viernes, 6 de noviembre de 2009

RAÍCES CRISTIANAS DE EUROPA (1)

Descubrir las raíces cristianas
Raíces cristianas en el Imperio Romano
¿Un reino cristiano terrenal?
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Está de moda hablar y reclamar por las raíces cristianas de Europa, que siempre deberá hacerse con talante evangélico y pienso que el rasero y la metodología será la misma que si se estudian las raíces cristianas de Asia, África, Oceanía o América. Las raíces están escondidas y no se ven.

El Papa Wojtyla, por su mentalidad, insistía con frecuencia -como luego recordaba Benedicto XVI- en conocer y conservar esas raíces tanto ante la posible Constitución Europea que se intente redactar como ante otros eventos. 

Descubrir las raíces cristianas



Ya en su primer viaje apostólico por España en 1982, desde Santiago de Compostela, dijo: “Dirijo mí mirada a Europa como al continente que más ha contribuido al desarrollo del mundo, tanto en el terreno de las ideas como en el del trabajo, en el de las ciencias y las artes (pero) no puedo silenciar el estado de crisis en el que se encuentra, al asomarse al tercer milenio de la era cristiana”.

Y en ese contexto lanzó su grito pastoral: “
Por esto, yo, Juan Pablo, hijo de la nación polaca que se ha considerado siempre europea, por sus orígenes, tradiciones, cultura y relaciones vitales; eslava entre los latinos y latina entre los eslavos; Yo, Sucesor de Pedro en la Sede de Roma (…) y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas".

Y en 2003, ya finalizando de su pontificado insistirá: “Europa del tercer milenio: no cedas al desaliento, no te resignes a modos de pensar y vivir que no tienen futuro. Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. ¡Ten confianza! En el Evangelio, que es Jesús, encontrarás la esperanza firme y duradera a la que aspiras. ¡Ten seguridad! ¡El Evangelio de la esperanza no defrauda!” (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa).

Es lógico preguntarse ¿cuáles son esas raíces? porque el Evangelio no dice nada de estructuras concretas sociales, políticas, culturales, deportivas, etc.


Y en el Año de la Eucaristía (octubre 2004 a octubre 2005), antes de dar su salto a la casa del Padre, Juan Pablo II insiste: “El encuentro con Cristo suscita en la Iglesia y en cada cristiano la urgencia (...) la propagación del Evangelio en la animación cristiana de la sociedad (…) su testimonio, aspira a irradiarse en la sociedad y en la cultura” (Mane nobiscum, 24).

Esa animación cristiana de la sociedad ha tenido, tiene y seguro que seguirá teniendo varias interpretaciones; y el diálogo entre los defensores de una u otra visión, si ninguno “quiere apearse del burro”, será un “diálogo de sordos”. 

La irradiación cristiana de las sociedades y de las culturas ha de surgir desde abajo, desde cada creyente que es sal y luz; no debe ser una imposición desde arriba utilizando el poder civil y repetir lo que hizo la medieval cristiandad.

Las raíces están ocultas y sirven de sostén a la planta o al árbol; pocas de alimento; los piropos se los llevan las flores y los frutos. Cristo nos enseñó la metodología: por sus frutos los conoceréis (Mt 7,16). 


Y señala el papa Wojtyla (JP II, Ecclesia in Europa) fugas y vaguedades que tienen que incentivar la autocrítica.

La aportación, grande incluso, a la cultura europea no puede ser con monopolio impositivo, pues hay que trabajar codo con codo con todos los ciudadanos europeos, con los no cristianos, con los no creyentes y con los no practicantes, que algo han aportado.

No se puede dudar –añade el papa Wojtyla- de que la fe cristiana es parte, de manera radical y determinante, de los fundamentos de la cultura europea. La modernidad europea misma, que ha dado al mundo el ideal democrático y los derechos humanos, toma los propios valores de su herencia cristiana" (JP II, o.c.).



Haciendo un balance del siglo XX y los sucesos europeos del 2º milenio acabado, salen como resultado (frutos): continuas luchas sangrientas entre cristianos, dejando el solar europeo ensangrentado como el suelo del pretorio de Pilato, junto a la columna de la flagelación, o el suelo del Calvario, al pie de la cruz. 

Laicismo, capitalismo, ateísmo, comunismo, marxismo, agnosticismo, consumismo, hedonismo… son los frutos nacidos en el humus del cristianismo europeo.

Habrá que diagnosticar la(s) enfermedad(es) de la planta o del árbol pues de sanas raíces ¿cómo han salido malos frutos?, ¿cuál es la infección? 


Cristo no trajo un Reino temporal, “mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36), por lo que no es la antigua Cristiandad lo que nos encargó el Señor; las llaves entregadas a la Iglesia (en Pedro) no son las llaves de los reinos temporales de este mundo.

La cristianidad de Europa (según el Evangelio) ya no puede entenderse como en la era medieval, cuando el Papa tenía sometido al Emperador, coronado por él, y lo utilizaba para tener sometidos todos los reinos como garantía de la salvación eterna. Y si le fallaba, se le quitaba la espada secular y fuera disgustos. Se han de cristianizar las personas, no las estructuras.

