domingo, 17 de enero de 2010

¿CONCILIO VATICANO III? y IV, V...

Cristo instituye un colegio apostólico
Colegialidad efectiva
Colegialidad diocesana
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Puede parecer "urgente" el concilio Vaticano III,  pero, por la misma razón, el IV, el V… porque no se sostiene fácilmente que pasen siglos entre un Concilio y el siguiente. Y sería quizá más mejor que no se siguieran llamándose "vaticanos" porque es católico de verdad, es auténtica universalidadi que se realizaran en la periferia, lo cual no se atentaría ni a la unidad, ni a la santidad ni a la apostolicidad.


Benedicto XVI dice que “es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces” (Spe salvi, 22). No parece suficiente ni razonable hacer ese examen de conciencia colectivo de siglo en siglo. Y lo mejor es la medicina preventiva: las revisiones periódicas para comprobar que no pasa nada o, si pasa, has llegado a tiempo.

La Iglesia quiere ser fiel a su misión divina de ir al mundo para cristianizarlo pero progresa con lentitud; nunca ha tenido urgencia para cambiar ni prisas para actuar; a veces es buena la lentitud por ser prudencia pero otras veces es fruto más bien de la pereza, del conformismo, de no querer coger el toro por los cuernos. “La Iglesia... -decía el papa Wojtyla- no puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy” (TMA, 33). 

Esa lealtad no fue un acto coyuntural por el jubileo del 2000 y luego olvidarse. Ese purificarse de lo que no se hace bien, junto con el afán de mejorar lo que ya se hace “bien”, es lo que dicta el sentido común y la honradez humana. Lo exige cada persona individual y toda institución humana, y la Iglesia es una de ellas. ¿Cabe que desde 1560 una multinacional sólo haya reunido dos veces (1860 y 1960) su Consejo de Administración o un Gobierno sólo dos Consejos de Ministros?

Cristo instituye un colegio apostólico

El Primado de Pedro es un elemento constituyente de la colegialidad y su “remodelación” para el tercer milenio tendrá que incluir la adaptación del modo de ejercerse la colegialidad querida expresamente por Cristo. La historia demuestra que el Papa puede traicionar la colegialidad prescindiendo del colegio apostólico y actuar de modo personal.

El Catecismo de la Iglesia Católica dice que “es propio de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener carácter colegial... Jesús instituyó a los Doce... Elegidos juntos, también fueron enviados juntos y su unidad fraterna estará al servicio de la comunión fraterna de todos los fieles” (CEC, 877). Está claro que también el Colegio de los apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro” (LG,22) (CEC, 881). Como tal, este Colegio es “también sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia” que “no se puede ejercer... a no ser con el consentimiento del Romano Pontífice” (LG 22; cf CIC 336).

Estos textos recogen el espíritu de la renovación suscitada por el Espíritu Santo a través del Concilio Vaticano II, cerrando una etapa –demasiado larga- y volviendo a la fidelidad del espíritu de los inicios. Se propone querer vivir de una vez las enseñanzas que no han dejado de exponerse por escrito durante muchos siglos ya que la praxis no se ajusta a la teoría. Parece que Juan Pablo II era consciente de que pueden quedarse a medias, como ocurriera con las decisiones tridentinas y las del Vaticano I, lo cual de seguro entristece al Espíritu (cf NMI, 45).

El Decreto Christus Dominus del Vaticano II dice: “Mas también los obispos, puestos por el Espíritu Santo, son sucesores de los Apóstoles (...) Cristo mismo dio a los Apóstoles y a sus sucesores el mandato y el poder de enseñar” (ChD, 2). “Este oficio episcopal (...) lo ejercen (...) en comunión y bajo la autoridad del Sumo Pontífice (...) unidos todos en colegio o cuerpo” (ChD, 3).

Ya el Vaticano I decretó que “tan lejos de dañar a aquella ordinaria e inmediata potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos que, puestos por el Espíritu Santo (cf Act 20,28), sucedieron a los Apóstoles, apacientan y rigen (...) más bien, esa misma es afirmada, robustecida y vindicada por el pastor supremo y universal” (DzH, 3061). Y además: “para que el episcopado mismo fuera uno e indiviso (...) en él instituyó un principio perpetuo de una (el episcopado) y otra (la universal muchedumbre de creyentes) unidad y un fundamento visible” (DzH, 3051). El episcopado es diviso si Pedro monopoliza la potestad eclesial instituida por Cristo.

