jueves, 13 de diciembre de 2012

EL BUEY Y LA MULA DEL BELÉN


La prensa mundial se ha hecho eco de la referencia al buey y la mula que tradicionalmente se colocan en todo belén porque en el tercer libro sobre Jesús, La infancia de Jesús, de Benedicto XVI publicado en noviembre de 2012, dice que no están citados por los evangelios tales animales (p 76) pero con ello no quiere pedir que dejen de ponerse. 

Explícitamente escribe: «Ninguna representación del nacimiento renunciará al buey y al asno» (p. 77).


Lo que quiere es explicarnos por qué se ponen en el belén aunque no se citen en los Evangelios. Se trata de que, usando la inteligencia en las cosas de la fe, sepamos entender que esos dos animales se ponen en el portal no porque estuviesen allí pero sí como signos de cosas muy interesantes que la iconografía creyente ha descubierto o va descubriendo poco a poco.

Una primera interpretación a la presencia del buey y la mula en todo portal, el papa recuerda que se deduce del texto del profeta Isaías: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no me conoce, mi pueblo no discierne» (Is 1, 3). Es clara referencia a lo que también dice el evangelio de Juan en su inicial primer capítulo: «vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11).

Efectivamente cuando el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, cuando nació en Belén, a pesar de estar profetizada su venida desde siglos antes, el pueblo judío no le recibió. No había sitio para ellos en la posada; nadie de los belenitas le recibió a pesar de que José y María procedían de la familia de David, natural de Belén, y por tanto en esa aldea habría familiares suyos. En terminología popular cabe pensar que allí viviría la tía Pepita, hija de un primo del padre de san José; o los primos manolos que eran hijos de la Manuela: su padre era un primo o sobrino del abuelo de María. Sólo le "recibieron" unos pastores avisados por los ángeles y unos no judíos, magos venidos de Oriente.

Benedicto XVI recuerda así mismo una segunda interpretación que quiere ver –como pasará con la de los tres reyes magos- que el buey y la mula pueden también representar a toda la humanidad compuesta por judíos y gentiles.

A mí me fascina una tercera interpretación que "me saco de la manga". El buey es un animal imprescindible en todo pueblo agrícola pues es alimento sabroso y un animal maravilloso y necesario para la labranza. En el libro de Isaías las referencias al buey son ocho y en este sentido. El asno sale citado cuatro veces; la mula ninguna aunque el muladar una vez y el mulo otra. El asno o la mula también son animales insustituibles –en aquellos tiempos del profeta y en tiempos bastante recientes- en la vida cotidiana, para el trabajo diario y para los desplazamientos de la mayoría de la gente; sólo los potentados no montaban en un asno sino en caballos o camellos.

La presencia del buey y la mula o el asno nos puede servir para ver el signo divino del valor del trabajo ordinario del que nos hablan esos nobles animales. El Creador puso al hombre en la tierra para trabajar y así ganarse el cielo. Cuando Dios se hace hombre para redimir al hombre y recomponer el divino orden primigenio, lo hace pasándose casi toda su vida terrena trabajando en el taller de Nazaret. Sólo cambiará ese trabajo manual por el trabajo pastoral o apostólico los dos últimos años y medio.
 
Isaías habla del buey y la mula por inspiración divina y no tiene por qué ser consciente o entender perfectamente el significado de ese signo. Los profetas hablan en nombre de Dios y no en nombre propio.

Con el Concilio Vaticano II ha llegado la hora en que el Espíritu impulsa definitivamente la olvidada llamada universal a la santidad  que no es cosa de unos pocos, sino de todos los bautizados que han de enseñarlo a toda la humanidad. La Iglesia –decía Juan Pablo II- debe “formar” una espiritualidad del trabajo que ayude a todos los hombres a acercarse a Dios, Creador y Redentor, participando en los planes salvíficos, asumiendo la participación en la triple misión de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey, tal como enseña el Concilio Vaticano II (Enc. Laborens exercens, 24).


Un autor moderno dice: "Si un hombre es barrendero, tendría que barrer las calles como pintaba Miguel Ángel, como componía Beethoven, como escribía Shakespeare". El 5 de enero de 1964, desde Nazareth, Paulo VI exhortaba a aprender la lección del trabajo, la conciencia de su dignidad. Y señalaba "al gran modelo, al hermano divino, al defensor de todas las causas justas, es decir: a Cristo, Nuestro Señor", el hijo del carpintero, como era conocido Jesús.

Había escrito Cicerón: “De una tienda o de un taller nada noble puede salir”. En la Antigüedad griega y romana, el trabajo, especialmente el corporal, fue considerado como indigno del hombre libre, labor de los esclavos, aunque también había trabajadores libres: los artesanos, los cuales tenían derecho a asociarse… pero como llegaron a lo político, César los suprimió.

El cristianismo, trajo consigo una nueva concepción del trabajo, incluso del manual, fundada en la igualdad natural de los hombres. En el “Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica”, n 259, se lee: «En su predicación, Jesús enseña a apreciar el trabajo. Él mismo “se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto al banco del carpintero”, en el taller de José (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3)... Jesús condena el comportamiento del siervo perezoso, que esconde bajo tierra el talento (cf. Mt 25, 14-30) y alaba al siervo fiel y prudente a quien el patrón encuentra realizando las tareas que se le han confiado (cf. Mt 24, 46). Él describe su misma misión como un trabajar: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” (Jn 5, 17); y a sus discípulos como obreros en la mies del Señor, que representa a la humanidad por evangelizar (cf. Mt 9, 37-38)».

El Concilio último recuerda que “el trabajo está en armonía con el precepto divino de someter la tierra… por lo cual, el mensaje cristiano, lejos de apartar al hombre de la edificación del mundo, le empuja a ello con mayor energía” (Gaudium et spes,34).

El trabajo –enseñaba san Josemaría Escrivá, canonizado por Juan Pablo II- en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Escritura Santa. Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras (…) Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios (…) además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora (…) realidad santificable y santificadora.

Los obispos sudamericanos (el CELAM) en 2007 celebraron su Conferencia, a la que asistió Benedicto XVI en el santuario mariano brasileño, y concluyeron con el llamado “Documento de Aparecida” en el que se lee (120- 122) que el trabajo está vinculado con la creación ya que "en la belleza de la creación, que es obra de sus manos, resplandece el sentido del trabajo como participación de su tarea creadora y como servicio a los hermanos y hermanas. Jesús, el carpintero (cf. Mc 6, 3), dignificó el trabajo y al trabajador” y recuerda que el trabajo no es un mero apéndice de la vida, sino que “constituye una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra", por la cual el hombre y la mujer se realizan a sí mismos como seres humanos.

Asimismo señalan que "Damos gracias a Dios porque su palabra nos enseña que, a pesar de la fatiga que muchas veces acompaña al trabajo, el cristiano sabe que éste, unido a la oración, sirve no sólo al progreso terreno, sino también a la santificación personal y a la construcción del Reino de Dios. El desempleo, la injusta remuneración del trabajo y el vivir sin querer trabajar son contrarios al designio de Dios”.

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