Cristianizar el mundo de la
economía
La nueva evangelización es el
impulso actual para cumplir también hoy y ahora el mandato de Cristo: “Id al
mundo entero”. Un escenario del mundo actual que se pone ahora en primer plano
por la crisis económica mundial es el mundo financiero y de la economía. Lo
financiero es un mundo reducido a unos pocos pero lo económico toca todos los
bolsillos del resto de la humanidad, ricos y pobres, que es uno de los nuevos areópagos en donde los cristianos han de estar presentes
como lo estuvo san Pablo en el areópago ateniense.
A Jesús no sólo se le
encuentra dentro del templo cristiano sino afuera, en la calle, en los pobres y en los enfermos, en los encarcelados... y en la economía. El publicano Mateo
se encontró con Jesús de Nazaret estando, como cada día de su vida, sentado en
el banco recaudador de impuestos y manejando los dineros. Pero Dios no solo busca
algún banquero para que con honradez humana maneje la riqueza común.
Evangelizar el mundo y por
tanto el mundo de la economía y las finanzas es una pretensión de la Iglesia,
fiel al mandato del Señor. Pero no se debe admitir que exista una “economía
cristiana” o religiosa católica, u oficialmente confesional. La economía, como
cualquier actividad temporal de los hombres tiene su autonomía propia y los
cristianos, si quieren evangelizar bien, lo primero que han de tener claro es
que no va a diseñar la ciencia económica el Magisterio ni, como enseña la
historia, se trata de colocar a cristianos o católicos dirigiendo bancos y
financieras, sin dejar de colgar signos religiosos en paredes, puertas y en la
decoración de sus inmuebles pero luego su actuación es tan repugnante como la
de cualquier corrupto.
La ciencia económica ha de funcionar con unos mecanismos que deben ser iguales para
todos, creyentes y no creyentes. No se trata –como por ejemplo ensayaron los
templarios-, de crear un mundo cristiano económico, paralelo y al margen del
resto no cristiano. Las leyes económicas como las de tráfico, son iguales para todos.
Al cristiano se le pide que
evangelice primero con el buen ejemplo pues fray ejemplo es el mejor
predicador. Y da buen ejemplo si es coherente con la enseñanza de Jesús y vive
la dimensión social de la ética y de la religión con la misma naturalidad que
en su vida privada. Otra cosa es la gravísima enfermedad de la falta de unidad
de vida, propia de esquizofrénicos.
El concilio Vaticano II recuerda en Gaudium et spes que los “fieles han de vivir estrechamente unidos a los otros hombres de su tiempo” y ha de esforzarse por “procurar comprender perfectamente su modo de pensar y sentir” (GS 62). Se trata de conocer y comprender la lógica propia de la economía, sus reglas y sus leyes propias. Actuar de otra manera ocasiona grades daños a la sociedad y a la economía, como demuestra la actual crisis mundial. En la lucha contra la pobreza las ayudas directas realmente dañan porque crean pasividad y dependencia. En situaciones de emergencia, la ayuda humanitaria es un deber improrrogable pero las ayudas indirectas tipo educación, inversiones comerciales de los países ricos, apertura de nuestros mercados para comprarles productos, etc. es la más ajustada a la verdad.
No se puede ignorar la importancia de las instituciones y su trama pues los resultados de su ignorancia o descuido acarrean daños graves. Así, en la Alemania nazi los católicos alemanes del partido de Centro, guiados por Mons Kaas, en vez de defender el Estado constitucional democrático, aprobaron que los nazis se hicieran con el poder pues únicamente perseguían ver satisfechos ciertos valores y en concreto el derecho de la Iglesia a tener escuelas católicas. Miraban para otro lado mientras Hitler montó la 2GM porque no conocían ni comprendían suficientemente la importancia de los medios políticos ni los procesos democráticos. No basta la ética individual sino que es necesaria e inevitable la ética de las instituciones.
Las instituciones y su
funcionamiento económico requieren una ética específica “interna de la economía”, no sacada de la manga o, peor
aún, supuestamente sacada de la Biblia o del Catecismo, porque ahí no hay nada
dicho al respecto.
En el cristianismo inicial
los Padres de la Iglesia presuponían la legitimidad de la actividad comercial y tenían una actitud positiva y respetaban el que la sociedad comercial en la que
vivían suministrara el léxico para sus enseñanzas religiosas. Se preocupaban
por formular una teoría social y no una teoría económica para alzar la voz al proteger a los pobres de la explotación, para atender a las viudas, los
enfermos, los huérfanos y los forasteros. Predicaban contra el despilfarro, el
lujo irresponsable y egoísta y contra la usura.
En cambio en el feudalismo medieval
apareció la postura negativa contra el comercio y se cayó en la ambigüedad ante los comerciantes pues por un lado se entendía que eran necesarios pero por otro
se dudaba de su comportamiento pues no buscaban nunca aumentar el bienestar
público. Este prejuicio está claro en las Sentencias de Pedro Lombardo (+1158) y
en el texto añadido por esos años al Decreto de Graciano que declaraban
inequívocamente que el comercio es una actividad ilícita para el cristiano.