El Vaticano I apelaba al Decreto del XVII Concilio de Florencia (1445) con Eugenio IV (DzH, 3059), que fue precisamente la primera vez en que se afirmó que la potestad plena y suprema es (ojo) de la Sede Apostólica y del Romano Pontífice (DzH, 1307). Parece nacer aquí la usurpación jurídica de los derechos episcopales, cosa que se venía viviendo en la práctica desde el centralismo impuesto por el papa Gregorio VII, el discutido monje Hildebrando, aunque ya antes Gregorio I magno, a mitad del primer milenio, había empezado a implantar el centralismo.

En aquel Concilio florentino se confirmaron los criterios definidos anteriormente aunque llama la atención que únicamente se atendió a la clave jurídica, necesaria para imponer la potestas absoluta sobre el colegio. Y, mientras, los cardenales de la Sede Apostólica aprovecharon la ocasión para interponerse entre Pedro y los otros “once”. Mientras decían que Pedro es el juez supremo (aunque el Depósito dice que es Cristo) al que puede recurrirse todo juicio eclesiástico (DzH, 861), también se añadió que el juicio de la Sede Apostólica no puede discutirse por nadie ni siquiera el Concilio Ecuménico (DzH, 638-642).

El discutido papa Gregorio VII, el monje Hildebrando, con su experiencia de abad, impulsó la centralización eclesiástica y su efectiva potestad jurisdiccional sobre todas las iglesias occidentales (parece todo Occidente como un monasterio), a la vez que unificó los ritos según el patrón romano, utilizando para ello a los monjes de Cluny. Esa reforma, estructuralmente dio lugar al desarrollo de las Órdenes militares, las Órdenes mendicantes, los cistercienses y los canónigos regulares que vivían según la Regla de san Agustín. Instrumentos, todos ellos, bajo la jurisdicción papal; nada en communio con los obispos.

Colegialidad efectiva

La colegial potestad episcopal debe ser vivida y legitimada jurídicamente y no basta quedarse en el primer paso que diera Pablo VI creando “los Sínodos episcopales como ayuda más eficaz en el consejo” (ChD, 5) porque sólo asesorando no es órgano directivo y su responsabilidad jurídica de gobierno es nula. Hace falta corregir la praxis para que “este colegio episcopal (...) junto con su cabeza y nunca sin su cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad (LG)” (ChD, 4). No basta la colegialidad afectiva; la querida por Cristo es efectiva, lo que por supuesto incluye lo afectivo.

Las actuales estructuras episcopales no tienen aún carácter jerárquico de gobierno, de colegialidad en sentido estricto, sino únicamente el afecto colegial y la carta Apostolos suos todavía no reconoce su status de gobierno. Juan Pablo II ha recordado que “la colegialidad episcopal en sentido propio y estricto, pertenece sólo a todo el Colegio episcopal que, como sujeto teológico, es indivisible” ; y es un elemento esencial de la Iglesia universal.

Partiendo de que la esencia de la democracia es la participación y no el sufragio universal, para progresar en la constitución democrática de la sociedad eclesial en lo humano, hay que devolver al Colegio episcopal su función decisoria -con el Papa- tal como Cristo quiso. Hay mil maneras de hacerlo de acuerdo con las circunstancias actuales y los medios técnicos disponibles. El propio Juan Pablo II deja escrito que “éste es el gran reto que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también -porque también es designio de Dios- a las profundas esperanzas del mundo” (NMI, 43).

En 1966, Pablo VI, con el Motu proprio Ecclesiae Sanctae, impuso la constitución de Conferencias Episcopales allí donde no existían estableciendo que las ya existentes redactaran estatutos propios. En 1973, el Directorio pastoral de los Obispos recordaba que “la Conferencia Episcopal ha sido instituida para que hoy en día pueda aportar una múltiple y fecunda contribución a la aplicación del afecto colegial. Por medio de las Conferencias se fomenta de manera excelente el espíritu de comunión con la Iglesia universal y las diversas Iglesias particulares entre sí". A partir del siglo XIX, por motivos históricos, culturales y sociológicos, y con finalidades pastorales específicas, en diversos países había nacido la Conferencia de los Obispos con el objeto de afrontar cuestiones eclesiales de interés y dar las oportunas soluciones. El Concilio Vaticano II reconoció la oportunidad y la fecundidad de tales organismos con el Decreto Christus Dominus (cf nn. 29, 37-38).

