Libertad, diversidad,
pluralismo
Como la unidad en la pluralidad debe
reflejarse en la vida y en las obras de los hombres, creados a imagen y
semejanza de Dios, me gusta con cierta frecuencia releer las enseñanzas de san Josemaría Escrivá que, por su carisma, predicó habitualmente a
la inmensa mayoría de los bautizados, cristianos corrientes que no son frailes, monjas o sacerdotes, pero son tan discípulos de Cristo como ellos. Dios le encomendó la misión de movilizar
a los hombres y mujeres bautizados para que la llamada a la santidad y al
apostolado no quedara reducida para un grupo (estadísticamente muy pequeño) de
miembros de la Iglesia de Cristo.
Incapié en ello hizo el Concilio Vaticano II, luego Juan Pablo II y ahora el papa Francisco.
Incapié en ello hizo el Concilio Vaticano II, luego Juan Pablo II y ahora el papa Francisco.
Decía san Josemaría, por ejemplo, con motivo de una
fiesta de la Santísima Trinidad que “en
todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La
Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche
de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo
de la libertad en el sometimiento para salvar a la humanidad de la esclavitud
del pecado”.
El eminente profesor José Luis Illanes tiene escrito que en la predicación de san Josemaría estuvo la proclamación de la libertad como rasgo distintivo del ser humano, y, más concretamente, a la proclamación de la libertad en las cuestiones temporales (cfr Romana, 31 (2000) 300-326). El criterio de apertura y, en su raíz, de trascendencia respecto a todo tipo de opiniones y pareceres temporales, ha sido reiterado por el Fundador y por las autoridades de la Prelatura (Codex iuris particularis Operis Dei, n. 88, & 3).
En un texto al respecto se lee: "Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos -conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo-, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño".
Ese amor a la libertad en lo temporal es parte esencial de su espíritu, aunque algunos no puedan o no quieran entenderlo: "en el Opus Dei el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado (…) la diversidad de opiniones y de actuaciones en lo temporal y en lo teológico opinable, no es para la Obra ningún problema: la diversidad que existe y existirá siempre entre los miembros del Opus Dei es, por el contrario, una manifestación de buen espíritu, de vida limpia, de respeto a la opción legítima de cada uno”. Ojalá que nunca nadie se atreva a decir que soy yo quien dice qué cosas son las temporales y cuáles las opinables.
"Desde el mismo momento
en que se acercan a la Obra -declaraba en 1967-, todos los socios
conocen bien la realidad de su libertad individual, de modo que si en algún
caso alguno de ellos intentara presionar a los otros imponiendo sus propias
opiniones en materia política o servirse de ellos para intereses humanos, los
demás se rebelarían y lo expulsarían inmediatamente (…) El respeto de la
libertad de sus socios -proseguía- es condición esencial de la vida
misma del Opus Dei. Sin él, no vendría nadie a la Obra. Es más. Si se diera
alguna vez -no ha sucedido, no sucede y, con la ayuda de Dios, no sucederá
jamás- una intromisión del Opus Dei en la política, o en algún otro campo de
las actividades humanas, el primer enemigo de la Obra sería yo” (Conversaciones con Mons Escrivá, n. 28). En aquella década del siglo XX hablaba de socios pero una vez erigida la Prelatura, ya Juan Pablo II explicó que no son ni socios ni miembros sino fieles.
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