miércoles, 23 de octubre de 2013

CIENCIA Y FE SIN CONFLICTOS

El Big Bang y la Creación
Ciencia y fe se complementan
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El Big Bang y la Creación

Una de las aventuras científicas más apasionantes del siglo XX ha sido el estudio del Universo: el logro del conocimiento de su origen, su forma y su desarrollo. Produce asombro esta auténtica odisea para el ser humano: que desde su rincón en el Cosmos haya podido hacerse una idea global de su historia remontándose a su nacimiento. 

Es difícil encontrar a alguien que no haya oído hablar de la teoría del Big Bang. Pero ¿qué fiabilidad tiene? Y si es contrastable experimentalmente ¿llegamos por eso al dedo de Dios en su creación? ¿Es esta visión una confirmación para el creyente de lo que enseña su fe? A estas preguntas responde Eduardo Peláez López (Ondas gravitatorias. Teoría de L. Bel (CNRS, Paris), Facultad de Ciencias, Departamento de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid, 1976), seguiendo de cerca, en gran parte, la exposición de Michio Kaku, catedrático de Física teórica de la City University of New York en El Universo de Einstein, Antoni Bosch, Barcelona 2010.




Dos son los grandes protagonistas a los que dedica especial atención: Einstein y Lemaître, el padre del Big Bang, pero también cita a otros muchos que han colaborado con su granito de arena: el matemático, Marcel Grosmann, el físico, Sir Arthur Eddigton, secretario de la Royal Astronomical Society de Inglaterra. Willem de Sitter, un físico danés, quien vio que era posible encontrar una solución extraña a las ecuaciones de Einstein: ¡un universo completamente vacío de materia que se expandía!
Vesto Melvin Slipher había demostrado que algunas nebulosas lejanas se alejaban de la Tierra, creando un corrimiento al rojo de su espectro.





Alexander Friedmann y el astrónomo Edwin Hubble quien obtuvo unos resultados que revolucionarían la astronomía demostrando en primer lugar la presencia de galaxias fuera de la Vía Láctea.

H. Bondi, T. Gold y F. Hoyle, que proponían que el Universo sería eterno y autosuficiente, sin principio en el tiempo.
En el otro extremo estaba el físico ucraniano G. Gamow y su equipo, R. Alpher y R. Herman que predijeron una fría radiación cósmica de fondo que debería detectarse en todo los lugares del Universo, como un “eco” de la “gran explosión”  inicial. Sería una prueba definitiva a favor del Big Bang –así la bautizó Hoyle en un programa radiofónico de la BBC- frente a la teoría del estado estacionario.


La radiación de fondo, resto fósil de la gran explosión, no era fácil de descubrir. La ocasión la dio un hallazgo fortuito por parte de dos ingenieros en 1965 Robert Wilson y Arno Penzias. Estos dos investigadores habían construido un radiómetro en los Laboratorios Bell de Crawford Hill en New Jersey que intentaron utilizar para radioastronomía y experimentos de comunicaciones por satélite. El instrumental tenía un exceso de temperatura de ruido de pocos grados Kelvin con el que ellos no contaban. Los dos científicos desconocían el trabajo de Gamow y sus colaboradores, y fue el físico de Princenton R. H. Dicke quien identificó correctamente esta radiación como la radiación de ondas de fondo de Gamow. Penzias y Wilson recibieron el Premio Nobel por su trabajo y la teoría del Big Bang recibió el espaldarazo que necesitaba. Lemaître leyó la noticia en el Astrophysical Journal del 13 de mayo de 1965. Estaba gravemente enfermo. Fallecería el 20 de junio de 1966.

La imagen del satélite COBE (acróstico de COsmic Background Explorer, Explorador de Fondo Cósmico), puesto en órbita por la NASA en 1989, es la más detallada hasta el momento de esta radiación de fondo, que es sorprendentemente suave. Cuando los físicos liderados por George Smoot de la Universidad de California en Berkeley analizaron cuidadosamente los pequeños rizos de este uniforme fondo, fueron capaces de producir una impresionante fotografía de la radiación de fondo de cuando el Universo tan sólo tenía 400.000 años de edad.

En 2003 los científicos de WMAP (Wilkinson Microwave Anisotropy Probe) obtuvieron un mapa más detallado de la radiación cósmica de fondo que reflejaba el estado del joven universo, a partir de unos 300 a 400 mil años después del Big Bang, cuando se formaron los primeros átomos. La edad del Universo se calculó con bastante precisión en 13,7 miles de millones de años.

Actualmente se piensa que el universo está compuesto de un 4% de materia ordinaria, 23% de materia oscura y de un 73% de la misteriosa energía oscura, que constituye de este modo la mayor fuente de materia/energía del Universo entero.

