lunes, 9 de noviembre de 2009

¿ESTO SE ACABA AHORA?

La fiebre apocalíptica
Profecías apocalípticas
No se sabe el día ni la hora
Se acaba una etapa
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Para el 2012 algunos interpretan los datos de los mayas como la fecha del fin del mundo. Los del cine de Hollywood aprovechaban la movida social apocalíptica para sacar otra peli (una más), a estrenar en las pantallas el 13 de noviembre de 2009. En plena selva del Yucatán, en la asilvestrada ciudad de Cobá, en el sureste mexicano, hay una piedra tallada, la estela número 1, que en escritura jeroglífica se lee que el fin será en el solsticio de invierno de 2012. Y el cine aprovecha para relacionarlo con el cambio climático.

Ante la actual creciente inquietud apocalíptica, como la del año 2.000, el papa Wojtyla advertió a los cristianos y a los hombres de buena fe que no caigan en la tentación “milenarista” de la fiebre que se extiende en algunos ámbitos (cf TMA, 18,20-21,46; NMI, 5) cuyos profetas claman: “¡Arrepentíos! El fin del mundo está cerca” (cf TMA 46 y 21).

Al acercarse el año mil incluso el mismo papa francés Silvestre II, parece que también creía en la inminencia del final apocalíptico, tras haber recibido clases de magia en Sevilla y en Córdoba. El 31 de diciembre del año 999, convocó a todos los fieles de la Cristiandad a ir a Roma para “esperar juntos la gran hecatombe y el día del desastre”. Esa fiebre milenarista quedó superada con la interpretación de santo Tomás de Aquino (+1274) que hizo una reflexión desde la fe y la cordura (cf S.Th.I-II, q.106,a.4, ad 1 y Supl. q.77,aa.1-4) pero ha vuelto a rebrotar en los ambientes de la Reforma, y de modo exacerbado con las primeras sectas milenaristas americanas de ámbito cristiano y actualmente se comercializa como producto “ligth” en los movimientos de “New Age”.

La fiebre apocalíptica

Algunos temen -no sin fundamento- alguna catástrofe al final del segundo milenio o al estreno del tercero pero no parece fundamentado decir que será la catástrofe apocalíptica que ha de preceder al fin del mundo con la segunda venida del Señor, aunque los cristianos nos dispongamos interiormente a ello cada domingo y en cada Eucaristía. Ya lo advirtió el propio Cristo: van a suceder muchas cosas malas, guerras, etc., "pero entonces no será todavía el fin” (Mt 24, 4-14).

Ese momento histórico al que también se refiere el Apocalipsis, realmente es difícil de interpretar aunque los exegetas parecen estar de acuerdo en una cosa: hay dos momentos decisivos para la historia de la humanidad. El primero predice la caída de la Bestia, nombre que suele darse al Imperio Romano pero tras Hitler y los marxismos ruso-chino-etc  entran muchas dudas. A partir de entonces comienza el segundo momento -el milenio de paz- que durará hasta que Satanás vuelva a luchar contra la Iglesia en su último ataque antes del fin: “Cuando se hubieran acabado los mil años, será Satanás soltado de su prisión y saldrá a extraviar las naciones” (Ap 20,7). No está nada claro que ya se haya dado ese milenio de paz pues no hay siglo en que no haya corrido la sangre.

Algunos, por los acontecimientos de estos dos últimos siglos XIX y XX, creen que estaríamos en esa última fase pues interpretan que Satanás ha sido soltado después de los “mil años” en que estuvo encadenado, desde la coronación de Carlomagno (800 dC) -tras la paz constantiniana (313 dC)- hasta las persecuciones liberales (en los años 1800) que, tras arrebatar a la Iglesia los Estados Pontificios, han pretendido destruir su doctrina y sus estructuras con la infección del ateísmo marxista y del agnosticismo liberal.

León XIII -antes de 1900- dijo que “el Señor me ha hecho ver que Lucifer, como con Job, ha pedido permiso a Dios para zarandear la Iglesia” y que eso ocurriría en los próximos cien años, no antes de dos grandes catástrofes.

Su antecesor Gregorio XVI había dicho que “esta es la hora del poder de las tinieblas” y san Pío X (+1914) repitió que esta hora de la humanidad parece la del “comienzo de los males anunciados para el fin de los tiempos y que verdaderamente el hijo de la perdición haya hecho su aparición entre nosotros”, como san Juan evangelista y san Pablo solían explicar a los primeros cristianos.

Pío XI insistirá en que “por vez primera en la historia asistimos a una lucha fríamente calculada del hombre contra todo lo que es divino” y Juan Pablo II ha dicho que “tenemos que estar dispuestos a próximas grandes pruebas que podrán requerir incluso el sacrificio de nuestras vidas”.

