Era un 25 de enero, día que la Iglesia celebra la conversión de Saulo, cuando el papa bueno Juan XXIII anunciaba al mundo y a la Iglesia la convocatoria del Concilio llamado Vaticano II. Benedicto XVI, con motivo del 11 de octubre de 2012, 50 aniversario de su inauguración, recordaba “la alegría, la esperanza y el impulso que nos dio a todos nosotros participar en este evento de luz, que irradia hasta hoy.”
Monseñor Roberto Cáceres, hoy obispo emérito de Melo en Uruguay,
que como Ratzinger participó muy joven en aquel evento, ha manifestado su actual visión de aquel
momento. Se supone que calificarlo como el “evento del milenio”, tal como hacen
algunos analistas del siglo XX, no quiere decir que tienen claro que el próximo Vaticano III será dentro de mil años.
Monseñor Cáceres comentaba que iban al
Concilio con la idea de que "en la Iglesia había como un anquilosamiento, como
una rutina. Se tenía la percepción de que no llegábamos a la gente... Uno veía
que había una separación, no buscada, sino un poco creada por nuestra forma de
encarar el mensaje cristiano, el mensaje de Jesús… Así, con nuestras actitudes,
nuestros ritos, nuestra forma de hablar, el mismo latín en las formas
litúrgicas, en la eucaristía", se daba a entender que estábamos hablando sin
sintonizar con la gente.
"Nosotros ya teníamos el pensamiento de Juan XXIII, con su aggiornamento. Yo ubico un
cambio en la Lumen Gentium. En el
esquema de ese documento, que habla de la “Luz de las gentes”, de Jesús en la
Iglesia, de la Iglesia como prolongadora de Jesús, había un primer capítulo con
generalidades. Luego el segundo, sobre la jerarquía y en el tercero estaba el
pueblo, después llegan otros hasta que se ubica a María. Pero entonces se
invirtió el esquema…, se propuso primero el pueblo y después la jerarquía, que
está al servicio del pueblo. Eso que parece algo tan trivial, puso -como
objetivo de la Lumen Gentium-,
a Jesús mismo que vino a servir y no a ser servido.,, Eso lo cambió todo,
iluminó todos los 16 documentos que emitió el Concilio.
Otro
momento que cambió las cosas, digamos como “del día a la noche” estuvo en
la discusión sobre el comienzo de Gaudium
et Spes, donde se habla de la Iglesia dentro del mundo, la Iglesia
impregnando a la sociedad, dándole tonalidades cristianas a los
acontecimientos, que es su tarea en el mundo. Se discutió si se comenzaba con
“las calamidades, las angustias, los dolores, los sufrimientos del mundo”... O
mejor comenzar positivamente, “con las alegrías y las esperanzas”. Entonces se
votó y se optó para empezar por lo positivo. “Gaudium” --las alegrías--, y
“Spes” --las esperanzas--, o sea toda la esencia del cristianismo que es la
alegría de vivir. Porque si algo no valoramos lo suficiente es la vida, tan
distinta del resto de la creación, a imagen de Dios, creada por Dios. Tan
importante que cuando el Hijo de Dios viene al mundo se hace vida humana.
La
Dei Verbum también trajo un gran cambio pero temo que se pudo
quedar en un después demasiado teórico. Es cierto que se lee más la Biblia en
la liturgia, pero me temo que todavía no hayamos entusiasmado a la gente con la
Palabra de Dios. Es verdad que se ha insistido en tenerla, en leerla pero no
sabría decir si se ha insistido en incorporarla… Diría que el cambio fue
formal.
En ese entonces había un clima generalizado no solo de aceptación,
sino de recepción de los documentos del Concilio Vaticano II…. Porque la gente
no entendía, se le hacía una cosa muy difícil ser cristiano, y no asociaba
actitudes cristianas con el cristianismo. Se creía que ser cristiano era
pasarse rezando o participando en el templo y no, por ejemplo, en el mundo del
trabajo o del estudio, o del arte, sino que eso era otra cosa... Así es que a
mi modo de ver, todo fue muy positivo y lo seguirá siendo, en la medida en que
vayamos avanzando en propuestas del Concilio, que aún no han sido asumidas ni
conocidas.
El conocido teólogo español José Ignacio González
Faus, recientemente explicaba que el
Vaticano II intuyó muy bien que el primer efecto de la salvación de Dios es la
comunión entre los hombres, fruto y reflejo de la comunión con Dios... Esta
necesidad de visibilizar la comunión impone también a la Iglesia una serie de
reformas estructurales.
En
cierto modo, la reforma de una Iglesia que se autodefine como la semper
reformanda, es una tarea imposible y siempre pendiente. Hay, desde luego,
reformas más importantes que no pueden imponerse por decreto, sino que el
Espíritu las va suscitando en el pueblo de Dios: así ocurrió antaño con las
Órdenes religiosas que nunca fueron fundadas ni concebidas "por
Roma", sino que nacieron desde la base de la Iglesia. Otras reformas son
en exceso genéricas y, por eso, puede ocurrir que se acepten teóricamente y no
acaben de cumplirse prácticamente (así ocurre, por ejemplo, con la opción por
los pobres, en la cual nuestra Iglesia todavía se muestra en niveles cercanos a
la tibieza).