Analizando supernovas de galaxias lejanas, los astrónomos han podido calcular el ritmo de expansión del Universo a lo largo de miles de millones de años. Para su sorpresa, la conclusión a la que han llegado es que la expansión del Universo, en vez de estar ralentizándose como la mayoría pensaba, está de hecho acelerándose. La explicación aún no ha sido descubierta. Es como si existieran “masas negativas” que causaran repulsión gravitatoria. La constante cosmológica que Einstein introdujo inicialmente en sus ecuaciones de 1917 vuelve a aparecer.
Esta imagen de Universo acelerado parece confirmar la idea de “Universo inflacionario” propuesta por primera vez por el físico del MIT Alan Guth, que es una modificación de la teoría original del Big Bang de Friedmann y Lemaître, donde hay dos fases del proceso de expansión. Por tanto, tenemos hoy en día una comprensión bastante razonable de la historia del Universo a partir de un cierto instante inicial. Nuestra reconstrucción de la historia cósmica hacia atrás en el tiempo llega hasta el momento en el que empezamos a ignorar las leyes físicas que determinan los procesos relevantes. Ese momento sucede cuando la edad del Universo es del orden del “tiempo de Plank” (10-44 segundos) y los efectos cuántico-gravitacionales serían dominantes.

Ahora sabemos que si se llevan las ecuaciones de Einstein a su conclusión lógica, muestran que el universo ha tenido un comienzo singular. Esto es lo que antes había afirmado Lemaître en 1931, que el universo había tenido origen en una gran explosión. Si el universo se expande a un ritmo determinado, se puede invertir esta expansión y calcular aproximadamente cuándo se inició la expansión. En otras palabras, el universo no sólo tuvo un inicio, sino que también podemos calcular su edad.

Lemaître presentó por vez primera este modelo, es decir la “hipótesis del átomo primitivo” como lo llamó, en dicho año, en un artículo publicado en la Revue des Questions Scientifiques, y meses después lo defendió en la Bristish Association for the Advancement of Science en un ambiente controvertido.

En esos años Einstein reconsideró su actitud hacia la tesis de Lemaître, y en 1933 en Pasadena y en 1935 en Princenton se mostró mucho más abierto. Se desvaneció su resistencia a la teoría del Big Bang porque le parecía hecha para sostener la Creación. Al hacerle ver el científico y sacerdote belga que Dios no se puede reducir a una hipótesis científica abandonó su desconfianza.

Una conclusión convincente es que durante el siglo XX nuestro conocimiento de la gravitación y de la estructura de la materia ha permitido que el Universo sea accesible a la razón humana. Son numerosos los científicos que han intervenido en esta gigante historia del descubrimiento del Universo desde su formación. Uno de los grandes, sin lugar a dudas, ha sido Georges Lemaître, el padre del Big Bang, como se le ha llamado en diversas obras.

Ciencia y fe se complementan

Este científico creyente era un apasionado y competente investigador de las ciencias y no veía conflicto alguno entre sus descubrimientos y su fe, antes bien pensaba, éstas se complementaban armoniosamente. En 1935, al recibir una distinción de manos del rey Leopoldo III de Bélgica, afirmaba algo que tuvo presente desde muy joven: “La ciencia es bella, merece ser amada por ella misma, pues es reflejo del pensamiento creador de Dios”. Y en febrero de 1933 en una entrevista del New York Times Magazine confesaba por otro lado: “Yo me interesaba por la verdad desde el punto de vista de la salvación y desde el punto de vista de la certeza científica. Me parecía que los dos caminos conducen a la verdad, y decidí seguir ambos. Nada en mi vida profesional, ni en lo que he encontrado en la ciencia y en la religión, me ha inducido jamás a cambiar de opinión.”

Lemaître jamás utilizó la ciencia en beneficio de la fe haciendo decir a la ciencia algo más de lo que es capaz. Miraba el modelo del Big Bang como congruente con la Creación pero a la vez estaba convencido de que ambas eran caminos autónomos, diferentes y complementarios que convergen en la verdad última. Juan Pablo II en su discurso a la Academia Pontificia de las Ciencias el 3 de octubre de 1981 así lo exponía y citaba a su predecesor el Papa Pío XII, hablando del problema del origen del universo con ocasión de la Semana de estudios sobre la cuestión de los micro-seísmos, organizada por la Pontificia Academia de las Ciencias.

La fe no entra en colisión con la ciencia pues ambas se sitúan en niveles distintos. Dios no actúa en el plano de las casualidades creadas sino en el trascendente. Lemaître lo comprendía bien y lo exponía con claridad delimitando dichos campos. La ciencia puede apuntar hacia la solución sin acabar de resolverla. Quizás por esto no estaría de acuerdo del todo con Einstein, cuando en una conferencia suya en el Instituto Tecnológico de California, el 7 de mayo de 1933, en la que describió el universo en expansión, el físico alemán se levantó a la conclusión, aplaudió y dijo “Esta es la explicación más hermosa y satisfactoria de la creación que haya escuchado jamás”.

