Se dice que ahora estamos en la Post-modernidad, para que lo sepamos. Esta palabra mágica hoy día quiere decir que no sabemos bien qué somos; lo único claro es que ya no somos modernos en el sentido cultural que se le ha dado a tal concepto o palabra pues la Modernidad no es la histórica Edad Moderna, que superó la Edad Media. La Modernidad es una denominación cultural y no histórica, centrada en la idea de liberación o emancipación, estrechamente conectada con la idea de Ilustración.
La Post-modernidad es la actual mentalidad, crítica con la anterior Modernidad y que supone un rechazo de las supuestas imposiciones de la anterior autoridad, también eclesiástica, y de aquel presunto dogmatismo, incluido el de la religión.
Se pensaba que la Modernidad, con el libre ejercicio de la racionalidad –la Revolución Francesa suplantó a Dios por la diosa razón- conduciría al progreso y a la correspondiente conquista social de lo nunca visto, incluyendo el entendimiento entre los pueblos y la paz. Igualdad, fraternidad y libertad fue el lema revolucionario de 1789.
Pero el siglo XX fue la centuria más cruel de la historia de la humanidad: fueron unos 350 millones los seres humanos matados por el propio hombre, sin contar, claro está, las muertes naturales. Es el genocidio más descomunal jamás antes visto. Se eliminó a una cantidad de hombres equivalente entonces a la población europea, a la norteamericana o a la sudamericana o a toda la población africana subsahariana.
Entonces, desde 1948, acabada la 2GM, el occidental estaba traumatizado con lo ocurrido y se impuso repensarlo todo de una manera menos presuntuosa y racionalista pero lo único que realmente se logró fue criticar lo anterior debido a las dos guerras mundiales, al holocausto nazi y a la espeluznante realidad histórica de lo que aportaban las dictaduras del momento posterior.
Así, la Post-modernidad no es un nuevo proyecto con claros objetivos sino un “anti-proyecto”. El frío racionalismo se sustituía por el vitalismo, y, en general, por planteamientos relativistas y escépticos. El dogmatismo había demostrado por los hechos que presentaba grandes riesgos de intolerancia y de violencia, así que hoy día la auténtica libertad se vincula al ateísmo o al agnosticismo con su escepticismo religioso.
La gran decepción que llevó a proclamar el final de la Modernidad se produjo al hilo de variadas frustraciones y dejando de creer en el racionalismo, pero al precio de caer en el relativismo. Lo primero que se relativizó fue el hombre mismo y así se diluyó todo humanismo posible. Con Nietzsche, Dios había muerto, o sea había muerto el mundo espiritual y el consiguiente mundo moral. Se trata de inventar una nueva Ética que no sea como la de antes. ¡Mira a dónde nos llevó!, dicen con razón pero se hizo mal el diagnóstico y se recetó una ineficaz terapia.
La discusión sobre la Modernidad y la Post-modernidad tiene fuertes implicaciones para el sentido de la vida de fe de los fieles católicos que precisamente desde el 11 de octubre de 2012 (50º aniversario de la inauguración del Concilio ecuménico Vaticano II) celebran el Año de la fe, decretado por el actual papa emérito Benedicto XVI. Se concluirá el 24 de noviembre de 2013, el último domingo litúrgico, solemnidad de Jesucristo, rey del universo.
De una parte, los católicos podemos celebrar que la Modernidad se haya puesto en cuestión, porque entonces el catolicismo había sido criticado. Pero también presentaba ventajas como la seriedad científica, la promoción de los derechos humanos y la “implantación” de la libertad religiosa.
Por su parte, la Post-modernidad, por un lado, satisface porque parece reivindicar la tradición (que se opone al progreso), criticar al cientificismo radical y reconocer la legitimidad de planteamientos que no se atengan estrictamente a la racionalidad científica. Pero por otro lado considera al cristianismo como algo más bien cultural y estético, sometido al relativismo.
La Post-modernidad expresa decepción y desencanto que se traducen en decadencia. La dispersión se decanta en diversión, es una trivialidad tan débil que llega a ser soportable, agradable incluso.
La actual cultura mundial,
incoada en el Occidente antes cristiano, se viene gestando desde los llamados
“movimientos divergentes” que son el ecologismo, el feminismo, el pacifismo y
el nacionalismo.
La conciencia ecológica limita la pretensión moderna de dominio abusivo de la naturaleza. Frente a la técnica invasiva, el ecologismo defiende el valor de lo no fabricado por el hombre y el carácter originario de las leyes naturales; pero no se trata de una rehabilitación de la ley natural. Con todo hay un ecologismo materialista, en el que se produce la tremenda paradoja de la mentalidad abortista y antinatalista.
