lunes, 23 de noviembre de 2009

EL CAPITALISMO

¿Es malo ganar dinero?
¿Todo vale?
No todo es ganar dinero
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Benedicto XVI pide por escrito: “Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces” (Spe salvi, 22).

¿Es malo ganar dinero?

A mitad del segundo milenio, la escolástica defendía claramente la ilicitud o inmoralidad de los intereses por un préstamo (Sto. Tomás, S. Th. II-II q. 78, a.50) entendiendo que no se puede ganar dinero con sólo dinero, sin trabajo humano añadido. 
No podía ser correcto que el rico fuera cada vez más rico sin trabajar, sólo prestando su capital. El calvinismo, por el contrario, defenderá la moralidad o licitud del interés.

Benedicto XIV, cuando en 1745 escribió Vix pervenit a los obispos italianos, aún condenaba la usura por los intereses del préstamo aunque señalará, ¡por primera vez!, que puede haber excepciones si lo legitima algo extrínseco al mismo dinero, por ejemplo la posibilidad de perderlo o el riesgo que se corre al dejarlo. En un documento del 11-02-1832 se hará extensivo este criterio para la Iglesia universal.

El Código del Derecho Canónico del 1917 admitía la licitud del interés (c. 1543) aunque manteniendo el principio escolástico de la ilicitud de las ganancias por el dinero en sí mismo y recogía la vigencia de la condena de obtener beneficios por el mismo contrato en sí o que el capital, por sí mismo, fuese la causa de la plusvalía. La teología del momento fue profundizando poco a poco y descubriendo “novedades”. Como el préstamo sirve para aumentar la producción, el prestamista tiene derecho a recoger lo proporcional de los beneficios derivados. Moralmente ahora ya se justifica la ganancia por las cargas o riesgos inherentes a toda inversión y en la responsabilidad inherente a la empresa y al personal que trabaja en ella.

¿Todo vale?


León XIII en 1891 (Rerum novarum) condenó el capitalismo salvaje y proponía buscar la solución en la autodependencia y en la armonía del trabajo y el capital pues los dos se necesitan realmente. No puede estar la solución en la visión marxista del enfrentamiento y aniquilación mutuos. Pío XI en la Quadragessimo anno dirá lo mismo.

Fue Pío XII en 1951 quien dio un paso adelante al afirmar que el capitalismo equilibrado es la causa del progreso material o prosperidad y ello es un bien para toda la humanidad, una exigencia divina. A partir de ahora, se entiende que siendo lícita la propiedad privada, también es lícito el acumulo progresivo de capital.


Juan XXIII siguió defendiendo en Mater et Magistra el derecho a la propiedad privada tanto en tierras como en dinero y recordó que la correcta lectura de Rerum novarum ya empujaba a los obreros a ahorrar y con ello a hacerse un capital. Pablo VI lo confirmará en Populorum progressio y señalará que la causa de los males no es la industrialización en sí.


Se advierte que efectivamente ha habido un "giro copernicano" sobre todo con Pío XII y que hará oficial el Concilio Vaticano II pues la doctrina de la Iglesia sabe amoldarse –sin prisas, aunque no siempre es prudencia virtuosa- a los tiempos. La doctrina medieval se ajustaba a la visión de aquella época que concebía también la economía como una cosa "estática" y, en cambio ahora, cuando el hombre tiene una concepción "dinámica" de la vida, algunos teólogos saben reconocer que ha cambiado el constitutivo esencial del concepto de la Economía por lo que, lógicamente, cambia su visión ética de la misma.




Juan Pablo II en la Encíclica Centesimus annus de 1991, a los cien años de Rerum novarum, volverá a recordar la vigencia de León XIII y de Pío XII y perfila los márgenes en que puede moverse el capitalismo, siempre y cuando respete la concepción adecuada del hombre y la dignidad de su naturaleza. El paso de gigante propuesto por el Vaticano II, se da con el diálogo entre la Iglesia y el mundo vivido por Pablo VI y Juan Pablo II, y al cambiar la anterior actitud recelosa por la visión integradora.

El Papa polaco recordaba que la “cuestión social” fue una inicial protesta justa por los males e injusticias del capitalismo salvaje que produjo ”la terrible condición de injusticia en que versaban las masas proletarias de las naciones recién industrializadas”; y, citando palabras textuales de León XIII, concreta: “por la injusta distribución de las riquezas junto con la miseria de los proletarios” (Centesimus annus, 12). 


Y se explayaba iluminando el capitalismo con la luz de la verdad para que sea corregido adecuadamente: “Da la impresión de que... el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades. Sin embargo, esto vale sólo para aquellas necesidades que son solventables, con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son vendibles, esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres necesitados a conseguir los conocimientos, a entrar en el círculo de las interrelaciones, a desarrollar sus aptitudes” (Centesimus annus, 34).


No todo es ganar dinero

La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa (...) sin embargo no son el único índice (...) Es posible que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad. Queda mostrado cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica” (Centesimus annus, 35).

En la encíclica El esplendor de la verdad, Juan Pablo II reconoce el mérito (si no negado hasta ahora, por lo menos silenciado) de la modernidad surgida desde la Revolución Francesa y su idea de la dignidad del individuo y de la libertad individual aunque hay que replantear esas ideas de individuo y de libertad contando con la concepción del hombre que aporta como novedad el cristianismo, verdad que había sido arrancada desde entonces.


La polémica sigue servida por cuanto la democracia liberal siempre ha reprochado a la Iglesia católica su pretensión de imponer su moral en la vida pública, que no puede estar hecha sólo para cristianos. A su vez, las lacras morales de Occidente al final del segundo milenio confirman a los cristianos que el liberalismo adolece de errores fundamentales en su individualismo, consumismo y agnosticismo que son valores incompatibles con el Evangelio, que es luz para todos los hombres.


Juan Pablo II recordaba la luz de la verdad sobre el hombre que se revela en Cristo y no contrapone -sino que invita a integrar, que es lo propio de la visión cristiana-, el individualismo moderno con la concepción comunitaria del hombre. Rechazar el individualismo no es la visión católica de la comunión y socializar el capitalismo no es dar un paso atrás hacia los colectivismos.


Benedicto XVI (IX-2007), glosando la parábola evangélica del administrador injusto (Lc 16,9), hablaba del uso del dinero y de los bienes materiales y recordaba que el dinero no es en sí injusto pero su uso correcto conlleva la mentalidad de no usar los bienes sólo para el propio interés sino también para atender a las necesidades de los pobres. El lucro en su justa medida es naturalmente lícito pues es causa de progreso pero no hay que olvidar la equitativa distribución de los bienes –solidaridad- que no se contraponen entre sí. El capitalismo, recordando la Centesimus annus de Juan Pablo II, no es el único modelo válido del sistema económico.


La experiencia del final del 2º milenio e inicios del 3º demuestra que ambos sistemas, individualismo y colectivismo -en sus versiones salvajes-, son el gran enemigo de la libertad, que es el valor más grande dado al hombre por el Creador; lo que hace que el hombre sea hombre, imagen y semejanza de Dios. Libertad ciertamente herida (no aniquilada) por el pecado original pero redimida en Cristo. Por Él ha sido recuperada (sanada) para todo hombre como la auténtica libertad de los hijos de Dios y cuyo ejercicio –como dice san Pablo- está esperando como en dolores de parto la creación entera.

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