En la
entrevista del papa Francisco en el avión, de regreso de Armenia, hace unos
días, hizo un comentario de Lutero, que a no pocos les habrá olido a cuerno
quemado porque tienen claro que solo ellos son los poseedores de la verdad y
los santos sobre la tierra; los demás son pecadores empedernidos, secuaces de
Satanás, sembradores de la cizaña y de la mentira. No me refiero solamente a
los lefebrerianos, pobrecillos.
Las
resistencias y lentitudes para aplicar las reformas previstas en el Concilio
Vaticano II no son nada nuevo, como enseña la historia.
A Lutero se
le acabó la paciencia pues Roma hacía oídos sordos a sus demandas y se resistía
a reformar. La inició por su cuenta en 1517 reivindicando el espíritu de los
primeros cristianos y considerando que el desarrollo teológico de las verdades
de fe venía siendo deficiente y con demasiadas opiniones teológicas, incluso al
margen del Evangelio, convertidas en dogma impuesto por la vía jurídica.
Entonces también los beguinos, espirituales
franciscanos y sus sucesores, los fratricelos, siguiendo a Joaquín de Fiore, se
sumaban al clamor que pedía reformar porque ellos veían que la Iglesia romana
era carnal y pecadora.
En Trento triunfó la línea rigorista y se puso
obligatorio para todos el celibato sacerdotal aunque hacía siglos que se venía
intentando aquí o allí.
Dos décadas
después de lo de Lutero, el papa Paulo III inició la reforma “oficial” haciendo
frente a la resistencia de la Curia vaticana ante cualquier reforma que afectase
su status. Hoy como ayer…
La Reforma luterana,
mirando a los cristianos de la primera hora, aconsejaba el matrimonio de los
clérigos. Trento optó por la Contrarreforma que sin duda es una actitud antievangélica.
Ante
algunas reformas, parece que el personal mira para otro lado, no quiere ver y
reconocer su real necesidad aunque hay algunos temas más picantes que otros.
Sobre todo si hace referencia al sexo pues los bautizados, los cristianos,
también lo tienen como los paganos y saben que no es un regalo de UNICEF, de la
ONU, de Zapatero o de Rajoy. Es un don puesto por el Creador en la naturaleza
humana, en cada hombre, varón o mujer.
El
celibato para los curas es en el mundo clerical algo de portada de periódicos y
noticieros de las teles. No existía el celibato para los sacerdotes del pueblo
judío, del AT y ese ministerio (como se le llama hoy) era heredado de padres a
hijos.
No
sé si el hecho de que estuvieran casados aquellos sacerdotes resolvía el
problema también del adulterio. No sé si la obligatoriedad del celibato
resuelve los problemas sexuales pues no está la solución en letra muerta, en
decretos, en ordeno y mando.
De la
historia recuerdo haber leído que el cardenal Francisco Giménez de Cisneros
(1436-1517), siendo el jefe de la Iglesia en España y jefe del estado español,
por ley civil decretó la reforma de la Iglesia, que entonces se entendía como reformar
solo las órdenes religiosas. De la provincia franciscana de Andalucía se dice
que unos 400 prefirieron cruzar el estrecho e irse al norte africano musulmán
con su querida que arrepentirse de su conducta y recuperar la manera monacal de
vivir la castidad en el celibato.
Al Concilio
de Constanza, en aquel siglo XV, se dice que acudieron 700 mujeres
públicas para satisfacer las necesidades sexuales de los obispos y su séquito.
Entonces por doquier se encontraban hijos bastardos de clérigos, también de
obispos y papas. A Constanza solo acudieron los obispos partidarios del
antipapa Juan XXIII y en julio estuvieron presentes los cardenales que apoyaban
a Gregorio XII. Constanza en aquel momento tenía unos 100.000 habitantes y
albergó a 29 cardenales, 3 patriarcas, 185 obispos, 100 abades, 578 doctores,
100 duques, 18.000 eclesiásticos y 2.400 caballeros.
Juan XXIII llegó con
un largo séquito y mucho dinero.
Julio II
(1503-13), que le tocó el primer viaje de Lutero a Roma en 1510, fue elegido papa
a sus 60 años en pocas horas. Era franciscano (como su tío) y tenía tres hijas.
San Juan de
la Cruz (Noche, I, 4, 1) habla de la lujuria
espiritual que se desata en carnal.
Juan XXIII, ya en el
siglo XX, inició la “secularización” o “reducción al estado laical”. ¡Qué
barbaridad teológica usar esa expresión de reducción al estado laical pues
expresa, desde hace demasiados siglos, la mentalidad de considerar a la inmensa
mayoría de los bautizados, como miembros de la Iglesia, de tercera división o
de regional, ni siquiera preferente, utilizando una mirada futbolística.
El Concilio de Constanza, considerado
ecuménico y que fue convocado por el emperador germánico Segismundo de Hungría
y por el antipapa Juan XXIII, se convocó porque existía una insistente demanda
de una reforma eclesiástica para otros temas no sexuales (algunos son obsesos
del mismo) como era arreglar la larga ausencia de los Papas de Roma, y revivificar la ruina
del antiguo Patrimonio de San
Pedro (¡el money!). Otro tema entonces era resolver
los muchos y graves abusos de la administración de los papas franceses en Aviñón y
los desórdenes civiles generales de ese tiempo, como la Guerra de los Cien Años
y otros.
Hoy como ayer la Iglesia, los miembros de la
Iglesia, necesitan reformarse que debe ser algo que no tiene fin si se quiere
mejorar y dejar de cometer los errores u omisiones habidas aunque sean sin
querer. Muchos santos hablan de la segunda conversión, la que dura toda la
vida.
La reforma que el Espíritu suscitó con Juan XXIII
y el Concilio Vaticano II, como siempre, se pone en entredicho por una parte no
pequeña de hijos de la Iglesia desamorados, insensibles, duros de corazón,
apoltronados en despachos palaciegos; les solivianta pensar que es verdad que
todo cristiano debe contribuir con sus cualidades y sus circunstancias a que la
Iglesia sea, como pide el papa Francisco, un hospital de campaña.
Uno de los decretos del Concilio de Constanza fue
el Frequens que proponía la
celebración de los concilios cada 5, luego cada 7 y al final una celebración
constante cada 10 años. ¿Esa regular frecuencia no ayudaría al examen y al
propósito de enmienda colectivos?
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