En la revolución comercial
del siglo XIII al XV esa convicción se volvió insostenible y lo facilitaron sobre
todo los franciscanos que solían proceder del mundo comercial y burgués como el
mismo san Francisco. Entonces los llamados escolásticos decían que el comercio
cumplía una función necesaria y útil socialmente, apoyándose en el testimonio
de san Agustín para quien los vicios del comercio debían atribuirse a los
comerciantes y no al comercio como tal. Los franciscanos del siglo XIV consideraban a
los comerciantes como los constructores de la felicidad pública.
En ese mismo contexto histórico los dominicos entendían tal principio de modo diverso. Alberto magno y Tomás de Aquino, gracias a un feliz error en la traducción de los textos latinos de la Política de Aristóteles, no re-propusieron la condena aristotélica del comercio (kapeliké) sino que la entendían como una actividad fundamental para lograrse una vida digna conforme al propio estado de vida. Pero sin embargo en no pocos perduró el escepticismo pues el Aquinate recomendaba que los clérigos se abstuvieran del comercio para que evitaran lo que parece malo.
Otra dificultad que tenía el
cristianismo para reconciliarse con la economía moderna fue la prohibición de
toda forma de interés por los préstamos ya que erróneamente se confundía con el
abuso llamado usura. Se consideraba que aceptar intereses por los préstamos era
un pecado mortal.
Los fundamentos para la economía moderna y su comprensión en el seno de la Iglesia los pusieron los franciscanos del s XIV y XV además de los dominicos de Salamanca en el XVI. Así llegaron a Adam Smith que disfrutó de verdades económicas como el concepto de capital acuñado por frailes que tenían el voto de pobreza, o el de contabilidad o el de la institución financiera, inventadas por los franciscanos como la red de 150 “montes de piedad” promovidos en aquella Europa medieval. Ofrecían créditos, no a los mendigos, sino a los hoy llamadas pymes (pequeños artesanos y emprendedores) que en momentos de crisis se encontraban oprimidos por los usureros. Benedicto XVI tomó punto de partida en ese momento histórico para algunos conceptos importantes de su encíclica Caritas in veritate.
En la tradición
aristotélico-tomista, la “parte” era comprendida y analizada partiendo del
“todo” y así como un órgano del cuerpo humano es “parte” del todo, así el
individuo humano es “parte” del “todo”, la comunidad. Por tanto el bien común
es esencial, anterior y prioritario al bien individual. La propiedad privada
se justificaba porque se veía conveniente para lograr el bien común ya que el
propietario trabaja mejor que el administrador de un bien comunal.
Fue John Looke quien invirtió el concepto en su filosofía
política moderna. Ahí están las bases del actual capitalismo salvaje lookiano y
del comunismo que se diseña deformando la concepción medieval por absolutizar
uno de los elementos.
En economía un elemento fundamental es llamado “mercado” donde no importa qué religión, etnia o cultura
tenga uno, con tal que pueda pagar. Pero la ley del mercado, monda y lironda,
excluye la solidaridad, la beneficencia, la fraternidad y la caridad social que
son expulsadas del mundo económico y se quieren encerrar en el ámbito familiar y privado.
Es más, para el mercado constituyen una amenaza porque las exigencias y
consecuencias de la caridad no son previsibles en absoluto.
El Magisterio enseña a los
cristianos que la caridad, que es de una importancia primaria e insoslayable,
sin embargo no es aplicable como principio social estructurante. Como escribió
Maxim Gorkij en 1934 sobre el comunismo soviético: “la verdadera caridad se ha
organizado como fuerza creadora y se propone la liberación de millones de
trabajadores”.
Caritas in veritate de Benedicto XVI da las orientaciones oportunas para que los
cristianos creyentes y todos los hombres de buena voluntad puedan entender bien
y actuar ejemplarmente. Se recuerda que la caridad no sustituya a la justicia pero
que se dé cabida al “espíritu del don”. El don no es un regalo, no es dar algo
sin contracambio. El comercio es un intercambio de bienes materiales entre
personas y por tanto un intercambio de naturaleza variada: humana, inhumana,
amistosa, desequilibrada, de explotación, etc.
Los cristianos en esta hora
de la nueva evangelización debemos aprender de la historia. La respuesta
correcta a la pregunta de si se puede introducir la caridad (fraternidad, amor,
solidaridad) en la economía y en el espacio público, es decisiva. El Evangelio
no es un programa socio-económico o político, ni los cristianos tienen la
fórmula mágica que ahorre la fatigosa búsqueda de la verdad económica y
financiera y el bien práctico.
No
existe una economía ni un Estado específicamente cristiano pero la fe cristiana
no es una doctrina que conduzca al individualismo pietista.
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