El 1 de noviembre de cada año la
Iglesia católica celebra la solemnidad de Todos los santos mientras que los
ortodoxos lo celebran el domingo siguiente a Pentecostés. Es el día en que se conmemora
a tod@s aquell@s –una multitud incontable dice el Apocalipsis-, hombres y
mujeres conocidos y desconocidos que han alcanzado la meta en la vida eterna.
Agripa (27 aC) había construido en Roma
el Panteón dedicado a Augusto y a todas las deidades romanas: que ninguna se quedase
sin ser honrada. Bonifacio IV, en 610, dedicó ese Panteón “a Santa María Virgen
y a todos los mártires” y en el siglo IX Gregorio IV estableció dedicar la fiesta a
todos los santos para que nadie se quedara con la veneración debida.
En el Prefacio de
la Misa de este día se reza: celebramos
la gloria de tu ciudad santa; hacia ella nos encaminamos alegres, guiados por
la fe.
La fe nos dice
que no solo participaremos, sino que seremos
semejantes a Él cuando le veamos tal
cual es, como oímos en la 2ª lectura del día. Ahora somos peregrinos, andamos por la gran tribulación
nos recuerda la 1ª lectura.
En la encíclica
Porta fidei nos dice el papa
Francisco que por la fe, hombres y
mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo
largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús (…) en la familia, la
profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se
les confiaban.
Todo ello porque el Concilio Vaticano
II ha actualizado la llamada universal a la santidad. Es una verdad evangélica –una
más- que había sido cercenada a lo largo de los siglos pasados llegando a un
reduccionismo preocupante. Los que hemos ido a la escuela antes del Concilio
recibimos la formación recortada de que eso de ser santos era algo para unos
pocos, selectos, tíos raros que hacían cosas raras o no normales y que
enganchaban poco. Pero en el evangelio se lee que Jesús dijo claramente a todos
que teníamos que ser santos: sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto. Desde el siglo III o IV, más o menos, eso era únicamente para los que
abandonaban el mundo y se retiraban al desierto.
Nos habíamos olvidado de que Dios
quiere que todos los hombres se salven o sea que el cielo es para todos los
hombres de buena voluntad y puede alcanzarse en la vida ordinaria como enseña
el evangelio con la vida de Cristo, de la Virgen María, de san José, etc.
Pero se trata de entender que Cristo
enseña que la salvación es para todos y se logra “fácilmente” con el
cumplimiento de las bienaventuranzas. Si no fuera “fácil”, sería mentira que
quiere que todos los hombres se salven. Algunos (no pocos) creen que sólo se
salvan unos pocos. Hay un conocido chiste de unas beatas de una parroquia que,
allá por las años sesenta del siglo pasado, al empezarse a aplicar las reformas
conciliares, se asustaban, murmuraban por los cambios, y se consolaban diciendo
que “al final, nos salvaremos los de siempre”.
La nueva evangelización propuesta
consiste en enseñar (primero con el ejemplo) las bienaventuranzas. Hay crisis porque no
hay pobres de espíritu; hay terror al sufrimiento; no son dichosos los que
lloran. Falta hambre y sed de justicia, limpieza de corazón, y dicha con la
persecución.
La
Iglesia, en este aspecto, ha recuperado la totalidad del mensaje evangélico y
se esfuerza hoy para que llegue a todos los hombres. Todos santos, no solo unos pocos y
menos únicamente aquellos que son canonizados.
Todos
podemos llegar a ser santos aunque nadie nace así salvo alguna excepción que se
cuenta con los dedos de una mano y sobran tres. Me refiero a Jesucristo y a su
madre la Virgen María que fueron concebidos sin pecado original. A pesar de esa
aparente facilidad, no se puede dudar que a ambos les costó lo que a todo
hombre o mujer para no perder esa inmaculez embrionaria pues podían haber
fallado como Adán y Eva. Lamentable la catequesis recibida en el siglo XX por la que se transmitían las leyendas medievales y las vidas de los santos estaban llenas de fábulas. ¡Hay santos que no mamaban los viernes por penitencia!