El feminismo tiene también una clara fundamentación humanista y cristiana pues la mujer es persona humana, con dignidad igual a la del varón, y lucha frente a las discriminaciones odiosas que se produjeron especialmente a partir de la Ilustración, aunque se arrastraban desde siglos atrás. Pero el feminismo ideológico discurre por la vía del igualitarismo radical, que desconoce las peculiaridades de lo femenino y de lo masculino, y está en contra de la familia natural o “tradicional”. El feminismo auténtico, además de denunciar las discriminaciones injustas, destaca los aspectos decisivos y originarios del modo de ser femenino: el cuidado, el sentido del matiz y del detalle, la fortaleza, el equilibrio, la ternura, la atención a lo concreto; valores que ha desconocido sistemáticamente la razón racionalista y el cristianismo medieval y posterior, y que serían una clave de la postmodernidad positiva.
El pacifismo se entiende cada vez más como sensibilidad, mientras la carrera de armamentos y la multiplicación de conflictos se extienden por todo el planeta. La doctrina cristiana clásica de la guerra justa fue pensada en una época en que las armas no tenían el actual poder de destrucción pero el “no matarás” se remonta a Caín que se cargó a su hermano Abel, no con un misil de bolsillo sino con la quijada de asno hallada en el campo.
Hoy es difícil calificar de “justa” a cualquier guerra actual pero tampoco es admisible una versión integrista del pacifismo que conduce a la desprotección de los más débiles. Y se deben denunciar –como hacen los Sucesores de Pedro en todo el siglo XX y en estos inicios del XXI- las agresiones a la dignidad de la persona humana, con independencia del bando en el que se produzcan.
El nacionalismo representa una reacción frente al cosmopolitismo sin calor y frente al poder que nivela y desposee a las personas de sus tradiciones íntimas y su derecho a ser “diferente”. Pero los nacionalismos radicalizados degradan el concepto de “patria”. La sensibilidad postmoderna intenta desengancharse de la nación-Estado, vinculada al concepto moderno de soberanía absoluta pero la reacción frente al estatismo no resuelve de raíz el problema ya que suele tratarse del intento de reproducir pequeños Estados dentro del gran Estado.
En este contexto cultural y social, ¿qué sucede con la cuestión de Dios? La mentalidad postmoderna considera que Dios, si existe, no tiene nada que ver con la vida humana; las múltiples circunstancias que condicionan la vida de los hombres no están relacionadas con Dios. Es la ley del péndulo: antes se metía a Dios hasta en la sopa; ¿quién y cuándo se parará el pendular de un extremo al otro?
Para los postmodernos la religión es una realidad cultural que se expresa en diferentes sensibilidades y experiencias; lo que se pide de un buen ciudadano es que sea tolerante y no defienda una religión en contra de las demás. En clave postmoderna la religión es plurivalente. Y esta pluralidad no tiene nada que ver con la verdad o el error, sino con el sentimiento y las percepciones, o sea con estilos de vida diferentes.
Con esta pluralidad, no necesariamente relativista o fragmentada, están relacionados dos fenómenos emergentes: la globalización y el multiculturalismo, términos clave del actual discurso público.
Desde un punto de vista social y político, se valora la responsabilidad cívica. No hay que esperar a que el Estado nos otorgue libertades y nos haga virtuosos: no hay más libertades que las que uno se toma ni más virtudes que las que uno vitalmente adquiere.
Algunas de las nuevas tecnologías de la comunicación no se compatibilizan fácilmente con la rigidez política del actual sistema de soberanía absolutista del Estado monopolizador y centralista. Las comunidades vitales entran en una dinámica de revolución pacífica frente a las fuerzas económicas o el poder político. Los pensadores occidentales (antes cristianos) no paran de llenar páginas y páginas escritas sobre sus teorías para arreglar las cosas pero la sociedad occidental, antes cristiana, está aletargada, acomodada en lograr solo el placer del instante. La realidad vital ha surgido en el mundo musulmán; ha rebrotado la “primavera árabe” en Egipto, inaugurada no hace todavía una década. Occidente mira de reojo mientras sigue enganchado a la tele, al móvil, al ordenador y a los video-juegos.
En la Postmodernidad vuelve a ser imposible discutir de ética y de política sin recurrir a algo así como una verdad verdadera de la vida humana, es decir, a lo que hemos empezado a llamar nuevamente humanismo que ya reclamaron los europeos del siglo XVI como Moore, Erasmo y compañía.
