miércoles, 23 de mayo de 2012

ATENDER A LA VOZ DEL ESPÍRITU

De repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento impetuoso



Benedicto XVI, en su primera intervención como Sucesor de Pedro, en la homilía de la Eucaristía de inauguración de su pontificado, manifestó su disponibilidad a secundar al Espíritu: “Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia” (domingo 24 abril 2005).

Su antecesor, Juan Pablo II, impulsando los objetivos conciliares, había propuesto para preparar el Gran Jubileo del año 2000: “En el campo eclesial, una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea” (Tertio millennio adveniente, 46). 

Era el programa tridimensional (acogida, dedicación y diálogo) que dibujaba para el tercer milenio; como siempre, impulsando tanto la acogida del Espíritu como la correspondencia humana a sus dones. La atenta escucha reclamada supone poner “los cinco sentidos” que se dice vulgarmente, aunque además de los cinco externos hay que poner también los internos de la inteligencia y del amor como son la imaginación, la fantasía, etc.
Esta es la hora // en que rompe el Espíritu // el techo de la tierra, // y una lengua de fuego innumerable // purifica, renueva, enciende, alegra // las entrañas del mundo (Himno de laudes).

El Concilio Vaticano II, atento a la voz del Espíritu, decidió cambiar los modos y maneras del actuar de la Iglesia, tanto dentro de sí misma como con el mundo, para hacerla más auténtica, espiritual y únicamente según la voluntad de Cristo, su fundador. Reformada, limpia, sin ataduras mundanas, sin compromisos con el poder temporal, sin proyectos políticos: Cristo no la fundó para saciar intereses particulares o partidistas porque es el Redentor universal de todos los hombres. Y la Iglesia ha tomado viva conciencia de ser su instrumento para perpetuar esa misión redentora y universal hasta el fin de los tiempos.

Estamos como ante una nueva Pentecostés para la Iglesia y para el mundo del tercer milenio pues la comunidad de discípulos, atenta a la voz del Espíritu, está llena de fuerza, ha perdido el miedo y ha entendiendo de nuevo su cometido; por eso sale (otra vez) como del encerramiento en el Cenáculo, decidida a cumplir el mandato imperativo de Cristo de ir y predicar a todas las gentes.

La Iglesia quiere ser fiel a su Señor y vuelve a salir a buscar al hombre, esté donde esté, haga lo que haga: ir a por la oveja perdida, dejando las 99 a salvo en el redil. Ir a por Zaqueo e invitarse a su casa. Ir a por la samaritana y quedarse en ese pueblo unos días. No rehuir la invitación de publicanos ni el contacto con los pecadores, ni con Pilato ni con el centurión de Cafarnaúm. Como hizo Cristo, sus discípulos han de corretear por todos los caminos de la tierra donde encontrarán hombres y mujeres espiritualmente ciegos, cojos, paralíticos, leprosos… que –aunque no lo parezca- están ansiosamente esperando oír la Palabra de Dios porque buscan el camino y la verdad.

En una ocasión Jesús le dijo a Felipe:tanto tiempo conmigo y ¿todavía no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9) pues Cristo es la manifestación humana del Amor divino.

Ese es el nuevo humanismo cristiano del que hablaba Pablo VI, el de los hombres y mujeres de fe del tercer milenio, los nuevos sant@s que la Iglesia y el mundo necesitan. Los hombres y mujeres bautizados, enamorados de Dios (es el primer mandamiento) y por ello enamorados del hombre (el segundo mandamiento) pero no en plan teórico, sino compartiendo sus alegrías y sus tristezas, sus ilusiones y sus disgustos, sus progresos y sus fracasos y que el papa Wojtyla dibujó como “heraldos del Evangelio, conocedores del corazón del hombre y a la vez contemplativos”.

La renovación de la Iglesia que el Espíritu ha promovido con Vaticano II es la renovación de su dimensión humana que Dios ha dejado en manos del hombre; no de su dimensión divina que sólo Cristo pudo darle y que no puede necesitar renovación. 
El progresivo evolucionar de la inteligencia humana hacia su plenitud hizo progresar a los hombres de la edad de piedra a la de hierro. Permite descubrir las cosas poco a poco, no todo desde el principio: el fuego, la rueda, la gravedad, el petróleo, etc. Evolución que se da también en la inteligencia creyente que, poco a poco, va comprendiendo o descubriendo el insondable contenido de lo que hay en la Revelación.

Hoy se necesita esa más atenta escucha a la voz del Espíritu y para ello –como recoge el Catecismo de la Iglesia- conviene recordar que la libertad humana mal utilizada puede encadenar al mismo Espíritu (cf CEC, 243). El Espíritu actúa hoy en la Iglesia como lo hizo en el pasado en el pueblo de Israel, a través de los profetas por quienes anuncia la purificación de aquel pueblo de Dios de todas sus infidelidades (cf CEC, 64). 

Hoy como ayer, Dios mismo, por su amor infinito al hombre, sigue poniendo los medios –si queremos- para ayudarnos a rectificar. Los profetas de hoy en la Iglesia, para la Iglesia y para el mundo, son hombres y mujeres con ese carisma del Espíritu que no debe estar encadenado o monopolizado por quien tenga el de reconocerlo. El Catecismo de la Iglesia católica enuncia concretamente como mujeres proféticas a “Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester; de ellas –añade- la figura más pura de esta esperanza es María (CEC, 64).

Reza el salmo 94: “Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto: cuando vuestros padres me pusieron a prueba, y dudaron de mí, aunque habían visto mis obras»". Durante cuarenta años aquella generación me repugnó, y dije: «Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino».

Los profetas, hoy como ayer, son enviados para educar en la fe al pueblo elegido y ayudar a no caer en el ritualismo, en la intransigencia con los ritos y gestos externos, sin la correspondiente actitud interior (cf CEC, 2100 y 2581). Los profetas denuncian el adulterio como imagen de la idolatría (cf CEC, 2380), acusan de haber roto la alianza y haberse comportado como una prostituta (cf CEC, 762). Los profetas son enviados como testigos del amor de Dios (cf CEC, 64) y de la justicia divina (cf CEC, 2543). Incluso despiertan el corazón de los paganos (CEC, 522) y por ellos Dios llama a Israel y a todas las naciones (cf CEC 201).

El día de Pentecostés, a los10 días de la ascensión al cielo de Jesucristo con su cuerpo glorioso resucitado, estaban los apóstoles reunidos en el Cenáculo, junto con María, la Madre de Jesús, y otras y otros de entre los 500 hermanos a los que se les apareció el Resucitado (cf 1Cor 15,6). Esperaban al Espíritu Santo prometido por el Señor Jesús y esa misma tarde se añadían más de 3.000 bautizados (cf Act 2,41). En el tercer milenio, la cifra llega a los mil doscientos millones.
            De la Iglesia, fundada por Jesucristo en el extremo oriental del Mediterráneo, sabemos hasta el día y la hora en que empezó; no ha habido cultura ni imperio antiguo, por grande que haya sido, del que sepamos la exactitud de tantos detalles y que perdure por los siglos de los siglos.

Es la hora de una atenta escucha a la voz del Espíritu que sigue decidido a intervenir no sólo en la Iglesia, sino en toda la humanidad. El Espíritu es enviado sobre la Iglesia el día de Pentecostés pero no quiere decirse que antes no actuara. Se posó sobre la Iglesia inicial de manera ostensible, pública y extraordinaria, como se había posado antes sobre Cristo en el Jordán también de manera ostensible y pública. Pero ya anteriormente Cristo, como hombre, estaba lleno del Espíritu Santo desde el mismo momento de su concepción.
Isabel quedó llena del Espíritu Santo cuando, embarazada de seis meses, recibe la visita de María que está de pocas semanas (cf Lc 1,41). También Zacarías fue lleno del Espíritu Santo al nacer su hijo Juan Bautista y soltársele la lengua (cf Lc 1,67). El Espíritu Santo ya actuaba antes de la encarnación del Verbo pues María ya estaba llena del Espíritu Santo cuando recibió el anuncio de Gabriel, antes de concebir a Jesús (cf Lc 1,28).

Y así, mirando hacia atrás en la historia, como le gustaba trabajar a Juan Pablo II (cf Dominum et vivificantem, 12), nos encontramos con que evidentemente el Espíritu ya actuaba en la creación, siendo el Señor y Dador de vida: es la Persona divina que comunica la vida a los seres que surgirán de las aguas. El Espíritu se cernía sobre las aguas del planeta (cf Gn 1,2) y por él brotaron los vegetales y aparecieron los animales, los seres vivos, cuando estaban la Palabra de Dios y el Soplo. 

Pero además el Espíritu Santo tiene su actuación concreta sobre la materia preexistente para que surja la vida humana y ese Soplo insuflado por las narices (cf Gn 2,7) crea el cuerpo humano y el nuevo ser vivo, imagen y semejanza de Dios. Es el mismo Soplo de Cristo resucitado cuando se aparece por primera vez en el Cenáculo y promete que recibirán el Espíritu Santo (cf Jn 20,22). Ello ocurre con un viento impetuoso que todos los de Jerusalén pueden advertir (cf Act 2,2). El Concilio Vaticano II recuerda que “sin duda el Espíritu Santo obraba ya en el mundo antes de la glorificación de Cristo” (Ad gentes, 4).

La actuación pública de la Tercera Persona de la Trinidad Beatísima no es en modo alguno único e incompatible con su actuar en privado, sin ostentación ni publicidad, en cada alma humana.

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