lunes, 8 de agosto de 2011

¿TOLERAR EL MAL?

La buena tolerancia
La verdad no se impone
Tolerar a los otros


Bashar Al-Asad, desde que empezó la “primavera árabe,” está organizando en su propia Siria un genocidio, una represión tal contra los que opinan lo contrario, que los países vecinos árabes empiezan diplomáticamente a "poner el grito en el cielo". Arabia saudí, Kuwait, Bahrein, etc. no pueden dejar de denunciar el baño de sangre.

Para conversar sobre ello con los familiares, amigos y colegas, conviene recordar que es radicalmente distinta la tolerancia con las personas (siempre, nunca cabe excepción) a la tolerancia con el error en sí mismo sin llegar al indiferentismo o al falso irenismo, puerta hacia el sincretismo. Hay que distinguir –como por ejemplo ya recordaba Benedicto XIV en el siglo XVIII y Juan XXIII en el siglo XX- la verdad o el error en lo doctrinal o lo científico para tolerarlo, si es el caso, del error en lo que es opinable o hipotético, que no es para tolerar sino para respetar. Es absurdo decir que hay que tolerar lo opinable.

La buena tolerancia

La buena tolerancia es siempre respecto del mal; se ve como absurdo tolerar el bien. La tolerancia verdadera es la llamada cooperación material de la que habla la Moral y que define como disposición subjetiva de comprensión con modos de pensar o con hechos que contradicen las propias convicciones, o lesionan derechos propios. No es algo absoluto (como nada de esta vida): ni siempre ni absolutamente en todos los casos se tiene que ser tolerante sin más matices que es lo propio del permisivismo.

Tolerar no es tampoco caer en el falso relativismo, que ciega las diferencias entre el trigo y la cizaña y considera que da lo mismo una cosa que otra: todo es igualmente bueno o igualmente malo. No da lo mismo una cosa que otra pues la cizaña causa trastornos gástricos; así que no todo vale. Tampoco es caer en el absolutismo de creer que todo es trigo o todo cizaña.

Para ser tolerante no hace falta afirmar el principio del relativismo ideológico (todo es igualmente verdadero), o del escepticismo (todo es igualmente falso), o del agnosticismo (la verdad suprema no se puede conocer).

La tolerancia es la virtud que ayuda a los hombres y mujeres a querer a los demás (padres, hijos, colegas, vecinos) con sus defectos. De otra manera la convivencia es imposible; entonces la familia se destruye desde sus fundamentos y ello repercute en la sociedad. Querer a los demás con sus defectos no quiere decir querer tales defectos, pero uno tiene que aprender a aguantarse, incluso si fuesen ofensa a Dios. En tal caso, no hay que rasgarse las vestiduras. Cristo enseña que se trata de ayudar al otro a corregirse con paciencia, con cariño, con la bendita corrección fraterna. Es un mandato evangélico –no simple consejo- ciertamente descuidado por los cristianos: “Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano...” (Mt 18,1517).

La verdad no se impone

La tolerancia es abstenerse de usar cualquier tipo de coacción, sea externa (militar, jurídica, etc.), sea interna (psicológica, etc.), contra manifestaciones de una confesionalidad o ideología diversa. L@s cristian@s, por ser luz del mundo, debemos ser ejemplares también en esto, y más en esta hora apasionante de la historia. El único modelo que tenemos es Cristo, no los papas, los obispos, ni los frailes, ni los curas... por muy ejemplares que sean. Algun@s no lo han cazado todavía y los errores y horrores de no pocos cristianos del presente o del pasado no pueden achacarse a Jesucristo o a Dios, según el nivel de religiosidad.