La conciencia ecológica limita la pretensión moderna de dominio abusivo de la naturaleza. Frente a la técnica invasiva, el ecologismo defiende el valor de lo no fabricado por el hombre y el carácter originario de las leyes naturales; pero no se trata de una rehabilitación de la ley natural. Con todo hay un ecologismo materialista, en el que se produce la tremenda paradoja de la mentalidad abortista y antinatalista.
El feminismo tiene también una clara fundamentación humanista y cristiana pues la mujer es persona humana, con dignidad igual a la del varón, y lucha frente a las discriminaciones odiosas que se produjeron especialmente a partir de la Ilustración, aunque se arrastraban desde siglos atrás. Pero el feminismo ideológico discurre por la vía del igualitarismo radical, que desconoce las peculiaridades de lo femenino y de lo masculino, y está en contra de la familia natural o “tradicional”. El feminismo auténtico, además de denunciar las discriminaciones injustas, destaca los aspectos decisivos y originarios del modo de ser femenino: el cuidado, el sentido del matiz y del detalle, la fortaleza, el equilibrio, la ternura, la atención a lo concreto; valores que ha desconocido sistemáticamente la razón racionalista y el cristianismo medieval y posterior, y que serían una clave de la postmodernidad positiva.
El pacifismo se entiende cada vez más como sensibilidad, mientras la carrera de armamentos y la multiplicación de conflictos se extienden por todo el planeta. La doctrina cristiana clásica de la guerra justa fue pensada en una época en que las armas no tenían el actual poder de destrucción pero el “no matarás” se remonta a Caín que se cargó a su hermano Abel, no con un misil de bolsillo sino con la quijada de asno hallada en el campo.
Hoy es difícil calificar de “justa” a cualquier guerra actual pero tampoco es admisible una versión integrista del pacifismo que conduce a la desprotección de los más débiles. Y se deben denunciar –como hacen los Sucesores de Pedro en todo el siglo XX y en estos inicios del XXI- las agresiones a la dignidad de la persona humana, con independencia del bando en el que se produzcan.
El nacionalismo representa una reacción frente al cosmopolitismo sin calor y frente al poder que nivela y desposee a las personas de sus tradiciones íntimas y su derecho a ser “diferente”. Pero los nacionalismos radicalizados degradan el concepto de “patria”. La sensibilidad postmoderna intenta desengancharse de la nación-Estado, vinculada al concepto moderno de soberanía absoluta pero la reacción frente al estatismo no resuelve de raíz el problema ya que suele tratarse del intento de reproducir pequeños Estados dentro del gran Estado.
En este contexto cultural y social, ¿qué sucede con la cuestión de Dios? La mentalidad postmoderna considera que Dios, si existe, no tiene nada que ver con la vida humana; las múltiples circunstancias que condicionan la vida de los hombres no están relacionadas con Dios. Es la ley del péndulo: antes se metía a Dios hasta en la sopa; ¿quién y cuándo se parará el pendular de un extremo al otro?
Para los postmodernos la religión es una realidad cultural que se expresa en diferentes sensibilidades y experiencias; lo que se pide de un buen ciudadano es que sea tolerante y no defienda una religión en contra de las demás. En clave postmoderna la religión es plurivalente. Y esta pluralidad no tiene nada que ver con la verdad o el error, sino con el sentimiento y las percepciones, o sea con estilos de vida diferentes.
Con esta pluralidad, no necesariamente relativista o fragmentada, están relacionados dos fenómenos emergentes: la globalización y el multiculturalismo, términos clave del actual discurso público.
Desde un punto de vista social y político, se valora la responsabilidad cívica. No hay que esperar a que el Estado nos otorgue libertades y nos haga virtuosos: no hay más libertades que las que uno se toma ni más virtudes que las que uno vitalmente adquiere.
Algunas de las nuevas tecnologías de la comunicación no se compatibilizan fácilmente con la rigidez política del actual sistema de soberanía absolutista del Estado monopolizador y centralista. Las comunidades vitales entran en una dinámica de revolución pacífica frente a las fuerzas económicas o el poder político. Los pensadores occidentales (antes cristianos) no paran de llenar páginas y páginas escritas sobre sus teorías para arreglar las cosas pero la sociedad occidental, antes cristiana, está aletargada, acomodada en lograr solo el placer del instante. La realidad vital ha surgido en el mundo musulmán; ha rebrotado la “primavera árabe” en Egipto, inaugurada no hace todavía una década. Occidente mira de reojo mientras sigue enganchado a la tele, al móvil, al ordenador y a los video-juegos.
En la Postmodernidad vuelve a ser imposible discutir de ética y de política sin recurrir a algo así como una verdad verdadera de la vida humana, es decir, a lo que hemos empezado a llamar nuevamente humanismo que ya reclamaron los europeos del siglo XVI como Moore, Erasmo y compañía.
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