lunes, 9 de mayo de 2011

COSAS DE ECLESIOLOGÍA (1)

Sobre la horizontalización del concepto de comunión
Sobre el Colegio episcopal
Sobre el drama de la división eclesial
Sobre el sentido del término “subsistit”
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Hago algunos comentarios a la conferencia del Card Ratzinger en el Congreso Internacional sobre la eclesiología en Lumen gentium del Concilio Vaticano II, organizado por el Comité para el gran Jubileo del año 2000, en febrero de ese año. L’Osservatore Romano, n.32 de 11 de agosto de 2000 (393 y 394) y n.34 de 25 de agosto (412 y 413).

De acuerdo –como indica el conferenciante- en tener cuidado con algunas afirmaciones de Boff pero sin olvidar que el relativismo es algo del que nada ni nadie está dispensado porque el único Absoluto es Dios Uno. Pero ese Dios Uno es Trino, o sea relativo pues son tres Personas (no tres dioses o trozos de la divinidad) y las Relaciones son la esencia de la trinidad pues lo son de cada una de las Personas divinas. Por tanto, todo lo creado es relativo ya que tiene la impronta del Creador y, consiguientemente, todo absolutismo teológico o jurídico es antinatural o contrario a la Verdad.

Sobre la horizontalización del concepto de comunión

Es muy de agradecer la autocrítica que acepta, dadas las opiniones que por ahí se vierten sobre la Iglesia, después del Documento Communionis notio de 1985, elaborado -tras el Sínodo extraordinario de ese año para hacer balance de veinte años de posconcilio- por la Congregación vaticana.

Se agradece también que reclame la atención al auténtico problema que es la acogida -plena y sincera- de los textos conciliares porque –dice- se suelen privilegiar algunas afirmaciones fijándose solamente en algunas palabras aisladas, llamativas, y así no han captado todas las grandes perspectivas de los padres conciliares. Pero luego no se puede caer en la misma metodología reduccionista denunciada, pues descalifica algunas opiniones y privilegia las suyas propias, sin admitir diálogo con las demás. Hubiera sido más adecuado, dado el papel que debe desempeñar esa Congregación que, confirmando en la fe a sus hermanos, señalara también lo positivo que tienen esas opiniones, siquiera la partícula de verdad que tengan, que luego subrayara sus consecuencias y posteriormente recordara lo olvidado o marginado para ofrecer la totalidad del planteamiento.

Se afirma que “esto no quiere decir que en la Iglesia no se deba discutir también sobre el recto ordenamiento y sobre la asignación de las responsabilidades. Desde luego, habrá desequilibrios, que deben corregirse. Naturalmente, se puede dar un centralismo romano excesivo, que como tal se debe señalar y purificar”. Efectivamente aquí está lo reclamado y lo pendiente de vivir de las indicaciones conciliares. Éste es el quid de la cuestión que se centra en la visión simplemente horizontal de la realidad de la Iglesia, ya que la vertical, por divina, es incuestionable y está garantizada por el Espíritu Santo.

No sé si será inmensa y significativa la mayoría de los que hacen reproches intraeclesiales y sólo se quiera ver a la Iglesia en las organizaciones humanas, pero aunque fuera uno, la caridad exige escucharle. Se refieren a lo que forma parte de la dimensión no divina de la Iglesia y el tema no se puede eludir o tapar con excusa de que es más importante la dimensión divina. No parece justo decir que este planteamiento parcial (pero real) del problema lleve a la desolación: salvo para quienes vean tambalearse sus privilegios del poder temporal dentro de la sociedad eclesial. La entrega de las llaves (no la llave) del reino es un acto fundacional claramente explicado, entre otros, por san Agustín que recuerda que las llaves no las recibe Pedro sino la Iglesia en la persona de Pedro (cf san Agustín. Tratado 124,5. CCl 36, 684-685 en LH, 2ª lectura de san Pío V).

