miércoles, 28 de agosto de 2013

SOBRE LA COLEGIALIDAD EPISCOPAL

La potestad de Pedro
Elementos elementales del primado de Pedro

Una de las reformas que el papa Francisco debe y quiere cumplir es la reforma de la curia vaticana para dejar vivir de verdad la colegialidad episcopal que Cristo mismo quiso desde el primer momento en su Iglesia. 

Cambiar esta estructura no es para que ya nunca más sea fuente de escándalos pues nada ni nadie puede anular la libertad de ningún hombre y “pícaros” o malvados o sinvergüenzas habrá siempre en cualquier colectivo. Pero las estructuras no pueden servir para fomentarlas ni para taparlas.

La colegialidad episcopal, la de los sucesores de los apóstoles, está aniquilada en la Iglesia desde hace demasiados siglos. La actual estructura del poder eclesial es una verdadera dictadura, diametralmente opuesta a la voluntad de Cristo pero deshacer ese nudo va a costar lo suyo.

Juan Pablo II en Navidad 1997 dijo: "«La vida de Cristo no es la demostración de una fuerza omnipotente. Su gloria es para los que son capaces de percibirla; no es para el mundo. Su poder consiste en el hecho de que renuncia a la fuerza. Esta vida posee el poder decisivo del más elevado ideal ético y, por eso, Cristo es el punto que divide la historia del mundo». Estas palabras de Whitehead, pensador moderno no católico y sin aparentes vínculos formales con ninguna Iglesia cristiana, pueden esclarecer de modo excelente el sentido de este encuentro, que cae en vísperas de la fiesta de Navidad" (Discurso a la Familia pontificia, la Curia y la Prelatura romana).

La potestad de Pedro

            Con Pedro, Dios no está canonizando la tiranía o la dictadura. Dios hace partícipes en su obra creadora a todas las criaturas, a cada una de acuerdo con su naturaleza o sus capacidades. Por eso la luz nos la envía el sol y la lluvia las nubes. La participación del hombre es también adecuada a su naturaleza, o sea libre y por lo tanto responsable. Todos, no unos pocos. No pocas veces aparece el tirano o el dictador también porque la gente se quita el muerto de encima, escurre el bulto, y obliga a tal lamentable situación.

            Era voluntad explícita de Juan Pablo II “encontrar una forma de servicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva[1]. El texto clave del Papa Wojtyla es su Encíclica ecuménica Ut unum sint (25-V-1995) donde asume este “espinoso” tema habida cuenta sobre todo que constata también la aspiración ecuménica de la mayor parte de las comunidades cristianas y escucha la petición que se le dirige en este sentido (cf UUS, 95).

           San Agustín (+430) al comentar precisamente este pasaje evangélico de las palabras de Cristo “y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18), afirma claramente que Cristo se refiere a sí mismo y no está señalando a Pedro pues la Iglesia está fundada sobre la piedra que confesó Pedro, porque la piedra es Cristo; Él (Cristo) es el cimiento sobre el cual el mismo Pedro ha sido edificado porque -apoyándose en el testimonio paulino- nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo.
            Añade que las llaves no las recibe Pedro sino la Iglesia en la persona de Pedro[2] e insiste que “esas llaves las recibió no un hombre único, sino la Iglesia única (...) Pues para que sepáis que la Iglesia ha recibido las llaves del reino de los cielos, escuchad lo que el Señor dice en otro lugar a todos sus apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo... a quienes se los retengáis les quedarán retenidos» (...) Después de la resurrección, Jesús dijo a Pedro lo de apacentar las ovejas, pero no es que él fuera el único... quiso significar con ello la unidad de la Iglesia. Se dirige a Pedro con preferencia porque es el primero entre los apóstoles[3]: con preferencia pero sin exclusividad.

            En el capítulo 18 de Mateo, Cristo, junto a la corrección fraterna, habla de la capacidad de la Iglesia para atar y desatar: “os aseguro que todo lo que atéis (en plural) en la tierra, quedará atado en el cielo” (Mt 18,18). No siempre que Jesús se dirige a Pedro, lo que dice es sólo para él; en tal caso, el mandato del “duc in altum”, por ejemplo, sólo lo tiene él.

A su vez el papa san León Magno (+461) comenta también este pasaje de la entrega de las llaves diciendo: “La prerrogativa de este poder se comunica también a los otros apóstoles y se transmite a todos los obispos de la Iglesia, aunque no en vano se encomienda a uno lo que se ordena a todos; de una forma especial se otorga esto a Pedro porque la figura de Pedro se pone al frente de todos los pastores de la Iglesia”[4]. Así mismo pensaba san Juan Crisóstomo (+407) como manifestaba en sus comentarios a la elección y nombramiento de Matías para sustituir la plaza apostólica vacante dejada por Judas Iscariote.

San Bonifacio (+754), aunque era obispo de una iglesia local, siente sin embargo el peso de toda la Iglesia, como les ocurría a sus antecesores, pastores en diversas iglesias particulares ya que este peso no es monopolio del papa y esa carga pastoral es “el gobierno de la Iglesia” -no de una iglesia local- que me ha sido confiado... en la Iglesia primitiva –sigue diciendo- tenemos el ejemplo de Clemente y Cornelio y muchos otros en la ciudad de Roma, Cipriano en Cartago, Atanasio en Alejandría, los cuales, bajo el reinado de los emperadores paganos, gobernaron [en equipo] la nave de Cristo [no la barca de Pedro], su amada esposa, que es la Iglesia, con sus enseñanzas, con su protección, con sus trabajos y sufrimientos” [5].

            San Cipriano, obispo de Cartago (+258), aplicaba el texto de Mateo (16,18) a todo el episcopado (Ep.33,1) cuyos miembros están unidos el uno al otro, no por obligación o mandato jurídico, sino por la caridad y la concordia (Ep. 54,1; 68,5). La Iglesia es una, unida en el cemento de sus obispos. En su controversia con el papa Esteban, no reconoce una supremacía de jurisdicción (que será implantada posteriormente) del obispo de Roma sobre sus colegas (Ep 5,21) porque creía que Pedro no había recibido del Señor ningún “poder” sobre los demás Apóstoles (De unit., 4).

Pedro tampoco reivindicó este derecho en su controversia con Pablo: “no reclamó arrogantemente ninguna prerrogativa ni se mostró insolente con los demás diciendo que tenía el primado y que debía ser obedecido” (Ep. 71,3). A la vez, Cipriano tampoco deja de reconocer nunca que la “cátedra de Pedro” es la “iglesia principal” y el punto de origen de la “unidad sacerdotal” (Ep. 59,14) aunque Roma no tiene ningún derecho superior para legislar para las otras sedes pues considera al Papa primus inter pares (De unit., 4).

Elementos elementales del primado de Pedro

El actual Catecismo de la Iglesia Católica dice: “Dios no ha querido retener para él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia divina” (CEC, 1884).
            “Es propio de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener carácter colegial... Jesús instituyó a los Doce... Elegidos juntos, también fueron enviados juntos y su unidad fraterna estará al servicio de la comunión fraterna de todos los fieles” (CEC, 877).
            “Está claro que también el Colegio de los apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro” (LG,22) (CEC, 881).
            El Concilio Vaticano II dice: “Este colegio episcopal (...) junto con su cabeza y nunca sin su cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad (LG)” (ChD, 4)
            El Vaticano I dejó escrito que “para que el episcopado mismo fuera uno e indiviso (...) en él instituyó un principio perpetuo de una (el episcopado) y otra (la universal muchedumbre de creyentes) unidad y un fundamento visible” (DzH, 3051).

            En la peregrinación de Juan Pablo II a Tierra Santa, llamado “viaje de la Alianza” del 25 de febrero de 2000, en el encuentro ecuménico de Egipto (la tierra de los faraones) manifestó que “lo que está relacionado con la unidad de todas las comunidades cristianas forma parte explícitamente de las preocupaciones del primado del obispo de Roma”. Y renovó allí la propuesta que había hecho en 1995 en la Encíclica ecuménica Ut unum sint (Que sean uno), instando a “todos los responsables eclesiales, a sus teólogos, a instaurar un diálogo fraterno paciente, en el que podamos escucharnos más allá de estériles polémicas, teniendo únicamente en la mente la voluntad de Cristo para su Iglesia (...) Por lo que se refiere al ministerio del obispo de Roma, pido al Espíritu Santo que nos dé su luz, iluminando a todos los pastores y teólogos de nuestras Iglesias, para que podamos buscar juntos las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de amor reconocido entre unos y otros (...) Queridos hermanos, no hay tiempo que perder (...) Que el Espíritu de Dios nos conceda pronto la unidad visible y completa que anhelamos”.
            Oh Dios, inspira a tu pueblo el amor a tus preceptos y la esperanza en tus promesas.

Desde entonces han pasado ya 13 años: tiempo suficiente para haber estudiado y rezado este asunto clave para la Iglesia y para el mundo. Ya Pablo VI se lamentaba de que el papa fuera la primera razón de las discordias entre cristianos. Juan Pablo I parece que estaba dispuesto a ponerle patas al asunto pero… no pudo hacerlo. Ojalá la renuncia de Benedicto XVI haya puesto los fundamentos básicos para llevarla a cabo por su sucesor; él, maravilloso intelectual, lo veía claro pero no tenía las dotes de gobierno para hacerlo. Que el papa Francisco lo pueda llevar a cabo pues la gracia de Dios no le faltará y parece que cuenta cada día más con los apoyos necesarios ya que fue el encargo del colegio cardenalicio el pasado marzo al elegirle nuevo sucesor de Pedro.


El pasado 6 de julio, en la homilía en Santa Marta hacía una invitación a dejarse renovar por el Espíritu Santo, a no tener miedo de lo nuevo, a no temer la renovación en la vida de la Iglesia. Comentando el evangelio del día (Mt 9, 14-17) el Pontífice destacó el espíritu innovador que animaba a Jesús (…) «Jesús mismo quien dice: “yo hago nuevas todas las cosas”. Como si su vocación fuese la de renovar todo. Es una renovación auténtica. Y esta renovación está ante todo en nuestro corazón».

En la vida cristiana, y también en la vida de la Iglesia, existen estructuras caducas. Es necesario renovarlas. Es un trabajo «que la Iglesia siempre ha hecho, desde el primer momento» (…) Quien lleva adelante estas novedades —prosiguió el Papa— es desde siempre el Espíritu Santo (…) pedir «la gracia de no tener miedo de la novedad del Evangelio, de no tener miedo de la renovación que realiza el Espíritu Santo, de no tener miedo a dejar caer las estructuras caducas que nos aprisionan. Y si tenemos miedo sabemos que con nosotros está la madre». Ella, como dice la más antigua antífona, “protege con su manto, con su protección de Madre”».



[1] Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, El Primado del Sucesor de Pedro en el misterio de la Iglesia, n. 1. Este Documento expone unas “consideraciones” que se añaden, a modo de anexo, a las Actas del Simposio que sobre “El Primado del Sucesor de Jesús”, celebró esa Congregación vaticana en diciembre de 1996.
[2] Tratado 124,5: CCL 36, 684-685 en LH, 2ª lectura de la fiesta de San Pío V (30 de abril).
[3] Oficio de lecturas de la solemnidad del 29 de junio, San Pedro y San Pablo.
[4] Oficio de lecturas del 22 de febrero, Cátedra de San Pedro.
[5] Carta 78, MGH, Pistolae 3, 352-354 en LH, II, 1559-60.

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