Hay
reformas concretas, y factibles ya desde hoy mismo. Al menos es
factible el ir caminando hacia ellas y en la dirección marcada por el Vaticano
II, el cual no fue en la Iglesia un paréntesis ni un episodio, sino un camino.
La misma estructura fuertemente autoritaria de la Iglesia las hace más
posibles. Y por eso, en su formulación, parece que sólo afectan a la Iglesia de
Roma.
Las
estructuras son un elemento fundamental de la visibilidad de la Iglesia y por
eso afectan decisivamente a su carácter de signo o sacramento. Pero muchas de
las conductas por las cuales la Iglesia resulta hoy escándalo, y nubla a Dios
en lugar de transparentarlo, no dependen de la bondad o de la integridad de las
personas, sino de la deficiencia de las estructuras.
Es un dato conocido y obvio que, en los primeros siglos de la Iglesia, el papa no rigió ningún Estado. Sin embargo, a la caída del Imperio iba poseyendo dominio cada vez más grande. Poco a poco, ante la presiones de funcionarios bizantinos y, sobre todo, ante la amenaza de los lombardos cuando se retiraron los bizantinos de Italia, el papado comenzó a tener su ejército propio de defensa. A la vez, los papas trataron de aprovechar las controversias dogmáticas de los orientales durante el siglo siguiente, para ir obteniendo reivindicaciones ante el emperador. Transcurrieron así unos siglos de constante tira y afloja entre papado e imperio. Un tira y afloja hecho de desconfianza, de necesidad mutua y de utilización.
En
los estados pontificios se cumplió la dinámica corruptora de todo poder hasta
Trento aunque su reforma llegó probablemente tarde y, a pesar de su radicalidad
innegable, cabe preguntar si fue completa, es decir, podría afirmarse
que Roma se reformó totalmente de lo que significaba Alejandro VI, pero quizá
no de lo que significaban Julio II y León X: la inmoralidad personal
desapareció; pero quedaron la astucia política y el fasto mundano.
Hoy día, a pesar de lo minúsculo del Vaticano, por el mero hecho de ser Estado, no deja de ser un acervo de poder mundano. Y esto puede contaminar la misión -no ciertamente política- del sucesor de Pedro. El solo hecho de ser jefe de Estado sitúa al Papa (más allá de sus buenas intenciones) en un determinado "mundo," que no es el entorno en el cual Jesús estaba situado y recomendó a los suyos situarse .
Esa posición coloca a la Iglesia en una atmósfera de protocolos, politiqueos, costos desmedidos, guardaespaldas, faustos y otras mil pinceladas de todo aquello que el lenguaje ascético tradicional llamaba "vanidades," y que Jesús recomendaba evitar, con el lenguaje de su tiempo (Lc 10, 4 ss).
El Papa podría residir en el Estado Vaticano, pero no debería ser el jefe terreno de ese Estado, sino un ciudadano de él, como son ciudadanos los demás obispos en sus diversos estados.
Los Nuncios
frustran su misión evangélica cuando se convierten en un cargo de embajador político con investidura política como delegados del poder central. De acuerdo con ello, el Nuncio está
más de parte de Roma que de parte de los obispos ante Roma; viene siempre de fuera. Se escuchó una vez a un obispo que declaraba:
"cuando los obispos hablamos por televisión no estamos pensando en el
público sino en el Nuncio..."
Si el diminuto Estado Vaticano ha de tener sus embajadores, que sea una persona distinta del Nuncio. A lo largo de la historia de la Iglesia han existido otras figuras de nuncios muy distintas del actual rol diplomático y, seguramente, más evangélicas.
Fue en el siglo XVI y a imitación de lo que hacían los estados laicos (con Venecia a la cabeza) cuando el papado comenzó a abrir "embajadas" en diversos estados del mundo católico: en Gratz (1573), en Lucerna (1579), en Colonia (1580), en Bruselas (1606)... etc.
San Francisco Javier tuvo el cargo de legado pontificio, y fue precisamente el carácter no político de su título lo que le permitió ejercerlo de manera "bastante singular en verdad," como escribe D. Rops: "desdeñaba las pompas y los faustos, se arrodillaba humildemente delante del arzobispo (el franciscano Juan de Albuquerque) y se alojaba en un hospital cuidando a los enfermos y aun a los leprosos".
Ese papel de Nuncio no tiene que
ser realizado por un hombre de curia, sino que por un pastor. Otra
estructura eclesiástica a reformar es el actual nombramiento de obispos para recuperar el
modo primigenio, evangélico y democrático, deshaciendo el cambio extraño dado
en su día ante la implantación del poder central.
También
aquel rodillo del poder central aniquiló la pluralidad de ritos litúrgicos, de
lenguas y culturas, actitud uniformadora que arrasa con la maravillosa
pluralidad de los seres y de las personas.
Y
no digamos cuán pendiente está la reforma estructural para dar cabida a los
laicos en las estructuras eclesiales, dejándoles participar con toda su fuerza
divina y humana, eliminando el radical clericalismo antievangélico y secundando
la voluntad de Dios, manifestada en Cristo Jesús.
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