La colegialidad en tiempos de los apóstoles era verdaderamente de toda la Iglesia. Cuando Pedro predica el día de Pentecostés, todos los demás se pusieron de pie con él (cf Act 1,14), aunque bastaba que hablase uno; hacerlo todos a la vez era un follón. El Colegio Apostólico era como un solo hombre, todos de pie. En el Concilio de Jerusalén no estuvieron presentes los “Doce” pues simplemente constan los que estaban entonces en Jerusalén: Santiago, Pedro y Juan (cf Act 15,4-29), pero, además de esos apóstoles, la Asamblea estaba integrada por los presbíteros y por toda la comunidad, entre ellos, algunos de la secta de los fariseos (vv 4-5).

La Asamblea era deliberativa y estaba constituida por los apóstoles (esos tres) y los presbíteros (v 6) y una multitud que escuchó también a Bernabé y a Pablo (v 12). La decisión de enviar a Antioquía a algunos varones junto con Pablo y Bernabé, fue colegial, obra de los apóstoles (esos tres), los presbíteros y toda la Iglesia (v 22). La colegialidad de los comienzos incluía no sólo a los “Doce”, quienes, por cierto, después de Pentecostés, no parecen haberse reunido nunca juntos. Antes de ese día, Pedro decidió sustituir a Judas pero la selección de candidatos fue colegial (Act 1,15. 23. 26).

Por tanto, siguiendo el Nuevo Testamento y la Tradición viva de la Iglesia, también el Sínodo de los Obispos debería ser deliberativo y no mero órgano consultivo. Así y todo, queda todavía un hueco enorme por la falta de aquella multitud, los laicos. Cabe pensar en un mecanismo colegial habitual, con una plenaria (el concilio cada década), una permanente (el sínodo anual) y unas comisiones ejecutivas, de quienes dependa la Santa Sede y ayuden efectivamente a mantener vivas las decisiones conciliares en cada Iglesia particular. El Colegio Cardenalicio, las Conferencias Episcopales y los Sínodos de Obispos pueden ser estructuras integradas para el gobierno ágil, funcional y evangélico. 

El reto del tercer milenio es proyectar bien lo esencial de la Iglesia universal y depurar la tesis del conciliarismo que apareció por razones obvias y justificadas ante la situación coyuntural de aquel triste momento medieval, durante el llamado Cisma de Occidente y la existencia de dos o tres papas simultáneamente, con toda aquella carga de intereses temporales ajenos al Evangelio.

Colegialidad diocesana

La colegialidad es voluntad divina tanto para Pedro con los otros “doce”, como para cada Pedro en su diócesis con los otros “apóstoles”, tal como escribía san Ignacio de Antioquía en su carta a los de Magnesia: “Yo os exhorto a que pongáis empeño por hacerlo todo en la concordia de Dios, bajo la presidencia del obispo, que ocupa el lugar de Dios; y de los presbíteros, que representan al colegio de los apóstoles; (...) Por consiguiente, a la manera que el Señor nada hizo sin contar con su Padre...” (LH III, 443).

La colegialidad diocesana puede seguir siendo (o volver a ser) como se lee en los Hechos de los apóstoles, con el espíritu de los inicios, cuando los apóstoles Santiago, Juan y Pedro, en Jerusalén, actúan con el resto de los discípulos, sin complejos ni reduccionismos. San Pablo recuerda que en la Iglesia no hay distinción entre judíos y gentiles, entre libres y esclavos, entre varones y mujeres. 

El Consejo presbiteral será sólo de presbíteros pero tanto los “seculares” como los “regulares”. Pero el consejo diocesano, con el obispo a la cabeza, no será únicamente de clérigos. 

Los consejos parroquiales han de acelerar su puesta en marcha, con pureza evangélica y por tanto también lejos de ideas monacales o militares, piramidales, donde sólo sirve el ordeno y mando. Jesús, se ciñó la toalla, se arrodilló para lavarles los pies y les dijo: ¿entendéis lo que he hecho con vosotros?

Seguro que le alegrará a Cristo el que se lleve a cabo la desconcentración horizontal de que hablaba Congar, o sea la reforma de la Curia romana vaticana tal como dice el Vaticano II en Christus Dominus, junto con la concentración vertical sobre Cristo que perseguía el Concilio.

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