Todos
podemos llegar a ser santos, también los casados. ¡Vaya lamentable tijeretazo también en el ámbito católico sobre el amor humano!
Juan
Damasceno (+749), insigne teólogo bizantino, conocido como el Aquinate de
Oriente, elogiaba las virtudes del matrimonio y los beneficios de la sexualidad
marital que puede sorprender por su claridad: “Que cada hombre disfrute de su
mujer… no tendrá que ruborizarse sino que podrá llevarla al lecho día y noche.
Que hagan el amor, manteniéndose el uno al otro como hombre y mujer y
exclamando: «No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo» (1Cor 7,5).
¿Os abstenéis de tener relaciones sexuales? ¿No deseáis dormir con vuestro
marido? Entonces aquel a quien negáis vuestra plenitud saldrá y hará el mal y
su perversión se deberá a vuestra abstinencia” (De sacris parallelis, en PG,
vol 96, pg 258).
Algunos (no pocos) intelectuales no compartían su opinión y empezaron con las tijeras a recortar. Así san Isidoro de Sevilla, san Agustín o san Jerónimo, quienes opinaban que la sexualidad conyugal era intrínsecamente mala y debía limitarse al mínimo necesario para la procreación. El papa san Gregorio Magno llevó las cosas más allá y aconsejó evitar toda relación conyugal y a los novios que no consumaran.
La enseñanza catequética y
religiosa recibida antes del Concilio consistía en la deformación morrocotuda
que recibían los hijos e hijas de la Iglesia en este aspecto. Lo sexual era tenido
por una marranada, lo cual suena a blasfemia pues es decir que el Creador es un
marrano. El único ideal de buen cristiano (santo) era el estado religioso de los monjes, frailes y monjas. Lo máximo que se proponía era imitarles si uno no se animaba a irse a un convento.
¿Cómo
iban a funcionar bien los matrimonios cristianos apoyados en tal error? Ahora estamos en una etapa de la historia que sigue teniendo las
mismas dificultades de siempre pero se ha avanzado en la sinceridad y en que
nada debe quedar oculto. Facilitará bastante que desaparezca la hipocresía insoportable.
Una experiencia del mal
comportamiento matrimonial puede tenerse leyendo algunas lápidas de cualquier
cementerio. Yo he leído, por ejemplo:
* Aquí yaces y haces bien. Tú descansas y yo
también.
* Aquí está mi mujer, tan fría como siempre.
* Señor, recíbela con la misma alegría con
que te la envío.
La
llamada universal a la santidad –para todos- fue recordada por el Vaticano II
que explica muy clarito en qué consiste la verdadera santidad a la que estamos
llamados todos:
«A los laicos pertenece por propia vocación buscar el
reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven
en el siglo, es decir, en todas y a cada una de las actividades y profesiones,
así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que
su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su
propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que
la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este
modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de
su vida, fe, esperanza y caridad.
(…) Todos están llamados a la santidad (…) Los
laicos (…) están llamados, a fuer de miembros vivos, a procurar el
crecimiento de la Iglesia y su perenne santificación con todas sus fuerzas».
Cristo,
el único modelo, y universal, para todos los hombres de todas las razas, de
todas las lenguas, de todas las religiones, nos enseña a lograrlo en el
cumplimiento de los deberes ordinarios de cada día. Lo mismo nos enseña su
madre y madre nuestra, María de Nazaret. No se trata de creer que quienes no
son monjas o frailes, no tienen tiempo para santificarse porque tienen mucho
trabajo. Hoy día los jubilados, que soñaban darse la gran vida, tienen el tiempo
más ocupado que nunca con su tarea de abuelos. Y es precisamente ahí, ahora, donde está el dedo de Dios.
Poner
los medios para ser santos, o sea poder llegar al cielo, está al alcance de
cualquiera. No se logra con inventos raros, al margen de la vida misma. El Creador
puso al hombre sobre esta tierra para ganarse el cielo y aborrecer las cosas de
este mundo es un error monumental. Jesús de Nazaret, el Redentor universal, se
pasó su vida terrena trabajando en el taller de Nazaret y cumpliendo también sus
deberes familiares y sociales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario