lunes, 16 de enero de 2012

¿QUIEREN DEMOLER LA IGLESIA?

La demolición de la iglesia en Cartago
Disentir es corregir por amor
Reacios recalcitrantes
Rehabilitar sin tocar los pilares
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Del 18 al 25 de enero, cada año, se vive el octavario de oración por la unidad de los cristianos. Entusiasma leer y releer la encíclica ecuménica de Juan Pablo II de 1995 donde deja escrito: “¡Ut unum sint!, ¡que sean uno! La llamada a la unidad de los cristianos que el Concilio Vaticano II ha renovado con tan vehemente anhelo, resuena con fuerza cada vez mayor". Esa unidad deseada por Cristo es obra a la par de los cristianos colaborando con el Espíritu Santo. La ruptura es obra humana. 

Se dice con frecuencia que no hay que temer a los enemigos de fuera por grande que sea su poder; el enemigo imponente está dentro.





La demolición de la iglesia en Cartago

La desaparición de la iglesia o comunidad cristiana en Cartago y de las otras casi 600 de la costa norte del África romana se suele atribuir a la "pasada" de los vándalos desde el oeste marroquí hasta el este egipcio en el siglo V. Innnegablemente hubo muchos mártires por parte de Genserico durante sus casi 50 años por esas tierras y luego de su hijo Hunerico que del 477 al 84 arrasó por doquier; algunos afirman que hubo hasta 400 mil mártires "de su puño y letra".

Pero Tadeus Dalczer, con los textos de Kommodian, un cristiano de Cartago del siglo III, reflexiona sobre la desaparición de esta iglesia particular norteafricana. Echa una mirada acaba la 7ª persecución, la de Decio (249-251), quien, en vez de matar a los cristianos,  prefería martirizarlos para asustarles. Los martyres son los que sufrieron tormentos; los fideles los que huyeron y se escondieron; y los lapsi eran los renegados.

Las tensiones surgidas en la comunidad cristiana de Cartago se debieron, principalmente, a la actitud de los martyres, quienes exigían más derechos. Fueron ellos, los mejores, los que sembraron la confusión pues al mismo tiempo tenían también sus propios planes, y su propia voluntad, y fueron ellos -dice Dalczer- los que demolieron la Iglesia de Cristo. Es algo realmente estremecedor. No lo hicieron los renegados, ni los débiles que traicionaron a Cristo; fueron los martyres quienes demolieron la Iglesia.

La situación se hizo tan dramática que después del primer cisma, que tuvo un alcance relativamente pequeño, la Iglesia de Cartago se vio amenazada por una segunda división mucho mayor como consecuencia de la actitud de los martyres durante la 8ª persecución en tiempos de Valeriano, en la que resultó muerto el obispo de Cartago, san Cipriano, en el 258. Cipriano apoyaba al papa Cornelio que se le tachaba de libertino por perdonar a los lapsi aunque anteriormente había sido rigorista y denunciaba al papa Esteban que consideraba válidos los bautismos administrados por herejes.

Aquellos martyres son para nosotros una advertencia, dice Dalczer. Incluso tu disposición a entregar la vida por Cristo no prueba que tengas una auténtica adhesión a él. Esa adhesión la demuestran tu humildad y tu deseo de no hacer tu propia voluntad, sino la de Cristo.

Disentir es corregir por amor

Tengo recogido un artículo de J. I. González Faus en La Vanguardia con unas citas muy interesantes. Ayer hablábamos de qué obispos nos gustaría tener (…) pero no de cuáles tenemos en realidad (…) los que hoy rodean y adiestran a la esposa no son todos amigos del esposo… lo que hacen no es desposarla sino despojarla; no es conservarla sino echarla a perder”. No es Hans Küng -dice Faus- quien lo dice sino san Bernardo (+1153 con 63 años). Y sigue diciendo: “se indignan contra mí y me mandan cerrar la boca diciendo que un monje no tiene por qué juzgar a los obispos. Ojalá me cerrasen también los ojos para que no viera lo que me prohíben impugnar”.

No sólo no dan a los pobres lo que están obligados a repartirles sino que se lo quitan por simonía y ansia de dinero… aman a sus súbditos tanto como les pueden saquear y no más”. El texto no es de Juanjo Tamayo sino de santa Catalina de Siena (+1380 con 33 años) con menos de 30 años.

San Antonio de Padua (+1231 con 36 años) predicaba que “el Señor dijo apacienta mis ovejas, pero no dijo ordeña o trasquila”.

El que en su día fuese el cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, en 1960 preguntaba: ¿es en absoluto signo de mejores tiempos que los teólogos de hoy no se atrevan ya a hablar en aquel tono? ¿o es más bien signo de un menguado amor…, un amor que se ha hecho romo y no se atreve ya a abrazar el sufrimiento por la amada y a causa de ella?

En 1950 Pío XII proclamaba que la opinión pública es patrimonio de cualquier sociedad y que “donde no aparezca ninguna manifestación de opinión pública… habrá que ver en ello un fracaso, una debilidad, una enfermedad social”. Añadió que “se aplica también a la Iglesia” y que “esto solo parecerá extraño a quienes no conozcan la Iglesia católica o tengan una falsa noción de ella… si la Iglesia careciera de opinión pública faltaría algo de su vida; y la culpa de este defecto recaería tanto en los pastores como sobre los fieles”.

