jueves, 27 de octubre de 2011

HABLANDO SE ENTIENDE LA GENTE

Recordando a Juan Pablo II (1)



Juan Pablo II ya anciano, pues a mitad del año 2000 cumplía 80 años, el Papa polaco Karol Wojtyla, hoy beato, con un corazón joven, ilusionado y optimista, sin estar de vuelta o resabiado por las dificultades, conservaba la clara conciencia de su misión de conducir a la Iglesia a cruzar el umbral del tercer milenio. 

Con ilusión juvenil quería aprovechar ese momento para vivir el profundo significado simbólico del estreno de un nuevo milenio. Ya lo apuntó en su primera encíclica programática “El Redentor del hombre” (cf n. 1) escrita en marzo de 1979, a los pocos meses de ser elegido Pontífice y lo había concretado en la Carta Apostólica Tertio millennio adveniente de noviembre de 1994.

Con ella ponía en marcha una iniciativa de hondo calado espiritual que ojalá haya tenido, tenga y siga teniendo la repercusión prevista, no sólo en cada hombre individualmente, sino también en el mundo cultural, artístico, político, económico, etc., o sea en la vida misma: “Los cristianos están llamados a prepararse al Gran Jubileo del inicio del tercer milenio renovando su esperanza en la venida definitiva del Reino de Dios, preparándolo día a día en su corazón, en la comunidad cristiana a la que pertenecen, en el contexto social donde viven y también en la historia del mundo” (Carta Ap. “Tertio millennio adveniente”, 46). Es el reto de los cristianos para el siglo XXI, tan nítido y sencillo como el mandato de Cristo a sus discípulos.

            El Papa Wojtyla había concretado unos propósitos espirituales que especialmente los católicos debíamos cultivar para celebrar el significativo cumpleaños bimilenario de nuestro Señor Jesucristo y luego proseguirlos. El acontecimiento espiritual del Gran Jubileo no debe quedar en el baúl de los recuerdos, no debió ser como un castillo de fuegos artificiales o como una tormenta de verano. Son propósitos que pudimos preparar durante tres años (1997, 98 y 99), precedidos de un bienio antepreparatorio (95-96), disponiéndonos en verdad a una profunda y auténtica conversión que ponga a cada bautizado a la altura de las circunstancias.

            Evidentemente se estrenaba un nuevo milenio y mientras tanto Dios mismo, a través de su Iglesia, nos había dado un toque de atención, uno más dentro de las continuas revisiones periódicas que el Espíritu Santo realiza para el mantenimiento y buena conservación de los miembros del Pueblo de Dios (cf Enc. El Redentor del hombre, 3). En esa ocasión, en la segunda mitad del siglo XX, el toque de atención fue dado a través de Juan XXIII en el Concilio Vaticano II, y que puede resumirse en el querer recuperar el genuino espíritu del Evangelio. Se trataba de dar un cambio total -un cambiazo- a la actitud de algunas personas de la Iglesia peregrina que, por h o por b, venían viviendo en los últimos siglos. Era un claro reduccionismo de la tarea divina que no podía dar los frutos esperados. Todo reduccionismo es una hipertrofia que conduce a la impotencia y la esterilidad.

Se trataba de actualizar y dar vida a la esencia de la vocación cristiana: la apertura a todos los hombres en un diálogo noble, sincero, sin trampa ni cartón. “Id al mundo entero”, nos dejó dicho Cristo. Ello requiere desechar la actitud de recelo hacia el mundo (¡habiendo salido de las manos de Dios!) y hacia el mismo hombre (¡Dios mismo vio que era muy bueno y se hizo hombre!), incluido el bautizado y miembro de la Iglesia. 

No se puede estar sólo pendientes exclusivamente del pecado, de la visión negativa de la vida por el terror (no el verdadero temor filial) a no pecar. Una actitud surgida, por supuesto sin querer, pero injustificable desde la Encarnación de Jesucristo, y que exige una tensión espiritual del hombre que sólo los santos se han tomado en serio. Cristo nos revela nítidamente el amor que Dios, nuestro Padre, tiene por todos y cada uno de los hombres.

La rotura de la unidad de la Iglesia, también a lo largo del segundo milenio de su historia, no es sólo culpa de los que se han separado (cf. Carta Ap. “Tertio millennio adveniente”, 34). No se pueden esconder los intereses personales y económicos de ciertos eclesiásticos, los desmanes de ciertos cruzados, las injustas condenas de científicos condenados por ciertos tribunales eclesiásticos, incluso decretando la pena de muerte, la hoguera. Tampoco se puede silenciar el anti-judaísmo oficial pues en la liturgia del Viernes Santo se rezaba por los “pérfidos judíos”, hasta que lo desechó el buen Papa Juan XXIII, etc. “Iluminada y sostenida por el Espíritu Santo -deja escrito Juan Pablo II-, la Iglesia tiene una conciencia cada vez más profunda sea respecto de su misterio divino, sea respecto de su misión humana, sea finalmente respecto de sus debilidades humanas” (Enc. El Redentor del hombre, 3).