Si los frutos no son los esperados, quizá es que las raíces no eran las adecuadas.

Raíces cristianas en el Imperio Romano

El césar Galerio, que parece el principal instigador de la última y más cruel persecución, la de Diocleciano, al alcanzar la dignidad imperial, sintiéndose enfermo de gravedad, escribió en Sárdica (año 311) el edicto que reconocía al Cristianismo el derecho de existencia legal:
denuo sint christiani, ordenaba (cf Ehrhard, II, 502).

Habían pasado tres siglos desde que Cristo dejó la Iglesia en manos de sus discípulos antes del año 40 de la era cristiana. Desde Pedro a Milcíades (311-314), hubo 32 papas y ninguno tuvo necesidad de ostentar el poder temporal ni el absoluto dentro de la Iglesia, ni tampoco tener sometido al poder temporal. En medio de las persecuciones con Claudio, Nerón y demás emperadores romanos posteriores, trabajaron con libertad disfrutando de la llamada "paz augusta" y de los estupendos medios de comunicación con las calzadas que, como arterias del cuerpo humano, llegaban a todos los rincones de aquel trozo de humanidad, el Imperio romano, la civilización del momento.

Desde la era constantiniana está inoculado el veneno. Constantino realizó su interés de poner la Iglesia al servicio del Estado; se sentía “obispo en asuntos externos”. Pocas voces eclesiales en contra. Después de su muerte, en ochenta años y tras la repartición del Imperio en dos mitades en 395, los emperadores de Occidente fueron apartados de los asuntos eclesiásticos, aunque los orientales siguieron esa política de intromisión porque allí no se había cristianizado la idea romana de emperador. 


La hegemonía sobre lo cultural estaba íntimamente unido a lo político-profano y la función de Pontifex maximus y César era una unidad inseparable y fundamento pagano del cesaropapismo hasta que cayó Constantino XI en 1453 defendiendo Constantinopla contra los turcos (cf Ehrhard, II, 12-13). Graciano, al asumir el Imperio en el 375, se negó a recibir las insignias y llevar el título de Pontifex Maximus (cf Ehrhard, II, 503).

¿Un reino cristiano terrenal?

En la primera mitad del primer milenio, hacia el 500, la civilización cristiana grecorromana de Oriente se hallaba al borde de la extinción y la de Occidente cercenada en la península hispánica y desconcertada, desgobernada y derrumbada moralmente. Se podía aplicar el diagnóstico que hiciera san Columbano hacia el año 600 en carta que apelaba al papa san Gregorio Magno como insigne vigía,
egregius speculator, único rayo de esperanza de una “Europa” desfallecida e invertebrada (cf Ehrhard, IV, 20).


Trozos de Italia eran las reliquias occidentales del Imperio oriental, la “nueva Roma”, pero Constantinopla sufría (por querellas domésticas) la mayor crisis de su accidentada historia. En agosto del 718, León III el Isaurico frenaba la conquista islámica pero este nuevo “basileus” desgarró espiritualmente Bizancio, sobre todo en sus dependencias italianas y balcánicas (cf Ehrhard, IV, 22).

Tres siglos más tarde, a primeros del XI, el panorama había cambiado radicalmente pues estaba el reino de Francia occidental, lindando al Teutónico; en 1032 el rey de la Francia oriental asumía el reinado de la Borgoña y, con la de Italia, le correspondía automáticamente ceñirse la corona imperial y la tutela del
Patrimonium sancti Petri. El Imperium es la instancia superior a los reinos que armonizaría -en perfecta correspondencia (¿?)- con la cúspide del régimen espiritual, el Papa, cabeza de la cristiandad (cf Ehrhard, IV, 20-21).


El Patrimonio de san Pedro dependía de Oriente pero su debilidad interna y el asalto del Islam por el Este, desviaron la atención y apoyo de Bizancio a Roma que estaba siempre cercada por los longobardos. Pepino atacó a los estados papales en manos lombardas y se los restituyó. 


Por tradición se decía que el Constitutum o “Donación de Constantino” (documento que se demostró falso al final de la Edad Media) era el regalo de Roma, Italia y todo Occidente al papa Silvestre y sucesores, en agradecimiento a su bautismo y a la curación de su lepra. La falsedad del documento se justifica por el afán de fundamentar jurídicamente los derechos de la Santa Sede a los territorios italianos que eran los solares de los Estados pontificios (cf Ehrhard, IV, 184).

Aunque es ineludible la necesidad de medios económicos para llevar a cabo la labor evangelizadora y las obras de caridad, sin embargo la obligada intervención en asuntos temporales, exigió a Roma también unas fuerzas materiales de que disponer. Ambas exigencias encontraron en Constantino el cauce adecuado al reconocer a la Iglesia su capacidad jurídica para recibir donativos y herencias. El Patrimonio de San Pedro se incrementaba con los donativos de los cristianos poderosos que querían contribuir al esplendor del culto y a procurar los medios materiales indispensables. Con san Gregorio I Magno (siglo VI-VII) se dio forma definitiva a los dominios del Papa, los Estados Pontificios (cf GER, voz correspondiente).

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