Hoy sobre todo se denuncian no tanto los pecados personales de los eclesiásticos que son comprensibles, propios del ser humano, cuanto los errores estructurales para que se ajusten en verdad al Evangelio. La moral cristiana habla con claridad de las estructuras de pecado que facilitan o provocan cometer los llamados pecados capitales: soberbia, con sus adláteres (orgullo, vanidad, amor propio, etc.), egoísmo, avaricia… No todo se agota en la lujuria pero los casos recientes salidos a la luz de la opinión pública, ya que son los que gustan a muchos medios de comunicación por ser “sensacionalistas”, pueden servir como una luz roja, una señal de alerta y un motivo para el examen de conciencia, no sólo individual sino colectivo. Se habla mucho, muchísimo, de conversión pero únicamente se hace referencia a lo personal. Cuántos pasajes del Evangelio nos enseñan cómo Cristo se dirige también a colectivos que merodean a su alrededor: los fariseos, los sacerdotes, los ancianos, etc.

Ya en el Antiguo Testamento Dios enviaba a los profetas para que, en la mayoría de los casos, denunciaran los pecados del mismísimo pueblo de Israel, el pueblo de Dios, y tuvieran así ocasión para hacer examen y convertirse. Alguno como Jonás era enviado a los gentiles, en ese caso a los de Nínive, pero son muy pocos en relación con los profetas de puertas adentro.

Reacios recalcitrantes

El papa Wojtyla escribía en la encíclica ecuménica que "los cristianos no pueden minusvalorar el peso de las incomprensiones ancestrales, de los malentendidos y prejuicios, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco. Por este motivo debe basarse en la conversión de los corazones y en la oración que llevará incluso a la purificación de la memoria histórica... Están invitados a reconocer juntos los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en el origen de sus lamentables separaciones. Es necesaria una sosegada y limpia mirada de verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de suscitar una renovada disponibilidad precisamente para anunciar el Evangelio a los hombres de todo pueblo y nación.
        (…) “Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca”. La conversión de Pedro y de sus sucesores se apoya en la oración misma del Redentor en la cual la Iglesia participa constantemente. Pido encarecidamente que participen de esta oración los fieles de la Iglesia católica y todos los cristianos. Junto conmigo, rueguen todos por esta conversión".

Ya al inicio de su pontificado expresaba éste su deseo en su primera encíclica Redemptor hominis de 1979, y llamaba la atención a los reacios recalcitrantes que de ninguna manera están dispuestos a cambiar las cosas que se han hecho mal: “El inolvidable Juan XXIII, con claridad evangélica, planteó el problema de la unión de los cristianos como simple consecuencia de la voluntad del mismo Jesucristo, nuestro Maestro, afirmada varias veces y expresada de manera particular en la oración del Cenáculo, la víspera de su muerte: “para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti” (…) Debemos, por tanto, buscar la unión sin desanimarnos, de otra manera no seremos fieles a la palabra de Cristo, no cumpliremos su testamento. ¿Es lícito correr este riesgo?
          Hay personas que hubieran preferido echarse atrás. Algunos, incluso, expresan la opinión de que estos esfuerzos son dañosos para la causa del Evangelio, conducen a una ulterior ruptura de la Iglesia, provocan confusión de ideas y abocan a un específico indiferentismo. Posiblemente será bueno que tales opiniones expresen sus temores (...) A todos aquellos que por cualquier motivo quisieran disuadir a la Iglesia de la búsqueda de la unidad universal de los cristianos hay que decirles una vez más: ¿Nos es lícito no hacerlo?

Rehabilitar sin tocar los pilares

Los profetas de hoy, los que tienen ese carisma que les da el Espíritu, reclaman renovación y/o cambios pero no para demoler la Iglesia. Normalmente se suelen reformar los edificios demoliéndolos totalmente menos la fachada que se exige se conserve. En el caso de la Iglesia lo que se pide es justamente lo contrario: demoler fachadas y tabiques conservando la estructura.

Los pilares son intocables: es el depósito de la fe. Pero todo el montaje que los hombres de Iglesia (nunca han dejado intervenir a las mujeres) han construido con su soberbia, su vanidad, etc., es lo que se quiere demoler. Se quiere que los hombres y mujeres de hoy, al mirar a la Iglesia, vean a Cristo que es el único modelo. Meditando sobre la fiesta que cierra el tiempo litúrgico de Navidad, el domingo del bautismo de Jesús en el Jordán, entre otras muchas cosas, llama la atención que acudió a bautizarse haciendo cola, esperando su turno. Es inadmisible que se justifique el que desde las 8 de la mañana estuviese la zona acordonada, cientos de militares o policías armados controlando el lugar,  francotiradores apostados en las copas de los árboles; que llegara Jesús en coche blindado, etc., etc., etc.

El 18 de febrero de 2012 Benedicto XVI hará su 4º consistorio para nombrar cardenales; esta vez 22 por lo que el nº se eleva a casi 190, de los cuales 125 son electores. El papa actualiza el rito para simplificarlo; el cambio de este rito se inició en 1969 con Pablo VI aplicando también en ésto las reformas conciliares. De siempre tal consistorio era sólo una reunión del papa con los cardenales para asuntos de gobierno. Ahora quiere dársele un aire litúrgico pero sin que pueda llevar a engaño de que es un nuevo sacramento, como también puede entenderse la consagración de los obispos.

Si se quiere, se cambian las cosas, también para bien, convenientemente, pero en este aspecto concreto del colegio cardenalicio no se espera sólo el cambiar de color el pintado de las paredes. Se espera el cambio del fondo de la cuestión; que se recupere la sencillez inicial que enseña el Evangelio y que esta estructura sea del colegio episcopal. Los profetas de hoy denuncian que tal colegio cardenalicio siga siendo la estructura inventada en la baja edad media, formada por una élite que manda por encima y en vez de los obispos, y que el papa los nombre a dedo.

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