Sobre el Colegio episcopal

No se es obispo como individuo, sino a través de la pertenencia a un cuerpo, comenta el conferenciante. El Decreto Christus Dominus del Vaticano II dice: “Mas también los obispos, puestos por el Espíritu Santo, son sucesores de los Apóstoles (...) Cristo mismo dio a los Apóstoles y a sus sucesores el mandato y el poder de enseñar (...) los obispos, por consiguiente...” (ChD, 2). “Este oficio episcopal (...) lo ejercen (...) en comunión y bajo la autoridad del Sumo Pontífice (...) unidos todos en colegio o cuerpo” (ChD, 3). Así que la colegial potestad episcopal está reconocida teóricamente, pero debe ser vivida de verdad y legitimada jurídicamente. Para ello parece que hay que retocar el papel de los Sínodos y del Colegio cardenalicio. No basta el que “Pablo VI creó los Sínodos episcopales como ayuda más eficaz en el consejo” (ChD, 5) porque así no son órgano directivo y su responsabilidad jurídica de gobierno es nula. Hace falta corregir la praxis gregoriana heredada por la que Pedro monopoliza la potestad relegando a los Apóstoles a simples consultores y por eso el Concilio dijo: “Este colegio episcopal (...) junto con su cabeza y nunca sin su cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad (LG)” (ChD, 4).

La gran reforma gregoriana del siglo XII fue obra de un papa-monje que, con su experiencia de abad, promovió la centralización eclesiástica y su efectiva potestad jurisdiccional sobre todas las iglesias occidentales; todo Occidente como un monasterio.

La cabeza del Cuerpo Místico es Cristo y no Pedro, como consta en la Sagrada Escritura (cf Ef 1,22 y 4,15). Cuesta admitir y duele en el alma este cambio operado al inicio del segundo milenio por el que sólo se identifica a Cristo con Pedro, cuando es cada bautizado alter Christus. Pero admitiendo por un momento esta terminología confusa, lógicamente, la cabeza no es cabeza sino de un cuerpo, por eso el Vaticano I dejó escrito que “para que el episcopado mismo fuera uno e indiviso (...) en él instituyó un principio perpetuo de una (el episcopado) y otra (la universal muchedumbre de creyentes) unidad y un fundamento visible” (DzH, 3051). El episcopado es diviso desde que Pedro monopolizó la potestad eclesial aunque no es ese el sentido del Primado instituido por Cristo. La Colegialidad tal como se vivió desde la Ascensión del Señor, no anula el Primado de Pedro que, por voluntad de Cristo, es un principio perpetuo y el fundamento visible de la unidad (no uniformidad) de la muchedumbre de creyentes a lo largo y a lo ancho de los cinco o seis continentes.

Juan Pablo II gritó desde el Sinaí que el diseño del modo de ejercerse el Primado en el tercer milenio era tarea urgente, no cabían demoras. Se está trabajando en ello; a ver cómo queda.
El Concilio Vaticano I, también añade que “tan lejos de dañar a aquella ordinaria e inmediata potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos que, puestos por el Espíritu Santo (cf Act 20,28), sucedieron a los Apóstoles, apacientan y rigen (...) más bien, esa misma es afirmada, robustecida y vindicada por el pastor supremo y universal, según aquello de San Gregorio Magno...” (DzH, 3061). Que así sea. Este concilio apela al Decreto del XVII Concilio de Florencia (1445) con Eugenio IV (DzH, 3059), que fue la primera vez en que se afirmaba que la potestad plena y suprema es de la Sede Apostólica y del Romano Pontífice (DzH, 1307). ¿En los 15 siglos anteriores se había traicionado a Cristo? ¿No nace aquí la usurpación de los derechos episcopales? En aquel Concilio se confirmaron los criterios definidos anteriormente aunque llama la atención que únicamente sirvió la interpretación en clave jurídica, la necesaria para imponer la potestas absoluta de uno sobre el colegio, mientras los cardenales (la Sede Apostólica) aprovecharon la ocasión para interponerse entre Pedro y los otros “once”. Dicho que Pedro es el juez supremo (aunque el Depósito dice que es Cristo) al que puede recurrirse todo juicio eclesiástico (DzH, 861), también se añadió que el juicio de la Sede Apostólica no puede discutirse por nadie ni siquiera el Concilio Ecuménico (DzH, 638-642).

