Sin escatimar gastos

Para poner al día la Iglesia
no es la situación económica eclesiástica
la clave ni sirve para profundizar en su misterio, aunque tiene su importancia
y alegra que la Iglesia, las diócesis, el Vaticano y las instituciones varias vayan
mejorando también en transparencia económica aunque nunca deja indiferente oír hablar
de la pobreza y de los pobres pues para algun@s tal interés es malo y
comunista; para otr@s es lo único necesario.
Como institución, la Iglesia siempre
ha vivido en la penuria económica pues lo mucho que pueda disponer es siempre
una miseria con lo que realmente podría disponer para atender todos los planes
pastorales y misionales, todas las obras de misericordia para atenderse a los
pobres, menesterosos o necesitados como se desearía. Es ineludible la necesidad de
medios económicos para llevar a cabo la labor evangelizadora y las obras de
caridad que no son simple tapadera. Si hay
que dar de comer al hambriento, si hay que vestir al desnudo, si hay que
enterrar a los muertos, si hay que enseñar al que no sabe, etc. ¿de dónde salen
las comidas, los vestidos, los edificios, etc.?
Recordaba san Pablo que “he aprendido a vivir en pobreza; he
aprendido a vivir en abundancia; estoy acostumbrado a todo y en todo, a la
hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza” (Phil 4, 12). Constantino legalizó el que
la Iglesia tuviera capacidad jurídica para recibir donativos y herencias y así
surgió el Patrimonio de San Pedro que
se fue incrementando con los donativos de los cristianos poderosos que querían
contribuir al esplendor del culto y a procurar los medios materiales
indispensables.


La lección que sobre la
pobreza enseñó Cristo tropieza con el misterio y ante la inteligencia
humana se presenta también la paradoja de la fe. Nació en un pesebre o establo
para animales en Belén (cf Lc 2, 7.12.16), pero los magos llegaron después a la
casa y le regalaron oro, incienso y mirra (cf Mt 2, 11). Así, de detalles
aparentemente contradictorios, está llena la vida del Señor y estamos expuestos
a la tentación de simplificar -ser reduccionistas- y quedarnos con una cosa “o”
con otra.
Cristo ni es un hippye, ni un mendigo, ni un ricachón
que presume y alardea, despreciando al necesitado. No sólo da de comer a los
pobres sino que se invita a comer en casa de los ricos: todos igualmente son
hijos de Dios y a ninguna le rehúye el trato amistoso para llevarle la
salvación. Juan Pablo II
hablaba de ello cada dos por tres, con ocasión o sin ella, así también en las Exhortaciones
postsinodales continentales. En “Ecclesia
in Asia” dice que “la Iglesia demuestra un amor preferencial por los
pobres y los que carecen de voz, porque el Señor se identificó con ellos de
modo especial (cf. Mt 25, 40).
Este amor no excluye a nadie; simplemente encarna una prioridad de servicio
atestiguada por toda la tradición cristiana”. En
“Ecclesia in
America” lo mismo aunque con un pequeño
matiz por la idiosincrasia americana: “El amor por los pobres ha de ser preferencial, pero no excluyente. Es
necesario evangelizar a los dirigentes, hombres y mujeres, con renovado ardor y
nuevos métodos”.
En “La alegría
del Evangelio” (EvG) Francisco deja escrito: “animo a los expertos
financieros y a los gobernantes de los países a considerar las palabras de un
sabio de la antigüedad: «No compartir con los pobres los propios bienes es
robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino
suyos»” (EvG, 57). Datos de la ONU en julio de 1999 señalan que 358
personas tenían tanta riqueza como el 45% de la población mundial. Sólo la
fortuna de tres de ellas es igual al PIB de los 48 países más pobres del
planeta. No sé si ha mejorado la cosa para algunos y por tanto va empeorando
para los otros. La opción preferencial por los pobres también está de rabiosa
actualidad con el papa Francisco, no solo porque lo exige la lealtad al Evangelio,
sino que se ha agudizado su urgencia por los múltiples casos de corrupción
aparecidos tanto en el mundo eclesiástico como en el civil.

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