La actual tarea de la Iglesia –movida por el Espíritu Santo-,
como señala el papa Francisco, es llevar también a cabo el cambio de muchas cosas no esenciales y no intocables pues, como repetidas veces ya
recordó Juan Pablo II, son siempre materia de revisión ya que son humanas,
mudables, mejorables y no pertenecen al depósito intocable de la fe.
Hay cosas católicas actuales para cambiarlas pues parecen haber servido para distanciarse más de los otros cristianos desde el Cisma de Oriente (los Ortodoxos) y desde el Cisma (la Reforma) de Occidente, a principios y a mitad del anterior segundo milenio respectivamente. Otras han sido para distanciarse o distinguirse de los demás hombres.
Hay cosas católicas actuales para cambiarlas pues parecen haber servido para distanciarse más de los otros cristianos desde el Cisma de Oriente (los Ortodoxos) y desde el Cisma (la Reforma) de Occidente, a principios y a mitad del anterior segundo milenio respectivamente. Otras han sido para distanciarse o distinguirse de los demás hombres.
Cuántas cosas consideradas
intocables parecen ser como las piedras de un muro como el de Berlín. Levantar muros es una eterna
tentación del hombre. Ya Nabuconodosor II (605-562 aC) había dotado a Babilonia
de una muralla doble de 18 km de perímetro y construyó un muro que iba del
Tigris al Éufrates. Todo se desvaneció, incluida su torre de Babel (el templo o
zigurat) a los 23 años de su muerte, cuando
Ciro se apoderó de la ciudad y la incorporó a su Imperio persa. Todavía llama
la atención la kilométrica muralla china. El pueblo de Dios del Antiguo
Testamento, para entrar en la tierra prometida, vio desmoronarse las murallas
de Jericó por el sonido de las trompetas y los gritos del pueblo (cf Jos 6,
20). Signos de los tiempos.
En la vida de Cristo hay muchas referencias al desmoronamiento de lo antiguo como signo de la actitud interior nueva que deben acoger los hombres y mujeres. Odres nuevos para el vino nuevo (cf Mt 9, 17). El velo del Templo (que era el orgullo de los judíos) se rasgó cuando Jesús espiró (cf Lc 23, 45). La piedra del sepulcro estaba removida (cf Mt 28, 2) y no es porque Él lo necesitara para salir resucitado. Cristo resucitado entra y sale cruzando los muros de la casa del cenáculo con puertas y ventanas atrancadas por miedo (cf Lc 24, 36) como lo había hecho al desaparecer de casa de los de Emaús (cf Lc 24, 31).
Como en la primera hora, por la
acción del Espíritu en Pentecostés, es la hora de salir del Cenáculo, de
abrirse al mundo, la hora de derrumbar los muros que atenazan, aíslan e impiden
la expansión. A ello ya hacía referencia el papa Wojtyla cuando, sobre la cristianización
de las culturas y los pueblos, dejó escrito que “ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las barreras
que separan las diversas culturas (...) Jesús derriba los muros de la división
y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación
en su misterio” (FR, 70). Los muros de la división se derriban, supongo,
tanto en el mundo civil como en el eclesial. El papa Francisco en esto no es
novedoso, no es revolucionario; no nos puede pillar por sorpresa.
Con claridad meridiana entendían los fariseos y saduceos que Cristo aludía a la estructura religiosa. No es que la enseñanza de Jesús fuera sólo dirigida a la problemática estructural, pero esos “montajes” humanos (necesarios para vivir en sociedad, tanto civil como eclesial) son reflejo de lo que se tiene en el corazón. ¿No estará también hoy llorando, como frente a Jerusalén, cuando la miraba desde la vertiente del huerto de los olivos, unos días antes de ser crucificado (cf Lc 19,41-44)? Lloró por la deslealtad de los suyos, que se aliaron con los gentiles soldados romanos y el poder temporal del Israel de entonces para crucificarlo.
La Teología cristiana afirma sin
ambages que el mundo creado es bueno, porque procede del querer divino, pero el
freno o desprecio, causado por el pecado y el poder del Maligno (1Jn 5,19), brota desde las
prevenciones contra lo mundano, como reacción al otro extremo –como el péndulo-
ante los que identifican el mundo con lo mundano. Que no lleguen a la paranoia los que se pasan el día
denunciando la secularización del mundo y de la Iglesia, sin distinguir la
buena de la mala.
En los
siglos XIX y XX el cristiano corriente (el no religioso canónicamente hablando)
creerá que en la Iglesia tiene una condición de segunda categoría y sus anhelos
espirituales se canalizarán jugando a hacer como los religiosos.
El Concilio Vaticano II dirá que
“se equivocan los cristianos que
consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que
la propia fe es un motivo que les obliga a un más perfecto cumplimiento de
todas ellas (...) Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario,
piensan que pueden entregarse totalmente a los asuntos temporales como si estos
fuesen ajenos del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce a
ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales.
El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como
uno de los más graves errores de nuestra época” (GS 43).
Cómo no pensar en que es la hora de
tirar muros, abrir puertas y ventanas –como indicó Juan XXIII-, la hora de
vivir en plenitud la libertad y responsabilidad personal de todos y cada uno de
los bautizados, que son cristianos adultos y no infantes. El papel de los
laicos en la Iglesia y en el mundo es un camino entero a abrir, es como un mar sin orillas.
Parece la hora de derrumbar
los muros que venían separando a los clérigos de los laicos. La hora de vencer
el miedo a que los laicos asuman sus responsabilidades bautismales en la
Iglesia y en el mundo; son cristianos/as adultos/as, no niños/as sin libertad o
responsabilidad alguna.
Es ya la hora de la madurez de los/as bautizados/as que están en condiciones de participar en la vida de la Iglesia sin salirse de sus competencias.
Es ya la hora de la madurez de los/as bautizados/as que están en condiciones de participar en la vida de la Iglesia sin salirse de sus competencias.
Derrumbado este muro para la buena desclericalización, todos entenderán de maravilla que también se cuenta con los laicos en las funciones eclesiales que no son monopolio de los eclesiásticos: en las curias (vaticana y diocesanas), en las parroquias, etc., como recoge el CIC que regula la capacidad de los laicos para formar parte de consejos (c 228), para cooperar en la potestad de régimen (c 129), para enseñar ciencias sagradas (c 230-231), ser catequistas (cc 776 y 1064), ser ecónomos de diócesis y para administrar bienes eclesiales (cc 494 y 1282), para colaborar en el poder judicial como jueces diocesanos, auditores de causas, defensores del vínculo (cc 1421, 1424, 1428 y 1434), etc.
Benedicto XIV |
Ya en su momento muchas de estas propuestas las propuso Benedicto XIV, a mitad del siglo XVIII, aunque a su muerte su proyecto fue puesto en el congelador y no pudo ser hasta Juan XXIII, a mitad del siglo XX.
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