Para afirmar, robustecer y vindicar la colegialidad, el Concilio Vaticano II decretó que “Los Dicasterios de la Curia romana (...) sean sometidos a una nueva ordenación señaladamente en lo que se refiere a competencia y al modo peculiar de proceder (...) Los Padres Sinodales, así mismo, desean que se determine más estrictamente la función de los legados del Romano Pontífice habida cuenta del cargo pastoral propio de los obispos” (ChD, 9). ¿Papel mojado?

Otras indicaciones conciliares sobre la colegialidad, pendientes de empezar a vivirse o de llevar a plenitud, son “que en estos Dicasterios haya más obispos diocesanos y más laicos eminentes” (ChD, 10) y la coordinación pastoral y subordinación de los religiosos en la vida diocesana (cf ChD, 34-35) redefiniendo quienes forman el clero “diocesano” y reconociendo los derechos-deberes de los clérigos “regulares” y “seculares” en el Consejo Presbiteral. La diócesis es la Iglesia local, o sea el conjunto de discípulos asociados libremente y no sólo la curia diocesana y el clero incardinado en ella.

Sobre el drama de la división eclesial

Es un hecho deplorable, efectivamente, pero hay que poner todos los medios humanos para hacer realidad la tan deseada unidad, que no es sólo cosa del Espíritu. Aquí se puede perfectamente aplicar lo que el Señor dijo un día a Teresa de Jesús, según cuenta ella: "Teresa, yo quise, pero os hombres no han querido".

No puede faltar por tanto el verdadero diálogo, ya que hablando se entiende la gente, y ello supone querer escuchar. Ya Juan Pablo II se refirió muchas veces a que es un lamentable y repetido suceso histórico ocurrido no sin culpa de ambas partes. Una vez realizada la ansiada unidad de los cristianos, quedará por hacer real la unidad del género humano. Habría que explicar a fondo y con detenimiento  la afirmación de que “en realidad no existe necesidad intrínseca para la búsqueda de la unidad, porque de todos modos, en verdad, la única Iglesia está en todas partes y a la vez en ninguna”.

Sobre el sentido del término “subsistit”

El Concilio cambió el es por el subsiste -dice Ratzinger- pues la Tradición viva entiende ahora que la opinión hasta los tiempos de Pío XII puede ya corregirse perfectamente y mejorarse al profundizar en el contenido de la fe o al procurar hacer mejor lo humanamente debido. El subsiste se entiende adecuado al distinguir mejor lo humano de lo divino, o sea la Iglesia una y única de Cristo de la llamada comúnmente “Iglesia católica”. Si unos no las identifican, otros tampoco las confundirán dialécticamente.

No se entiende la afirmación de que fuera de este sujeto existen iglesias locales y comunidades porque no están fuera: una iglesia particular es católica por estar unida al Colegio y a su Cabeza. Como san Ignacio de Antioquía o san Cirilo de Jerusalén, los obispos han de sentir efectiva, y no solo afectiva, la solicitud por todas las iglesias (ésa es la Iglesia de Cristo) y han de estar unidos -efectiva y no sólo afectivamente- en Colegio Apostólico. ¿Cabe hoy que un obispo escriba a los fieles de otras diócesis como hicieron los de los primeros siglos? El Vaticano II recuerda (pues no inventa) que “el Cuerpo Místico es también el cuerpo de las Iglesias” (LG, 2).

La sana Teología integral (no integrista) no entiende que el único sujeto en el que sea una y subsista la Iglesia, sea una realidad virtual, un ente de razón, algo distinto y enfrentado a las verdaderas iglesias locales. Por aquí resuenan los debates políticos de quienes quieren destruir pueblos, naciones, comunidades, etc., tachándolas de separatistas, con la injusta excusa del bien del Estado.

Desde la communio, se ve claro que hay que reformar las actuales competencias de las Conferencias Episcopales y de los sínodos que no pueden ser simples concesiones del poder central para que den sus opiniones, que luego se tendrán o no en cuenta. Es un deber-derecho la participación del episcopado en el poder que Cristo entregó al Colegio. También hay que llegar a corregir el absolutismo de cada Ordinario respecto a su Colegio Apostólico y respecto a los miembros de la iglesia local, así como el que las Órdenes y Congregaciones religiosas sean absolutamente independientes de ese Colegio Apostólico tanto en lo jurídico como en la vida real (pastoral), a nivel universal (vaticano) y local (diocesano). La plenitud de la communio pide corregir el actual planteamiento eclesiástico que sólo da pie a algunos signos de ella.