            La Iglesia tiene la misión divina de ir “a todas las gentes” enseñándoles el Evangelio (no otra cosa) y ello exige el sincero diálogo. La disposición interior de dialogar supone no sólo hablar sino también escuchar. Si todos los creyentes estuviésemos dispuestos a dialogar de verdad unos con otros, escuchándonos con el mismo amor e interés que tiene Dios, ¡qué fácil e inmediata la construcción de la civilización del amor!

            Juan Pablo II, queriendo ayudarnos a aplicar fielmente las indicaciones conciliares, recordaba que “dos compromisos serán ineludibles (...): la confrontación con el secularismo y el diálogo con las grandes religiones (...) la vigilia del 2000 será una gran ocasión, también a la luz de los sucesos de estos últimos decenios, para el diálogo interreligioso, según las claras indicaciones dadas por el Concilio Vaticano II en la Declaración “Nostra aetate” sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (Carta Ap. “Tertio millennio adveniente”, 53). Abierto el diálogo sincero dentro de la Iglesia, será cada vez más real y eficaz el diálogo con los de fuera.

            Los trabajos e investigaciones de la ciencia y de la Historia de las religiones muestran que las “antiguas” derivan de las religiones “primitivas” de los pueblos más remotos en la historia, a medida que aparecen tradiciones, leyendas y mitos religiosos más desarrollados, con un culto más elaborado y una organización social mayor. En gran parte contienen una desarrollada mitología politeísta, unida generalmente a corrupciones morales, frente a las que reaccionaron las religiones “históricas” aunque sus ritos y mitos se muestran como manifestaciones de religiosidad auténtica que, a primera vista, podrían parecer expresiones de degenerada superstición (cf El cristianismo y las religiones. Comisión Teológica Internacional. EDIM Ediciones. Valencia, 1997, nn 16 y 17). Rendir culto al sol, a la naturaleza o a los ídolos no lo hacían tanto por adorar esos fenómenos naturales, sino en cuanto eran manifestaciones de un poder superior o un recuerdo de la presencia divina. A veces es difícil discernir la mezcla o contaminación de idolatría, superstición y magia, pero ello no impide que tuviesen un conocimiento y adoración del Dios único y verdadero, más o menos clara, según la calidad de las almas y su correspondencia a la gracia de Dios.

            El diálogo entre todos los hombres -de buena voluntad- evidentemente es posible porque la historia demuestra que, no sin dificultades ciertamente, ha sido una realidad constatable. Es de notar que la iniciativa y la propuesta debe empezar por los que creen en el diálogo, como los de la España cristiana medieval. En noviembre de 1998, por iniciativa del Ministerio de Justicia, Toledo fue la sede elegida para el “Encuentro de las Tres Confesiones Religiosas: Cristianismo, Judaísmo, Islam”, con la asistencia de representantes de las más altas instituciones internacionales y más de 30 expertos de todo el mundo para analizar la experiencia española, considerada como modelo histórico de convivencia entre creencias y como país pionero en la regulación y defensa de la libertad religiosa.

En esa ocasión el representante de Naciones Unidas se encontraba en un ambiente idóneo para reivindicar el reconocimiento en todo el mundo de la más elemental premisa de la tolerancia y del diálogo: “la libertad de creer como una libertad absoluta y sin excepción” y cuyo ejercicio ha de pasar “por una educación en pro de la dignidad humana y en favor de la cultura de los Derechos Humanos”.

            El Papa Wojtyla inauguraba su pontificado proponiéndose ayudar a la Iglesia a aplicar el Concilio Vaticano II, por lo que en su primera encíclica decía: “La Iglesia tiene una conciencia cada vez más profunda sea respecto de su misterio divino, sea respecto de su misión humana (...) (que) debe ir unida con una apertura universal, a fin de que todos puedan encontrar en ella ‘la insondable riqueza de Cristo’ (...) Tal apertura, orgánicamente unida con la conciencia de la propia naturaleza (...) determina el dinamismo apostólico (...) (que) debe conducir a aquel diálogo que Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam llamó ‘diálogo de salvación’” (Enc. El Redentor del hombre, 4).

Veinte años después, con ocasión del Gran Jubileo del año 2000, volvía a recordar que “la Iglesia perdura desde hace 2000 años. Como el evangélico grano de mostaza, ella crece hasta llegar a ser un árbol, capaz de albergar en sus ramas a la humanidad entera (cfr. Mt. 13,31-32). El Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, considerando la cuestión de la pertenencia a la Iglesia y de esa ordenación al Pueblo de Dios, dice así: «Todos los hombres están invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios (...) A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios» (LG, 13). Pablo VI, por su parte, en la Encíclica Ecclesiam suam explica la universal participación de los hombres en el proyecto de Dios, señalando los distintos círculos del diálogo de salvación” (Carta Ap. “Tertio millennio adveniente”, 56).

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