Profecías apocalípticas
No se sabe el día ni la hora
Se acaba una etapa
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Ante la actual creciente inquietud apocalíptica, como la del año 2.000, el papa Wojtyla advertió a los cristianos y a los hombres de buena fe que no caigan en la tentación “milenarista” de la fiebre que se extiende en algunos ámbitos (cf TMA, 18,20-21,46; NMI, 5) cuyos profetas claman: “¡Arrepentíos! El fin del mundo está cerca” (cf TMA 46 y 21).

La fiebre apocalíptica
Algunos temen -no sin fundamento- alguna catástrofe al final del segundo milenio o al estreno del tercero pero no parece fundamentado decir que será la catástrofe apocalíptica que ha de preceder al fin del mundo con la segunda venida del Señor, aunque los cristianos nos dispongamos interiormente a ello cada domingo y en cada Eucaristía. Ya lo advirtió el propio Cristo: van a suceder muchas cosas malas, guerras, etc., "pero entonces no será todavía el fin” (Mt 24, 4-14).
Ese momento histórico al que también se refiere el Apocalipsis, realmente es difícil de interpretar aunque los exegetas parecen estar de acuerdo en una cosa: hay dos momentos decisivos para la historia de la humanidad. El primero predice la caída de la Bestia, nombre que suele darse al Imperio Romano pero tras Hitler y los marxismos ruso-chino-etc entran muchas dudas. A partir de entonces comienza el segundo momento -el milenio de paz- que durará hasta que Satanás vuelva a luchar contra la Iglesia en su último ataque antes del fin: “Cuando se hubieran acabado los mil años, será Satanás soltado de su prisión y saldrá a extraviar las naciones” (Ap 20,7). No está nada claro que ya se haya dado ese milenio de paz pues no hay siglo en que no haya corrido la sangre.
Algunos, por los acontecimientos de estos dos últimos siglos XIX y XX, creen que estaríamos en esa última fase pues interpretan que Satanás ha sido soltado después de los “mil años” en que estuvo encadenado, desde la coronación de Carlomagno (800 dC) -tras la paz constantiniana (313 dC)- hasta las persecuciones liberales (en los años 1800) que, tras arrebatar a la Iglesia los Estados Pontificios, han pretendido destruir su doctrina y sus estructuras con la infección del ateísmo marxista y del agnosticismo liberal.
León XIII -antes de 1900- dijo que “el Señor me ha hecho ver que Lucifer, como con Job, ha pedido permiso a Dios para zarandear la Iglesia” y que eso ocurriría en los próximos cien años, no antes de dos grandes catástrofes.
Su antecesor Gregorio XVI había dicho que “esta es la hora del poder de las tinieblas” y san Pío X (+1914) repitió que esta hora de la humanidad parece la del “comienzo de los males anunciados para el fin de los tiempos y que verdaderamente el hijo de la perdición haya hecho su aparición entre nosotros”, como san Juan evangelista y san Pablo solían explicar a los primeros cristianos.
Pío XI insistirá en que “por vez primera en la historia asistimos a una lucha fríamente calculada del hombre contra todo lo que es divino” y Juan Pablo II ha dicho que “tenemos que estar dispuestos a próximas grandes pruebas que podrán requerir incluso el sacrificio de nuestras vidas”.
Pablo VI, en la homilía del 26 de junio de 1972, entonces solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, conmoviendo y alertando al mundo católico, se lamentó públicamente porque “se diría que a través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios (...) Ha habido un poder, un poder adverso. Digamos su nombre: el demonio, este misterioso ser que está en la propia carta de san Pedro –que estamos comentando- y al que se hace alusión tantas veces en el Evangelio, en los labios de Cristo”.
Satanás no se toma vacaciones pero no está claro que la prueba reciente que ha sufrido la Iglesia sea peor que otras de la Edad Moderna o Edad Media.
Profecías apocalípticas

Georgei, siguiendo textos hindúes (Bhagavata-purana) concluye matemáticamente que el final de la “época oscura” será el año 2.030.
Jean Phaure, con estudios astrológicos y con tradiciones egipcias, griegas e indo-arias, sitúa la “gran tribulación” en el año 2.008. Es un gran conocedor de la sabiduría esotérica y en 1960 estableció que “el principio del fin” sería a partir de 1980 = 666 + 1314. Precisamente 666 es el número de la Bestia apocalíptica y 1314 fue el año de la disolución de la Orden de los Templarios: la considera fecha clave para la crisis de la civilización occidental cristiana y el derrumbamiento de la Cristiandad.
Pico della Mirandola fue un destacado representante de la Cábala cristiana y en 1498 predijo que el fin del mundo sería 514 años y 25 días después de su profecía, o sea, el 2012. Es la misma fecha que dicen ahora estar escrita en la piedra de los mayas y que para ellos es el final de un ciclo que los concebían de 52 años cada uno. De todos modos, hay que tener en cuenta que es aventurado afirmar que anunciaron el actual calentamiento global y el deshielo puesto que los mayas creían que la Tierra era como un caparazón de tortuga y desconocían la existencia de los polos.