El absolutismo, llamado regio en la sociedad civil, empezó a vivirse en la sociedad eclesial cuando se asumió la potestad en grado pleno y exclusivo por uno de los miembros de la jerarquía, como ocurrió desde la reforma gregoriana. Su plan centralizador supuso una revolución en el talante gubernamental de la Iglesia aunque no será más que un eslabón de una cadena que se venía forjando. La praxis eclesial sigue “progresando” por esos derroteros pues encuentra justificación en los peligros que acechan continuamente. Ese modo opinable de gobernar ni soluciona la continua existencia de los peligros –Cristo mismo advirtió a sus discípulos que los enviaba “como ovejas en medio de lobos” (Mt 10,16)- ni parece terapia eficaz. Siempre, tómense las medidas que sean, algunos –por su deficiente humildad- se exponen a ser vencidos por la tentación que acecha a todo mortal, también al clero que no deja de ser humano.

La conducta de algunos (muchos o pocos) no debe engañar al teólogo para inventar una doctrina que justifique esos hechos. Lo correcto es vivir como se piensa (el Evangelio) y no pensar como se vive. La escolástica fue diseñando una doctrina que justificaba la conducta o praxis del momento, sin confrontarla adecuadamente con el Evangelio. Así la novedad de esa Teología abandonó la tradición del sacerdocio común de los fieles y lo redujo al sacerdocio ministerial. La identificación con Cristo pasó de ser tarea de todo bautizado para reducir su aplicación al sacerdocio y de ahí remitirla en exclusiva al Romano Pontífice que asumió la nueva perspectiva de ser él exclusivamente otro Cristo, o sea el único vicario de Cristo.

San Cayetano (†1547) aún recuerda la doctrina del sacerdocio común de los fieles: “a todos se nos ha dado poseer a Cristo porque se nos ha dado en alimento”. Y escribe a una mujer (Elisabet Port) a la que también anima a lo que debe aspirar todo fiel o bautizado pues la identificación con Cristo no es exclusiva del monje ni del clérigo (cf Oficio de lecturas del 7 de agosto).

El texto conciliar Presbiterorum ordinis del Vaticano II recuerda la exigencia de santidad para los sacerdotes porque lo es para todos los fieles. Señala el único detalle específico por el que los sacerdotes tengan que ser santos: es un motivo añadido (no exclusivo): “recibe una gracia particular para el servicio de los fieles”. Este detalle recuerda la enseñanza de san Pedro que describe con claridad la función de los sacerdotes: “yo, presbítero como ellos,...: sed pastores del rebaño de Dios” (1Pt 5,1-11). Pero en el texto conciliar late la ambigüedad tomista ya que tanto el “ser instrumentos vivos” como el que “representen a la persona de Cristo” es tarea de todos los fieles; todo bautizado es fermento, es sal, es luz. San Pablo lo recordaba a los primeros cristianos: “hasta que Cristo tome forma en vosotros” (Gal 4,19).

Saberse otro Cristo ha de ser la luz interior del laico para actuar in persona Christi, congruentemente en el ejercicio de sus tareas temporales en las que el clérigo, por ser tal, no tiene ninguna gracia de Dios añadida. El sacerdote actúa, sin embargo, in persona Christi, no en sus actividades temporales como ciudadano que es, sino únicamente dentro de la Iglesia cuando sirve a los fieles en la asamblea eucarística, en su exclusiva tarea presidencial, en la predicación y en el confesionario. Sólo el sacerdote puede consagrar y absolver y entonces lo hace in persona Christi pero fuera de su ministerio propio no tiene más (ni menos) que el sacerdocio común de todo cristiano.

El primer Papa (los demás son sus sucesores) no hace gala de ser sólo él Cristo ni de tener la potestad suprema y en exclusiva pues, por participación, que es el talante divino, se la entregó a toda la Iglesia: “Tened cuidado del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar”: “tened", "os”, en plural. La enseñanza paulina es la misma: “que la gente sólo vea en nosotros ... administradores de los misterios de Dios” (1Cor 4,1-2), o sea de los sacramentos.

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