Resumen literal de la catequesis de Benedicto XVI, miércoles 4-V-2011.
En el antiguo Egipto, por ejemplo, un hombre ciego, pidiendo a la
divinidad que se le restituyese la vista, demuestra algo universalmente humano,
como la pura y simple oración de petición de quien se encuentra en el
sufrimiento. Este hombre reza: “Mi corazón desea verte... Tú que me has hecho
ver las tinieblas, crea la luz para mí. ¡Que yo te vea! Inclina hacia mí tu
rostro amado” (…) (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte
ancienne, Paris 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia
1993, p. 30).
En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, no falto de la esperanza de la redención y liberación por parte de Dios.
Podemos apreciar así, esta súplica de parte de un creyente de aquellos antiguos cultos: “Oh Dios que eres indulgente incluso con las culpas más graves, absuelve mi pecado... Mira Señor a tu siervo agotado, y sopla tu brisa sobre él: sin demora perdónale. Levanta tu severo castigo. Disueltos estos lazos, permite que yo vuelva a respirar; rompe mis cadenas, libérame de mis ataduras” (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, Paris 1976, trad. it. in Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37).
Son expresiones que demuestran como el hombre, en su búsqueda de
Dios, ha intuido, aunque confusamente, su culpa por una parte y también
aspectos de misericordia y de bondad divinas.
Dentro de la religión pagana de la Antigua Grecia, se asiste a una
evolución muy significativa: las oraciones, aunque continúan invocando la ayuda
divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida
cotidiana y para conseguir beneficios materiales, se dirigen progresivamente a
peticiones más desinteresadas, que consienten al hombre creyente, profundizar
en su relación con Dios y mejorar. Por ejemplo, el gran filósofo Platón relata
una oración de su maestro Sócrates, considerado justamente uno de los
fundadores del pensamiento occidental. Oraba así Sócrates: “Haced que yo sea
hermoso por dentro. Que yo considere rico a quien es sabio, y que posea de
dinero sólo cuanto pueda tomar y llevar el sabio. No pido más” (Obras I. Fedro
279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Querría ser sobre todo hermoso por dentro
y sabio, no rico en dinero.
En aquellas obras maestras de la literatura de todos los tiempos
que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos,
leídas, meditadas y representadas, contiene oraciones que expresan el deseo de
conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de estas recita así: “Sostén de la
tierra, que sobre la tierra tienes tu sede, seas quien seas, es difícil
saberlo, Zeus, sea tu ley por naturaleza o por pensamiento de los mortales, a
ti me dirijo: ya que tu, procediendo por caminos silenciosos, guías las
vicisitudes humanas según justicia" (Eurípides, Troiane, 884-886,
trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. Cit., p.
54). Dios siguen siendo un poco nebuloso y sin embargo el hombre conoce a este
Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.
También los romanos… la oración, aunque se asociaba a una
concepción utilitaria y fundamentalmente ligada a la petición de la protección
divina sobre la comunidad civil, se abre a veces, a invocaciones admirables por
el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y
agradecimiento. De esto es testigo un autor del África romana del siglo II
después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de sus
contemporáneos hacia la religión tradicional y el deseo de una relación más
auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un
creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: "Tu sí que
eres santa, tu eres en todo tiempo salvadora de la especie humana, tu, en tu
generosidad, ofreces siempre auxilio a los mortales, tu ofreces a los
miserables en aprietos el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni
noche ni momento alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus
beneficios" (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C.
Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).
En el mismo periodo, el emperador Marco Aurelio -que también era
un filósofo que pensaba en la condición humana- afirma la necesidad de rezar
para establecer una cooperación fructífera entre acción divina y acción humana.
Escribe en sus Recuerdos: “¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayudan
también en lo que depende de nosotros? Comienza a rezarles y verás” (Dictionnaire
de Spiritualitè XII/2, col. 2213). Este consejo del emperador filósofo fue,
efectivamente, puesto en práctica por innumerables generaciones de hombres
antes de Cristo, demostrando que la vida humana sin la oración, que abre
nuestra existencia al misterio de Dios, se queda sin sentido y privada de
referencias.
En toda oración, de hecho, se expresa siempre la verdad de la
criatura humana, que experimenta por una parte debilidad e indigencia, y por
esto, pide ayuda al Cielo, y por la otra está dotada de una dignidad
extraordinaria, porque se prepara a acoger la Revelación divina, se descubre
capaz de entrar en comunión con Dios.
Queridos
amigos, en estos ejemplos de oración de las distintas épocas y civilizaciones,
surge la conciencia del ser humano de su condición de criatura y de su
dependencia de Otro, que es superior a él y fuente de todo bien.
Las religiones paganas siguen siendo una invocación que desde la
tierra espera una palabra del Cielo. Uno de los últimos grandes filósofos
paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Constantinopla, da
voz a esta espera, diciendo: “Incognoscible, nadie te contiene. Todo lo que
pensamos te pertenece. Son tuyos nuestros males y nuestros bienes, de ti cada
hálito nuestro depende, oh Inefable, que nuestras almas sienten presente,
elevándote un himno de silencio" (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden
1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).
En los ejemplos de oración de las distintas culturas, que hemos
considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de
Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que se realiza completamente y
llega a su plena expresión en el Antiguo y Nuevo Testamento. La Revelación, de
hecho, purifica y lleva a su plenitud el original anhelo del hombre de Dios,
ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el
Padre celeste.
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