Pablo VI, en la homilía del 26 de junio de 1972, entonces solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, conmoviendo y alertando al mundo católico, se lamentó públicamente porque “se diría que a través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios (...) Ha habido un poder, un poder adverso. Digamos su nombre: el demonio, este misterioso ser que está en la propia carta de san Pedro –que estamos comentando- y al que se hace alusión tantas veces en el Evangelio, en los labios de Cristo”. 

Satanás no se toma vacaciones pero no está claro que la prueba reciente que ha sufrido la Iglesia sea peor que otras de la Edad Moderna o Edad Media.

Profecías apocalípticas

Nostredamus, médico y astrónomo francés del siglo XVI, poco antes de morir, dejó anotado algo que algunos interpretan como el fin del mundo: “del cielo vendrá un gran rey de terror”. Buen revuelo se organizó recientemente con la fecha que algunos calculaban para el 11 de agosto de 1999 (otros para septiembre) del actual calendario universal gregoriano cuando el francés había escrito julio según el calendario juliano que él utilizaba.

Georgei, siguiendo textos hindúes (Bhagavata-purana) concluye  matemáticamente que el final de la “época oscura” será el año 2.030.

Jean Phaure, con estudios astrológicos y con tradiciones egipcias, griegas e indo-arias, sitúa la “gran tribulación” en el año 2.008. Es un gran conocedor de la sabiduría esotérica y en 1960 estableció que “el principio del fin” sería a partir de 1980 = 666 + 1314. Precisamente 666 es el número de la Bestia apocalíptica y 1314 fue el año de la disolución de la Orden de los Templarios: la considera fecha clave para la crisis de la civilización occidental cristiana y el derrumbamiento de la Cristiandad.

Pico della Mirandola fue un destacado representante de la Cábala cristiana y en 1498 predijo que el fin del mundo sería 514 años y 25 días después de su profecía, o sea, el 2012. Es la misma fecha que dicen ahora estar escrita en la piedra de los mayas y que para ellos es el final de un ciclo que los concebían de 52 años cada uno. De todos modos, hay que tener en cuenta que es aventurado afirmar que anunciaron el actual calentamiento global y el deshielo puesto que los mayas creían que la Tierra era como un caparazón de tortuga y desconocían la existencia de los polos.

En el ámbito de la Reforma se desató la fiebre milenarista europea con el ferviente teólogo luterano Johann Valentin Andreae (+1654), hijo del llamado “segundo Lutero”, pastor de Württemberg y Rector de la Universidad protestante de Tubinga. Era miembro del “cenáculo de Tubinga”, un grupo de luteranos inquietos, imbuidos de una fuerte expectación milenarista y deseosos de una reforma radical desde la fe. Andreae denunció públicamente la “Fraternidad Rosa Cruz” cuando, entre 1614 y 1620, brotó una gran efervescencia panfletaria en torno a Christian Rosenkreutz (¿1378-1484?), pretendido fundador de tal Fraternidad y que considera una farsa e intenta oponerse a ella mediante su propuesta de “Cristianópolis”, modelo de ciudad cristiana para el milenio de paz apocalíptico.

En la Norteamérica de mediados del s. XIX hay otro gran despertar de un milenarismo furioso en el seno de tres grandes sectas cristianas: Mormones, Adventistas y Testigos de Jehová. Todo parece indicar que se incubó en aquellos "movimientos de santidad" de tipo conversionista, alentados por los presbiterianos y metodistas (de origen calvinista), que brotaron en los territorios fronterizos del Oeste americano. Esa situación de frontera, de angustia e inseguridad ante lo desconocido, de lejanía y abandono de las instituciones religiosas, era considerada como zona con una religión adulterada y perdida. Querían volver a lo más fundamental que provocara una conmoción emocional y que obligara a una radical elección fideísta.

J. Smith (+1843), fundador de los Mormones, que había tenido experiencias apocalípticas a los 15 años, recoge su milenarismo en el artículo 10 de su credo con una secuencia de los acontecimientos escatológicos, tras la lectura de Apocalipsis, cap. 20. De todos modos, no fija fechas concretas para el período de los “mil años” en que reinará la paz de Cristo desde el establecimiento de la Nueva Sión en América.

W. Miller (+1849), de origen baptista, calculó el adviento (la 2ª venida) de Cristo para 1843 (entre el 1 y el 21 de marzo), pero como Cristo no se presentó, corrigió sus cálculos para fijar la fecha del 22 de octubre del año siguiente y que no pudo comprobar. 

En 1846 Ellen Gould Harmon, visionaria desde los 19 años, resolvió el problema diciendo que en la fecha indicada por Miller efectivamente Cristo había venido pero no todavía a la tierra, sino que, de acuerdo con Heb 8,1, había entrado en el santuario del cielo que es paso previo para su retorno a la tierra.

