechas para llevar a cabo hoy tal o cual progreso en la paz. Pero todos hallamos, casi en cada página del Evangelio y de la historia de la Iglesia, un espíritu, el del amor fraterno, que educa poderosamente a la paz (…) Cristo Salvador asocia a su destino a todos aquellos que trabajan con amor por la paz».

Y en su último 1 de enero de aquel 2005, tras 26 años de pontificado, no rebajaba las expectativas: «La paz es un bien que se promueve con el bien: es un bien para las personas, las familias, las Naciones de la tierra y para toda la humanidad (…) Con la certeza de que el mal no prevalecerá, el cristiano cultiva una esperanza indómita que lo ayuda a promover la justicia y la paz (…) la esperanza da siempre nuevo impulso al compromiso por la justicia y la paz, junto con una firme confianza en la posibilidad de construir un mundo mejor».

Lo mismo viene recordando el papa Francisco y para esta Jornada mundial del 1 enero 2016, celebrando el Jubileo de la Misericordia, pide, por una parte, que todo cristiano sea capaz de anunciar y testimoniar la misericordia sin caer en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye.

Por otra, cuenta con que los hombres y las mujeres de buena voluntad creen en la capacidad de actuar conjuntamente en solidaridad, para sembrar paz y alegría, preocupándose por los más frágiles y la protección del bien común.

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