En la Norteamérica de mediados del s. XIX hay otro gran despertar de un milenarismo furioso en el seno de tres grandes sectas cristianas: Mormones, Adventistas y Testigos de Jehová. Todo parece indicar que se incubó en aquellos "movimientos de santidad" de tipo conversionista, alentados por los presbiterianos y metodistas (de origen calvinista), que brotaron en los territorios fronterizos del Oeste americano. Esa situación de frontera, de angustia e inseguridad ante lo desconocido, de lejanía y abandono de las instituciones religiosas, era considerada como zona con una religión adulterada y perdida. Querían volver a lo más fundamental que provocara una conmoción emocional y que obligara a una radical elección fideísta.

W. Miller (+1849), de origen baptista, calculó el adviento (la 2ª venida) de Cristo para 1843 (entre el 1 y el 21 de marzo), pero como Cristo no se presentó, corrigió sus cálculos para fijar la fecha del 22 de octubre del año siguiente y que no pudo comprobar.
En 1846 Ellen Gould Harmon, visionaria desde los 19 años, resolvió el problema diciendo que en la fecha indicada por Miller efectivamente Cristo había venido pero no todavía a la tierra, sino que, de acuerdo con Heb 8,1, había entrado en el santuario del cielo que es paso previo para su retorno a la tierra.

Las profecías de san Malaquías (+1148), escritas en 1143 -aunque publicadas en 1595 en “El árbol de la vida” del benedictino Arnoldo de Wion-, parecen predecir que el Papa sucesor de Juan Pablo II será el penúltimo. Los 111 papas descritos desde Celestino II, con una divisa que les simboliza, terminan con Pedro II o Pedro romano al que precederá “de gloriae olivae”, que ha de ser Benedicto XVI, el que sigue a Juan Pablo II, si se le atribuye a éste la divisa “de laborens solis”, que puede traducirse como "el trabajo del sol". El sol deslumbra y el pontificado del papa Wojtyla fue deslumbrante para todos los hombres. El sol sale por el este y Juan Pablo II es el papa venido del este. El sol trabaja recorriendo todo el planeta desde su salida hasta su ocaso y Juan Pablo II ha recorrido todos los continentes con sus más de 100 viajes apostólicos. Juan Pablo I era "de medietate lunae" (duró 33 días), Pablo VI "flos floris" (tres llevaba en su escudo pontificio), Juan XXIII "pastor et nauta", etc.
Otros prefieren pensar -con igual rigor- que Malaquías puede profetizar el final de algo, no tanto del fin del mundo cuanto quizá el final de una etapa. en 2013 Benedicto XVI renuncia al pontificado y es elegido el cardenal arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, que saluda a la multitud presente en la plaza de san Pedro como "venido del fin del mundo".
No se sabe ni el día ni la hora
Evidentemente cada día que pasa nos acerca al final que los creyentes en Cristo creemos -para su segunda venida o Parusía- pues forma parte de sus promesas, y las promesas divinas nunca han dejado de cumplirse. El fin está cada día más “cerca” desde que Cristo resucitado subió al cielo -donde está sentado a la derecha del Padre- hasta que vuelva, pero de tal fecha -en boca del propio Cristo (cf Mc 13,32)- nadie, ni los ángeles, sabe el día ni la hora.
Con motivo de contemplar las construcciones del templo de Jerusalén desde la ladera del monte de los olivos, mientras estaban sentados en el viaje de regreso a Betania, como cada día de la última semana antes de la crucifixión, le preguntaban sus discípulos: ¿Dinos, cuándo sucederá esto y cuál será la señal de que todo se va a cumplir? (Mc 13,4). Jesús fue describiéndoles algunas señales que avisan de la “cercanía” del fin, pero que no son tal fin: se levantará pueblo contra pueblo, en diversos sitios habrá hambre, pestes y terremotos, prodigios espantosos y grandes en el cielo; os atormentarán, seréis azotados y entregados ante gobernadores y reyes por mi causa, os matarán. Unos a otros se traicionarán y se odiarán mutuamente. Surgirán muchos falsos profetas y engañarán a muchos. Crecerá la maldad, se enfriará la caridad de muchos... y esta noticia del reino se predicará por toda la tierra, y entonces vendrá el fin (cf Mt 24,9-14; Mc 13,9-13 y Lc 21,12-19) pero no sin que antes aparezca el Anticristo (cf CEC, 675). ¿Se están dando (¿también?) estos signos de los tiempos en el final del segundo milenio cristiano o en el estreno del tercero?
Todavía momentos antes de su Ascensión a los cielos, Jesús tiene que calmar las inquietudes apocalípticas de sus apóstoles. Son las últimas palabras suyas sobre la tierra, repitiendo lo mismo de siempre; es un tema que no rehuye, pero sorprende la constancia de los apóstoles que insisten repetidamente desde antes de la Pasión y después de la Resurrección.
No habían sido suficientes las anteriores explicaciones para que no siguieran nerviosos creyendo en la inmediata instauración definitiva del Reino de los cielos.
Se acaba una etapa