Charles Taze Russell (+1916), fundador de los Testigos de Jehová, llega al paroxismo en su ejercicio prediccionista afirmando que en 1914 se acabaría este mundo malvado y corrupto y comenzaría el milenio de felicidad con el establecimiento del Reino de Dios. Tal año lo calcula con Lc 21,24 y considerando el comienzo con la toma de Jerusalén por Nabucodonosor en el año 606 aC. Con Daniel 4,13.20 y Ezequiel 4,6 entiende que el castigo de Dios duraría “siete tiempos” que traduce como 2520 años; así que restando 2520 y 606 le sale 1914. Han pasado muchas décadas desde esa fecha y hoy día los Testigos de Jehová admiten que la batalla de Harmaguedon y el milenio de felicidad están aún por llegar.

Las profecías de san Malaquías (+1148), escritas en 1143 -aunque publicadas en 1595 en “El árbol de la vida” del benedictino Arnoldo de Wion-, parecen predecir que el Papa sucesor de Juan Pablo II será el penúltimo. Los 111 papas descritos desde Celestino II, con una divisa que les simboliza, terminan con Pedro II o Pedro romano al que precederá “de gloriae olivae”, que ha de ser Benedicto XVI, el que sigue a Juan Pablo II, si se le atribuye a éste la divisa “de laborens solis”, que puede traducirse como "el trabajo del sol". El sol deslumbra y el pontificado del papa Wojtyla fue deslumbrante para todos los hombres. El sol sale por el este y Juan Pablo II es el papa venido del este. El sol trabaja recorriendo todo el planeta desde su salida hasta su ocaso y Juan Pablo II ha recorrido todos los continentes con sus más de 100 viajes apostólicos. Juan Pablo I era "de medietate lunae" (duró 33 días), Pablo VI "flos floris" (tres llevaba en su escudo pontificio), Juan XXIII "pastor et nauta", etc.

Otros prefieren pensar -con igual rigor- que Malaquías puede profetizar el final de algo, no tanto del fin del mundo cuanto quizá el final de una etapa. en 2013 Benedicto XVI renuncia al pontificado y es elegido el cardenal arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, que saluda a la multitud presente en la plaza de san Pedro como "venido del fin del mundo".

No se sabe ni el día ni la hora

Evidentemente cada día que pasa nos acerca al final que los creyentes en Cristo creemos -para su segunda venida o Parusía- pues forma parte de sus promesas, y las promesas divinas nunca han dejado de cumplirse. El fin está cada día más “cerca” desde que Cristo resucitado subió al cielo -donde está sentado a la derecha del Padre- hasta que vuelva, pero de tal fecha -en boca del propio Cristo (cf Mc 13,32)- nadie, ni los ángeles, sabe el día ni la hora.

Lo importante es la llamada del propio Cristo a estar interiormente preparados como si fuera a ocurrir ahora mismo. Jesús sólo insistía en que aprendamos a leer los signos de los tiempos que nos sirve de recordatorio.

Con motivo de contemplar las construcciones del templo de Jerusalén desde la ladera del monte de los olivos, mientras estaban sentados en el viaje de regreso a Betania, como cada día de la última semana antes de la crucifixión, le preguntaban sus discípulos: ¿Dinos, cuándo sucederá esto y cuál será la señal de que todo se va a cumplir? (Mc 13,4). Jesús fue describiéndoles algunas señales que avisan de la “cercanía” del fin, pero que no son tal fin: se levantará pueblo contra pueblo, en diversos sitios habrá hambre, pestes y terremotos, prodigios espantosos y grandes en el cielo; os atormentarán, seréis azotados y entregados ante gobernadores y reyes por mi causa, os matarán. Unos a otros se traicionarán y se odiarán mutuamente. Surgirán muchos falsos profetas y engañarán a muchos. Crecerá la maldad, se enfriará la caridad de muchos... y esta noticia del reino se predicará por toda la tierra, y entonces vendrá el fin (cf Mt 24,9-14; Mc 13,9-13 y Lc 21,12-19) pero no sin que antes aparezca el Anticristo (cf CEC, 675). ¿Se están dando (¿también?) estos signos de los tiempos en el final del segundo milenio cristiano o en el estreno del tercero?

Todavía momentos antes de su Ascensión a los cielos, Jesús tiene que calmar las inquietudes apocalípticas de sus apóstoles. Son las últimas palabras suyas sobre la tierra, repitiendo lo mismo de siempre; es un tema que no rehuye, pero sorprende la constancia de los apóstoles que insisten repetidamente desde antes de la Pasión y después de la Resurrección.

No habían sido suficientes las anteriores explicaciones para que no siguieran nerviosos creyendo en la inmediata instauración definitiva del Reino de los cielos.

