Pastoral del almuerzo
Lucas cuenta que “cuando iban de camino entró en cierta aldea
(Betania), y una mujer llamada Marta le
recibió en su casa (…) andaba afanada con los múltiples quehaceres de la casa”
(Lc 10, 38-42). ¡Cómo no iba a estar afanada si en la casa viven 3 (ella, María
y Lázaro) y de pronto viene a cenar una legión!, Jesús con los doce, unos
cuantos de los “otros 72 discípulos” (quizá 10), un puñado de mujeres (¿6 ó 7?)
que acompañaban a María, la madre de Jesús. Total que podían ser unos 30
comensales.
Jesús no se dedicaba a una
pastoral exclusivamente sacramental, no se dedicaba a exigir que l@s del pueblo
de Dios fueran al templo o a la sinagoga; no exigía que rezaran y se dejaran de
“tonterías”, de “chiquilladas” o de cosas inútiles, sino que, sin ser lo único,
le preocupaba que la gente pudiera llevarse a la boca el pan de cada día.
Asistía habitualmente a comidas o cenas a las que era invitado o se invitaba,
como en el caso de Zaqueo y no era para desentenderse de su misión de anunciar
el Reino.
Intriga a la inteligencia
creyente el que en tantas ocasiones los evangelios se entretengan en contar tantos
momentos gastronómicos de Jesús de Nazaret, Dios hecho hombre, el Redentor universal,
pero no debe olvidarse que por eso mismo es el Modelo universal para tod@s, de
cualquier cultura, de cualquier religión, de cualquier época o de cualquier
continente.
Junto al mar de Galilea acudió
a él una gran multitud y Jesús llamó a sus discípulos y dijo: Siento
profunda compasión por la muchedumbre, porque hace ya tres días que permanecen
junto a mí y no tienen qué comer; no quiero despedirlos en ayunas no sea que
desfallezcan en el camino (cf Mt 15, 29-32).
“Estando
él a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores” (Mt
9, 10), sabiendo Jesús que llamaría la atención a los fariseos pero no le
parecía inoportuno o inadecuado.
“Encontrándose Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, se acercó
a él una mujer que llevaba un frasco de alabastro lleno de un perfume de gran
valor y lo derramó sobre su cabeza mientras estaba a la mesa” (Mt 26, 6-7).
“Al anochecer se puso a la mesa con los doce discípulos” (Mt 26, 20),
estaban en el Cenáculo para la llamada “última cena”. La cosa más grande que
Dios ha podido hacer para los hombres es quedarse realmente en la Eucaristía y
lo instituye con una cena y manda a los suyos “haced esto en memoria mía”,
con un banquete sacrificial. Ya en el AT había elegido que el pueblo de Israel,
tras salir de la esclavitud de Egipto conmemorara esa Pascua del Señor con una
cena y se entretiene el Todopoderoso en indicar el menú: macho de un año,
cordero o cabrito asado al fuego, pan sin levadura y hierbas amargas (Ex 12,
5-11).
De Jesús resucitado se
cuentan pocas cosas de aquellos 40 días hasta que ascendió pero en cada uno de
las cuatro encuentros narrados sale la comida, en casa de los de Emaús, en el
cenáculo o en la playa del lago de Genesaret donde les tiene preparadas unas
brasas y un pescado.
Una vez resucitada la hija de
Jairo, el jefe de la sinagoga, dijo que dieran de comer a la niña (cf Mc 5,
35-43).
Pero Jesús, en una de las
dos veces que hizo multiplicación de panes y peces, una para 5 mil y otra para
7 mil, les dijo: dadles vosotros de comer (Mt 14, 16).
“Entonces llega a casa; y se vuelve a juntar la muchedumbre, de manera
que no podían ni siquiera comer” (Mc 3, 20).
La hospitalidad o la acogida
es una virtud humana, símbolo de educación, de civismo, de perfección y por eso
es una conducta que no falta en la gente buena. Un hombre bueno fue Abraham de
quien, entre otras muchas cosas, se cuenta en el libro del Génesis que al
llegar a su tienda tres caminantes, pidió “que
traigan un poco de agua y lavaos los pies y recostaos bajo este árbol, que yo
iré a traer un bocado de pan, y repondréis fuerzas (…) Sara, y le dijo: Apresta
tres arrobas de harina de sémola, amasa y haz unas tortas." Abraham, por
su parte, acudió a la vacada y apartó un becerro tierno y hermoso, y se lo entregó
al mozo, el cual se apresuró a aderezarlo. Luego tomó cuajada y leche, junto
con el becerro que había aderezado, y se lo presentó” (Gen 18, 1-10). De
este evento divino en la vida de Abraham, llama la atención que el autor
sagrado se entretenga con detalle en la receta de la comida que les prepara.
Una vez creado el hombre,
Iahveh Dios “hizo brotar del suelo toda
clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer (…) Y Dios impuso al
hombre este mandamiento: «De
cualquier árbol del jardín puedes comer» (Gen 2, 1.16-17). En el relato del llamado
pecado original con la tentación de la serpiente, lo de “comer” aparece casi
una docena de veces.
Dios bendijo a Noé y a sus
hijos y les dijo: “Todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de
alimento: todo os lo doy” (Gen 9, 3).
Labán, hermano de Rebeca, acoge a Isaac, el hijo de
Abraham, y le invita a comer (cf Gen 24, 29). Isaac, ya moribundo, quería
bendecir a su hijo primogénito después de comer el suculento manjar que le iba
a preparar su mujer Rebeca que arregló a su hijo pequeño Jacob para que el
padre, ciego, creyera que era el heredero, Esaú (cf Gen 27, 1-29).
“Y ocurrió, que cuando llegó José donde sus hermanos, éstos despojaron a
José de su túnica -aquella túnica de manga larga que llevaba puesta-, y
echándole mano le arrojaron al pozo. Aquel pozo estaba vacío, sin agua. Luego
se sentaron a comer” (Gen 37, 23-25).
Y siguiendo por todos los libros
de la Biblia pueden sacarse mil ejemplos más de cómo el comer es algo
fundamental para hacer vida correcta. Invitar a comer en casa es en cualquier
civilización signo de confianza. Las comidas o almuerzos de trabajo son
habituales momentos para los negocios y por eso los cristianos saben aprovechar
las comidas o cenas en casa, con amigos o colegas, para lo mismo que hacía
Jesús.
En el salterio se lee que
Dios dice al hombre: “Si tuviera hambre, no te lo diría pues el
orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros, beberé sangre de
cabritos?” (Ps 49). Es el mismo Dios quien toca el tema y a su imagen y
semejanza el orante dice “Dichoso el que
teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás
dichoso, te irá bien” (Ps 127).
En la vida terrenal lo
fundamental e imprescindible es comer lo adecuado pero, ¡oh sorpresa!, también
el premio eterno se explica con la imagen de un banquete y no con cosas
piadosas. “Y os digo que muchos de Oriente y Occidente vendrán y se
pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos” (Mt 8, 11).
“Nuevamente envió a otros criados
ordenándoles: Decid a los invitados: mirad que tengo preparado ya mi
banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y reses cebadas, y todo está a
punto” (Mt 22, 4).
Dice el Señor: He aquí que estoy a la puerta
y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré
con él, y él conmigo (Apoc 3, 10).
Porque tuve hambre y me
disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber (Mt
25, 35).
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