“De gloriae olivae” (de la gloria del olivo) es la divisa del Papa que precede a Pedro II y con quien se inauguraría una nueva etapa pues será el último de una época, si es que esa divisa se aplica a Benedicto XVI. Josep, Cardenal Ratzinger eligió como papa el nombre de Benedicto en honor a san Benito y el pueblo llano de entonces llamó a los benedictino “los oliveros”.
Se puede crear una analogía viendo que, así como Cristo estuvo sobre la tierra con su Humanidad Santísima hasta su Ascensión, así la humanidad ha vivido la etapa en que sobre la tierra ha estado la Iglesia entrelazada con los asuntos temporales.
Con los viajes apostólicos iniciados por Pablo VI y con los de Juan Pablo II, la Palabra ha llegado a todos los rincones de la tierra. Parece que todo está cumplido, incluso en el campo negativo de las herejías pues da la impresión de que ya no se puede decir ningún error nuevo. El siglo XX demuestra que lo único novedoso ha sido el hecho de darse juntos todos los errores del pasado, desde el primer siglo, sobre todo acerca de la Persona de Cristo. Los errores en Cristología conducen a las demás desorientaciones teológicas en Eclesiología, Sacramentaria, Moral, etc.

Con Pedro II, tras “de gloriae olivae”, será quizá una nueva etapa, como un volver a empezar: una Iglesia -tan amada, tan deseada, tan reclamada- como la de los primeros discípulos de Cristo. Una Iglesia renovada, reformada, purificada, limpia del polvo del camino, más auténticamente evangélica, formada por unos discípulos que se saben -ni más ni menos- sal de la tierra y levadura en medio de la masa. Siempre renovándose, reformándose, purificándose, para no caer en la tentación. Y dentro de la comunidad de los discípulos, los Pedro que realizan exclusivamente su tarea de pastores y nada más. Una Iglesia que no está identificada con los asuntos temporales y donde no se confunde la parte con el todo pues la Iglesia no es únicamente la Jerarquía ni la Sede Vaticana. Los pastores, como les enseñó el propio Cristo, saben arrodillarse ante cada discípulo con la toalla ceñida, y no tienen otra razón de existir que servir a la comunidad creyente, sin privilegios ni intereses personales o compromisos temporales. El Papa ya no es Jefe de Estado; se mantienen bien separados “potestas” y “autoritas”, etc.

Ahora, con el papa Ratzinger, de gloria olivae, podría pensarse que la Iglesia vive como en aquellos días que van hasta la nueva Pentecostés y, tras la Ascensión del Señor, desaparecen los signos terrenales ya que, como recuerda san Pablo, “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios... pasando por uno de tantos... actuando como un hombre cualquiera” (Phil 2,6).
Algunos se oponían al Concilio hablando con ironía del diálogo y pensando que la no intromisión de los eclesiásticos en la vida civil, era caer en una confianza ingenua en la evolución positiva de la sociedad que los hechos se encargarían de desmentir. La Iglesia no está para dirigir grupos sociales o naciones o países, pues no es de su competencia organizar los asuntos temporales.
Para el creyente, el otro, el prójimo, no es un adversario al que hay que combatir y dominar, sino un compañero de viaje cuyos talentos han de valorarse como dones de Dios y que les disponen para buscar a Cristo, encontrarlo y creer en Él.
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