Se acaba una etapa

Bien puede concebirse que las profecías sobre el acontecimiento previsto no sean exactamente las del fin del mundo, sino las del final de una etapa. Quizá Malaquías se refiera simplemente al final de una etapa, la segunda de la Humanidad que ha sido la correspondiente a la era del Hijo, que fue precedida por la primera etapa, la del Padre, desde la creación hasta la encarnación del Verbo. Es como si fuera a estrenarse la tercera, la correspondiente al Espíritu Santo. Algo de ello dijo Joaquín de Fiore pero no distinguieron lo que pudiera tener de bueno de lo malo y, todo en el mismo pack, fue echado a la trituradora.

De gloriae olivae” (de la gloria del olivo) es la divisa del Papa que precede a Pedro II y con quien se inauguraría una nueva etapa pues será el último de una época, si es que esa divisa se aplica a Benedicto XVI. Josep, Cardenal Ratzinger eligió como papa el nombre de Benedicto en honor a san Benito y el pueblo llano de entonces llamó a los benedictino “los oliveros”.

Se puede crear una analogía viendo que, así como Cristo estuvo sobre la tierra con su Humanidad Santísima hasta su Ascensión, así la humanidad ha vivido la etapa en que sobre la tierra ha estado la Iglesia entrelazada con los asuntos temporales. 

Con los viajes apostólicos iniciados por Pablo VI y con los de Juan Pablo II, la Palabra ha llegado a todos los rincones de la tierra. Parece que todo está cumplido, incluso en el campo negativo de las herejías pues da la impresión de que ya no se puede decir ningún error nuevo. El siglo XX demuestra que lo único novedoso ha sido el hecho de darse juntos todos los errores del pasado, desde el primer siglo, sobre todo acerca de la Persona de Cristo. Los errores en Cristología conducen a las demás desorientaciones teológicas en Eclesiología, Sacramentaria, Moral, etc.

Ahora quedaría la tercera etapa con el milenio de paz y Satanás encadenado: la época atribuida al Espíritu que durará mientras Jesucristo está sentado a la derecha del Padre y no le veamos con los ojos de la cara, hasta que vuelva por segunda y definitiva vez. 

Con Pedro II, tras “de gloriae olivae”, será quizá una nueva etapa, como un volver a empezar: una Iglesia -tan amada, tan deseada, tan reclamada- como la de los primeros discípulos de Cristo. Una Iglesia renovada, reformada, purificada, limpia del polvo del camino, más auténticamente evangélica, formada por unos discípulos que se saben -ni más ni menos- sal de la tierra y levadura en medio de la masa. Siempre renovándose, reformándose, purificándose, para no caer en la tentación. Y dentro de la comunidad de los discípulos, los Pedro que realizan exclusivamente su tarea de pastores y nada más. Una Iglesia que no está identificada con los asuntos temporales y donde no se confunde la parte con el todo pues la Iglesia no es únicamente la Jerarquía ni la Sede Vaticana. Los pastores, como les enseñó el propio Cristo, saben arrodillarse ante cada discípulo con la toalla ceñida, y no tienen otra razón de existir que servir a la comunidad creyente, sin privilegios ni intereses personales o compromisos temporales. El Papa ya no es Jefe de Estado; se mantienen bien separados “potestas” y “autoritas”, etc.

Juan Pablo II fue recibido, tras el cónclave de octubre de 1978, como un signo de resurrección en una institución que se pensaba ya agónica y sin aliento en las últimas horas de Pablo VI. El Concilio Vaticano II, en el umbral del tercer milenio, fue ese soplo divino del Resucitado prometiendo enviar el Espíritu a la Iglesia que pierde el miedo al mundo, para volver a abrirse a todos los hombres, a las culturas y filosofía moderna, a la ciencia, al arte, etc.

Ahora, con el papa Ratzinger, de gloria olivae, podría pensarse que la Iglesia vive como en aquellos días que van hasta la nueva Pentecostés y, tras la Ascensión del Señor, desaparecen los signos terrenales ya que, como recuerda san Pablo, “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios... pasando por uno de tantos... actuando como un hombre cualquiera” (Phil 2,6).

Algunos se oponían al Concilio hablando con ironía del diálogo y pensando que la no intromisión de los eclesiásticos en la vida civil, era caer en una confianza ingenua en la evolución positiva de la sociedad que los hechos se encargarían de desmentir. La Iglesia no está para dirigir grupos sociales o naciones o países, pues no es de su competencia organizar los asuntos temporales. 

Para el creyente, el otro, el prójimo, no es un adversario al que hay que combatir y dominar, sino un compañero de viaje cuyos talentos han de valorarse como dones de Dios y que les disponen para buscar a Cristo, encontrarlo y creer en Él.

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