viernes, 5 de febrero de 2010

EL LIBERALISMO

No se han hecho bien las cosas
Hay que mejorar el amor a la libertad
La libertad está condicionada
El verdadero nacionalismo
Hacer las cosas mejor
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Cada uno sabe que su libertad termina donde empieza la del otro y que tiene que defender en primer lugar la libertad ajena para luego poder reclamar que también respeten la suya. La libertad es la realidad que da al hombre su dignidad y grandeza, dentro del conjunto de las criaturas. Es la única hecha a imagen y semejanza divina, o sea con libertad. Pero no es fácil admitir su realidad pues demasiado frecuentemente y por no pocos, arrasarla, renunciar a ella o negar que exista.

No se han hecho bien las cosas


La Iglesia acepta la estructura democrática y la actual noción de Estado como antes lo había hecho con el Estado romano (con su entramado burocrático militar), con el estado medieval (de los príncipes feudales) y el moderno (de las monarquías nacionales). ”Algunas naciones –decía Juan Pablo II-necesitan reformar algunas estructuras y, en particular, sus instituciones políticas, para sustituir regímenes corrompidos, dictatoriales o autoritarios, por otros democráticos y participativos. Es un proceso que, es de esperar se extienda y consolide (...) es condición necesaria y garantía segura para el desarrollo de todo hombre y de todos los hombres” (Sollicitudo res socialis, 44).

La Iglesia no deja de denunciar los errores que pueda cometer el hombre democrático. El liberalismo es ideológicamente agnóstico y va coincidiendo cada vez más con el socialismo, por ejemplo en el ámbito religioso donde ha dejado de empeñarse en el ateísmo para ir al indiferentismo o al laicismo.

La política, al igual que la ciencia, también está sometida a la ley de la evolución, recorriendo un camino o proceso imparable de progreso, aunque el ritmo no siga una ley obligatoria ni es un efecto mecanicista; se progresa con acelerones y frenadas, fruto de la libertad del hombre (cfr. SRS, 27). 

Es importante distinguir el progreso mismo del uso o abuso que de él pueda hacer el ser humano. La Iglesia refleja la luz de la Verdad que no es científica ni política, sino ética. El Maligno, que parece que no duerme ni se toma vacaciones, aprovecha los avances políticos o técnicos para tentar al hombre y que abuse de ellos, los desnaturalice, los utilice para su egoísmo y para su soberbia. Nunca faltará algún Caín que utilice el hierro, el fuego, la imprenta, la energía nuclear, internet, o lo que sea, para satisfacer sus pasiones desordenadas.

Benedicto XVI pide por escrito: “Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces” (Spe salvi, 22).

La Iglesia ya no está (¡por fin!) contra el progreso que habían promovido durante siglos muchos de sus hombres. Progresa la sociedad desde el punto de vista de su organización pero Satanás infectó este nuevo descubrimiento político de la democracia y ha provocado una auténtica pandemia. 

Hay que mejorar el amor a la libertad

El liberalismo (como el socialismo) sólo se interesa por los medios pero, de hecho, camufla en los medios sus propios fines. Por ejemplo, como niega la verdad trascendente y no reconoce ninguna norma por encima de la voluntad humana, entregada a sus propios intereses, declara la neutralidad religiosa del Estado pero tal neutralidad la utiliza como expediente para expulsar la fe (cualquiera menos la suya) de la vida pública.

Los dogmas liberales están íntimamente ligados a la dinámica del capitalismo. El dogma liberal y la dinámica del mercado son la base y el fin -que se refuerzan mutuamente- de un orden social que, en su totalidad y sin reservas, están al servicio de las opciones individualistas que dicta el yo soberano, autónomo y encumbrado. Su consecuencia es el consumismo y, en último término, lo que algunos llaman “totalitarismo liberal” que garantiza que los de la minoría de ricos sean cada vez más ricos y los pobres cada vez más y más pobres respecto a ellos.

Al final del segundo milenio, la Iglesia ha ganado en libertad frente al Estado y es bueno que pierda su medieval potestad absoluta y se re-coloque en su lugar debido. Durante siglos abusó con su totalitarismo y ahora otro totalitarismo la quiere sustituir. Así no funciona la autonomía adecuada y no se puede vivir aquello de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Durante el siglo XIX hubo una intensa actividad jurídica pero se confundía la justicia con la legalidad y la gente se acostumbró a no quejarse por leyes injustas con tal de que fueran constitucionales. Quizá ni siquiera los bárbaros que invadieron Europa por el este desde el siglo V atropellaron los derechos humanos y religiosos tan brutalmente como ahora puede hacerse con la ley en la mano.

Juan Pablo II en Veritatis splendor ofrece una sorprendente propuesta enseñando a comprender que muchas leyes que hoy llamamos justas (y por eso ya nos conformamos), no lo son tanto sin son anticonstitucionales porque van contra la realidad del hombre. 

El ciudadano católico –como se aprende de los primeros cristianos- suele acatar la autoridad y cuando hay conflictos, como quiere vivir en paz, reacciona absteniéndose con mal humor, aunque los de USA diesen muestras de activismo con la prohibición de bebidas alcohólicas y ahora con los grupos Pro-Vida.

La experiencia del final del segundo milenio, demuestra que, en general, no hay grupo más fácil de gobernar que el de católicos y, sin embargo, muchos gobiernos los miran con sospecha y como una etnia sin plenos derechos civiles.