La buena tolerancia, sin embargo, no es abstenerse de “coaccionar” interiormente, si se ha entendido bien a Cristo que enseña a tratar a los demás con un diálogo de amistad y confidencia, “metiéndose” en las almas para ayudarlas (no para imponerles) a que lleguen a la verdad usando su propia inteligencia. Un ejemplo preclaro es la conversación de Jesús con la mujer samaritana a la que el evangelio dedica un capítulo entero (Jn 4). Como Cristo, el cristiano ha de ayudar al otro a reconocer el error en sus propios planteamientos; ayudarle a querer como bien o como bueno lo que objetivamente es así, pues, si quiere, es capaz de ello. Basta la buena voluntad.

Es intolerante quien se cree en posesión de la verdad total hasta en las cosas opinables e impone a todos como marco único sus valores, pudiendo alegar incluso que lo hace para el bien común y como exigencia de la caridad.

Que haya una única verdad (pues no puede haber dos) no es excusa para la intransigencia: la dignidad de la persona humana imponen la tolerancia. “La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad que penetra con suavidad y firmeza en las almas”. Hay que dejar al hombre que busque la verdad que puede alcanzar por sí mismo. Hay que dejarle que quiera libremente el bien que puede querer. No se puede eliminar el mal ni impedir el bien pero se debe impedir el mal poniendo trabas y se debe favorecer el bien eliminando trabas: “ahogar el mal en abundancia de bien”.

Tolerar a los otros

La mala intolerancia ha sido una de las causas de -entre otras mil cosas- la explosión de los nacionalismos exacerbados. El nacionalismo, si es equivalente al patriotismo sano, es un valor auténtico que no se puede despreciar. Algunos intolerantes, por su mentalidad centralista y absolutista, niegan carta de ciudadanía al nacionalismo, haciéndose racistas, egoístas, excluyentes y no pocas veces violentos.

La reacción justa ante tales atropellos puede sin embargo desquiciarse y acabar en el mismo abismo ético de la intransigencia falsa, del racismo, de la exclusión y de la violencia incluso terrorista. Está considerado como pecado (grave o mortal) el exterminio de naciones, pueblos o de una minoría étnica, al igual que el de una única persona. El amor a la patria es un deber de gratitud que exige sumisión a las autoridades legítimas, el pago de los impuestos justos, el ejercicio del voto, la defensa del país, solidaridad, etc.

El amor y la gratitud se deben, de modo natural, a la patria y no al Estado o como se llame la organización socio-política superior que incluye casi siempre varias patrias o naciones. Lamentablemente el actual modelo de Estado viene tergiversando la verdad y ha forzado a identificar el Estado como una nación y una patria, lo cual necesariamente aborta la iniciativa, la libertad y la responsabilidad de la sociedad. A la patria se le debe lo prioritario: la vida, la cultura, la lengua. En ella normalmente se nace, se vive y se muere aunque ello no quita que cada hombre -por razones profesionales, familiares, etc.- tenga derecho a emigrar a otra patria y por tanto a ser acogido en la de destino. Es correcta la expresión popular “la madre patria” pero no existe por ahora la expresión popular “la madre o el padre Estado” quizá porque se la ve como una tergiversación grave, fruto del falso concepto de la subsidiaridad.

El objeto de las leyes humanas es sólo la justicia, no la prudencia, ni la fortaleza ni la templanza. Hay que tolerar algunas prácticas positivamente malas para evitar males mayores: prostitución, prácticas financieras abusivas, evasión de capitales, extratipos bancarios, etc. Quizá a esta listado del siglo XX haya que añadir las uniones monosexuales que tanto revuelo están armando por tantas naciones; que sí; que no. La legislación debe precisar las medidas tolerantes pertinentes para evitar el abuso de la autoridad que no puede administrarse discrecionalmente.

Un hombre solo suele ser torpe y lento en la conquista de la verdad y del bien, por eso tiene derecho a trabajar en equipo para lograrlo con más facilidad y prontitud. Por eso el apostolado de todo bautizado, el apostolado cristiano, ese ayudar al otro, es un deber ya que es un derecho de los demás; no es un deber que vaya contra los derechos humanos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario