¿Hay algo que cambiar?
Parece que Malaquías tendrá (una vez más) razón y aciertO en que a "de gloria olivae" (Benedicto XVI) le sucede "Pedro romano", el último de su lista. Francisco no es el del fin del mundo aunque dijo él mismo al aparecer en el balcón de la loggia que los cardenales, para elegir nuevo obispo de Roma, han ido al fin del mundo, ya que procede de Argentina, geográficamente en las antípodas de Italia. Era el cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires.
Rompiendo esquemas
A unas semanas vista de su elección, son tantas las noticias y anécdotas que ha suscitado, que van confirmando la primera intuición. Se dice que "es la que vale".
Lo de ir desprendiéndose de arreos, lo de los zapatos no protocolarios, lo de no querer ir a vivir en el palacio apostólico y quedarse en santa Marta, lo de apuntarse a comer con el nuncio y sus amigos sacerdotes, etc., etc, etc., solo conducen a afirmar que está rompiendo esquemas.
Conmueve y llena de esperanza verle simplificando también el talante litúrgico, manteniendo la dignidad debida, a la vez que no está agarrotado como los rubricistas. Ha recordado que el amor a la Liturgia "no es puro adorno y gusto por los trapos".
Lo de que los pastores huelan a oveja y que quiere las iglesias abiertas y la luz del confesionario encendida, habrá extrañado a muy pocos. Es de cajón que el servicio pastoral consista en tener la tienda abierta y en horarios adecuadas al cliente.
¿Hay algo que cambiar?
En 1959, Juan XXIII dijo que convocaba un Concilio; sería el Vaticano II, pero no la continuación del anterior, por la clara independencia de aquel en sus objetivos. Quería buscar un incremento de la fe católica y una saludable renovación de las costumbres del pueblo cristiano, y adaptar la disciplina eclesiástica a las condiciones de nuestro tiempo (Enc. Ad Petri cathedram, 29.VI.59) y también deseaba el “aggiornamento” para dar una demostración de la vitalidad de la Iglesia en los tiempos actuales, favorecer la unidad de los cristianos separados de Roma, y ofrecer al mundo una ocasión de alcanzar la paz (Bula Humanae salutis, 25.XII.61).
Ya el propio Cristo se encontró con los tradicionalistas judíos de su tiempo. "¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de nuestros mayores? (…) Él les respondió: ¿Y por qué vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Porque Dios dijo… Pero vosotros decís… habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas" (Lc 15,2-7).
Juan Pablo II recordaba en la Carta Apostólica sobre ecumenismo Orientale lumen (1995) que la Tradición es el “marcado sentido de la continuidad” pero no debemos caer en la tentación de sentirnos “prisioneros del presente” al perder la conciencia de que el hombre forma parte de “una historia que le precede y lo sigue”. Por eso la Tradición, que es patrimonio de la Iglesia de Cristo, no consiste en “una repetición inalterada de fórmulas, sino un patrimonio que conserva vivo el núcleo kerigmático originario (...) Como puro inmovilismo, la Tradición corre el peligro de perder su carácter de realidad viva que crece y se desarrolla, y está garantizada precisamente por el Espíritu para que hable a los hombres de todo tiempo (...) La Tradición nunca es mera nostalgia de cosas o formas pasadas, o añoranza de privilegios perdidos” (OL, 8).
Ya se había referido a ello desde el principio de su servicio petrino, en su primera encíclica de 1979, Redemptor hominis: “se siente la Iglesia interiormente más inmunizada contra los excesos del autocriticismo, es más resistente frente a las variadas “novedades”, más madura en el espíritu de discernimiento, más idónea a extraer de su perenne tesoro “cosas nuevas y cosas viejas”, más centrada en su propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para la misión de la salvación”.
Y alertaba ante las voces “freno”, en concreto referentes al ecumenismo: “Hay personas que hubieran preferido echarse atrás. Algunos, incluso, expresan la opinión de que estos esfuerzos son dañosos para la causa del Evangelio, conducen a una ulterior ruptura de la Iglesia, provocan confusión de ideas y abocan a un específico indiferentismo (...) A todos aquellos que por cualquier motivo quisieran disuadir a la Iglesia de la búsqueda de la unidad universal de los cristianos hay que decirles una vez más: ¿Nos es lícito no hacerlo?".
El propio Espíritu que habla a las Iglesias en su cabeza, lo hace en sus miembros y promueve muchos y variados carismas en el tejido eclesial para alcanzar el objetivo prioritario del Concilio Vaticano II: difundir la llamada universal a la santidad (todos abiertos a Dios) y vivir con fidelidad exquisita la misión de ir a todas las gentes (todos abiertos a todo el mundo).
No hay comentarios:
Publicar un comentario