La libertad está condicionada

La mayoría de católicos demócratas sabe no extraviarse en los nacionalismos y sabe ser leal aguantando, sufriendo y enfadándose en silencio. El nacionalismo es una doctrina o ideología que reduce la realidad absolutizando un relativo. Se conecta con expresiones como patriotismo e imperialismo. En la Historia no siempre los nacionalismos aparecen como un antihumanismo pero desgraciadamente aparecen enfermizos y como reacción violenta ante el atropello de la propia libertad. El concepto de nacionalismo no se mide por los km2 de un territorio.

Para Ortega, nación es algo en que nacemos pero la acepción moderna arranca de Maquiavelo que fue el primer teórico del nacionalismo político. En un primer momento, los nacionalismos se iniciaron al disolverse la unidad medieval europea, cuando los príncipes encarnaron la nacionalidad y su soberanía. Cuando Luis XIV dijo que “el Estado soy yo”, subsumió la nación en el Estado. 

Después, con la RF y Napoleón, hasta la 1GM, los nacionalismos se configuran con la idea de Rousseau que identificó nación y pueblo y que sirvió para su exasperación. El pueblo se idealiza y encarna a la nación que se democratiza, con apasionamiento psicológico, afianzándose el pueblo como sujeto de los derechos nacionales que son derechos humanos más fuertes y originarios que los políticos, pues éstos emanan del pueblo.

Entre las dos guerras mundiales, se desbocaron las ambiciones imperialistas basándolas en panteísmos estatales, en superioridades étnicas o en ahogos demográficos. Hubo una multiplicación de naciones que bucearon en sus razones seminales para justificar su soberanía y exigieron un internacionalismo económico que reforzara la autonomía industrial, entrando en juego la colonización económica de las grandes potencias y la exacerbación política del nacionalismo en las subdesarrolladas. La sentencia del Tribunal de Nuremberg (16 oct. 1946) que condenó el nacismo (aunque eximió de culpa al Gobierno y al pueblo alemán), condenó a muerte las formas nacionalistas de esa época.

El verdadero nacionalismo

Buscar la independencia y defender la identidad o idiosincrasia propia no es malo, ni mucho menos. Cada pueblo como cada individuo no siempre es un infante y dependiente de sus padres. cada recién nacido, lo primero que necesita es empezar la independización de su madre, cortando el cordón umbilical; seguirá dependiendo del pecho de su madre pero por pocos meses; así hasta que vuele del hogar para iniciar el suyo propio. Análogamente para un colectivo aunque en lo social hay evidentes diferencias con respecto a lo individual.

La doctrina pontificia se articula en la distinción entre patriotismo y nacionalismo, entre el punto justo o la exaltación desorbitada del sentimiento patriótico, equilibrio de tradición, libertad y prudencia. El regalismo que rechazaban los pontífices en el s. XVIII, reapareció en el XIX bajo forma secularizada. Decía el obispo Ketteler en 1866: “Mala inspiración ha sido sugerir a la religión y a sus ministros una especie de consagración religiosa a todas las violencias de la política. ¡Por cuántas victorias, desde las guerras injustas de Luis XIV hasta la de Napoleón, se han cantado Te Deums que no iban a la gloria de Dios, sino que Dios maldecía desde lo alto del cielo!

Las formas de exaltación nacionalista aparecidas en Europa (nacismo y fascismo) merecieron la condena pontificia de Pío XI con su encíclica Mit brennender sorge de 1937. Luego Pacem in terris de Juan XXIII y Populorum progressio de Pablo VI ponen de relieve que las relaciones internacionales deben conjugarse con el respeto debido a la libertad, norma que excluye que alguna de las naciones tenga derecho a oprimir a las otras o interferir indebidamente en sus asuntos internos. 

Un mundo más justo se articulará con una solidaridad universal si se superan los nacionalismos y el racismo”, decía Pablo VI. “Es normal que naciones de vieja cultura estén orgullosas del patrimonio que les ha legado su historia. Pero estos legítimos sentimientos deben ser sublimados por la caridad universal que engloba a todos los miembros de la familia humana”.

Hacer las cosas mejor

Puede parece una ironía de la Historia el que los liberales hayan fabricado las mayores cadenas políticas nunca vistas al dar la plenitud de poder al Estado. Es una tiranía de varios, una dictadura en equipo. ¡Cien años antes denunciaban que la Iglesia había esclavizado las conciencias!

La primitiva idea democrática ha quedado realizada en su contrario: la idea inicial proponía que los partidos se formaran después de abierto el Parlamento, agrupándose los elegidos por el pueblo. A finales del XIX se tenía el agrupamiento de electores y no de diputados. El pueblo ahora ya no elige a los diputados sino listas de los partidos por lo que, contra pronóstico, no es el pueblo quien gobierna sino los Comités directivos de los partidos que tienen sometidos a sus representantes y a los mismos electores. Parece como si un papel de fumar separara la dictadura de la democracia.

El mensaje de la Iglesia tiene la verdad sobre la libertad y por eso proporciona un fundamento seguro al liberalismo aunque eso no es el contenido del Evangelio. La propuesta de la Iglesia es mucho más profunda y rica que la ideología liberalista y que cualquier otra diseñada por el hombre. No es una “tercera vía” porque la Iglesia ni tiene ni puede dar soluciones concretas técnicas para el ordenamiento de la sociedad, pero efectivamente recuerda un fundamento político: la libertad del hombre. ¡Qué pocos creen en ella! y ¡qué fácil y apetecible sigue siendo renunciar a la propia libertad para quitarse de encima la responsabilidad y echar la culpa a otro!

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