El
hombre y Dios son seres personales que pueden entablar habitualmente
un diálogo entre tú
y yo, en momentos concretos
en que el hombre se pone a hacer oración o en cualquier
momento del día mientras el hombre trabaja, descansa o se
divierte, mientras vive en presencia de Dios. Pero se presenta el
problema de plantearse: ¿no es válida toda oración,
cristiana, budista, musulmana...? (cf CyR1,
17).
La
oración
es la respuesta del hombre a la presencia o manifestación
divina; es la actitud verdaderamente humana que incluye sentimientos
de dependencia confiados y terribles frente a lo poderoso, majestuoso
y lleno de misterio de lo divino2.
Ante ello, el hombre se siente pequeño y débil,
completamente en sus manos, a la vez lejano y próximo a Dios,
y con un deseo fascinante o apacible de entrar en contacto con Él.
En todas las religiones, la oración lleva al hombre a la confianza en Dios, a fiarse y confiarse en Él, a pedirle ayuda, a considerarlo Señor bueno, Salvador, Padre; a amarlo y hasta suscitar el deseo de la identificación mística.
Este proceso se da en todas las religiones más elevadas, con independencia de su cronología histórica: no es efecto de una evolución en la historia de las religiones, sino el grado de interioridad de la religión, independiente de suyo del progreso de la civilización en que el hombre vive. La oración también brota en todo hombre por el sentimiento de certidumbre de que Dios dirige los acontecimientos y el hombre se siente inmerso en sus designios. En fin, el hombre ora porque necesita elevarse sobre las piedras y los animales y alcanzar el despliegue de las virtualidades de lo divino que siente en sí.
Como
diferencia esencial, la magia
se dirige a fuerzas impersonales o a seres despersonalizados que el
hombre intenta controlar. La fórmula mágica pretende
dominar o controlar lo sobrenatural, o bien lo natural por medios
sobrenaturales. Es lo opuesto a la oración, que es confiada,
sumisa, humilde y suplicante. El mago es un profesional o un
especialista raro, mientras que el orante es cualquier ser humano con
fe en Dios.
Entre
los pueblos “primitivos”, antiquísimos o actuales, la presencia de lo sagrado y divino es muy abarcante e
impregna todos los aspectos de la vida: lo biológico, lo
familiar, lo social, lo cósmico, etc. La oración en
estos pueblos se suele dar siempre dirigida al dios principal y a las
divinidades inferiores. Siempre es oración de súplica
que puede acompañarse de adoración, de acción de
gracias y de alabanza.
Sorprende
con frecuencia a los estudiosos el profundo sentido religioso de los
pueblos “primitivos” y su mezcla de espontaneidad, de elevación
de sentimientos y de sentido fino de lo divino, pues suelen distinguir entre la manifestación de lo divino en un ser material o
fenómeno de la naturaleza, y ese ser concreto. Lo que adoran
es sólo la divinidad cuya presencia se manifiesta a través
de esas fuerzas cósmicas o de esos seres. No es que no exista el llamado pecado de idolatría pero conviene entender en
qué consiste realmente tal pecado que es confundir al Dios
único y verdadero con alguna divinidad que se cree
manifestarse en seres o acontecimientos.
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