Palabras que el profesor belga encontraría matizables y así lo hizo el 10 de septiembre de 1936 en el VI Congreso Católico de Malinas, dedicado a “La cultura católica y las ciencias positivas”: “El científico cristiano (…) tiene los mismos medios que su colega no creyente. También tiene la misma libertad de espíritu, al menos si la idea que se hace de las verdades religiosas está a la altura de su formación científica. Sabe que todo ha sido hecho por Dios, pero sabe también que Dios no sustituye a sus creaturas (…) La revelación divina no nos ha enseñado lo que éramos capaces de descubrir por nosotros mismos, al menos cuando esas verdades naturales no son indispensables para comprender la verdad sobrenatural.
Por tanto, el científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe (…) pero el creyente tiene la ventaja de saber que el enigma tiene solución, que la escritura subyacente es al fin y al cabo la obra de un Ser inteligente, y que por tanto el problema que plantea la naturaleza puede ser resuelto y su dificultad está sin duda proporcionada a la capacidad presente y futura de la humanidad.
Probablemente esto no le proporcionará nuevos recursos para su investigación, pero contribuirá a fomentar en él ese sano optimismo sin el cual no se puede mantener durante largo tiempo un esfuerzo sostenido. En cierto sentido, el científico prescinde de su fe en su trabajo, no porque esa fe pudiera entorpecer su investigación, sino porque no se relaciona directamente con su actividad científica”.

Parece imprescindible tenerlo presente a la hora de hacer una lectura filosófica y teológica de los datos de la ciencia con un mutuo respeto, que evita indebidas interferencias. Como ha escrito W. E. Carroll: Tomás de Aquino no tendría dificultad para aceptar la cosmología actual, incluso con todas sus variaciones recientes, afirmando a la vez la doctrina de la creación desde la nada. Y distinguiría, por supuesto, entre los avances en las ciencias naturales y las reflexiones filosóficas y teológicas en torno a dichos avances.

Lo que es no es defendible –ni desde la ciencia ni desde la fe- es deducir de la ciencia una visión naturalista donde el Universo se explique a sí mismo como ha ocurrido con alguna intervención de Hawking que sostiene: “El universo podría ser auto-contenido y completamente determinado por las leyes de la ciencia"; incluso ha hablado de una “auto-creación” intentando englobar el Big Bang en una teoría más amplia que evite la singularidad inicial.

Francisco José Soler ha mostrado con profundidad cómo el intento naturalista de ofrecer un modelo del universo que contenga una explicación ‘cerrada’ y meramente física de su propia existencia no funciona ni puede seguramente funcionar (Dios y las cosmologías modernas, BAC, Madrid, 2005).

El modelo del Big Bang, como todo modelo científico, es un modelo provisional que puede ser mejorado eventualmente, nos dice Sánchez Cañizares. Todas éstas son explicaciones físicas o naturales del universo. Lo explican a partir de una serie de transformaciones naturales (desde una realidad que evoluciona a otra). Sin embargo, dichas explicaciones no logran responder a una pregunta más radical que podemos hacernos: ¿Por qué existe algo en vez de no existir nada? Si pretendemos contestar a esta pregunta recurriendo a las leyes naturales no encontraríamos una respuesta, porque podríamos seguir preguntando: ¿Y por qué existen esas leyes? Decimos que el universo necesita una explicación “fuera” de sí mismo no en cuanto a las leyes físicas, sino para responder a esa pregunta radical.
La razón última de la existencia del universo la estudian la filosofía y la teología. Siguiendo el camino racional propio de estos saberes, distinto y complementario del de la ciencia, se llega a conocer que el universo tiene una causa necesaria (que existe por sí misma y no puede no existir) fuera de él; y que esa Causa es Dios, que ha creado el universo, con sus leyes naturales.

Galileo dijo que la naturaleza tiene entraña matemática, pero ese orden maravilloso merece una explicación. A Einstein le llenaba de asombro que pudiese describirse su funcionamiento con unas elegantes ecuaciones matemáticas. Benedicto XVI, en un encuentro con los jóvenes de abril de 2006, dijo: “Me parece casi increíble que coincidan una invención del intelecto humano y la estructura del universo: la matemática inventada por nosotros nos da realmente acceso a la naturaleza del universo y nos permite utilizarlo. Por tanto, coinciden la estructura intelectual del sujeto humano y la estructura objetiva de la realidad: la razón subjetiva y la razón objetivada en la naturaleza son idénticas. Creo que esta coincidencia entre lo que nosotros hemos pensado y el modo como se realiza y se comporta la naturaleza son un enigma y un gran desafío, porque vemos que, en definitiva, es ‘una razón’ la razón que las une a ambas". 

El conocimiento cada vez más preciso del Universo, que huye de todo reduccionismo, nos habla patentemente de un Logos Creador que por la fe sabemos que es Amor.

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