El Concilio
Vaticano II, no fue un paréntesis ni un episodio
o algo esporádico, sino un camino para toda la Iglesia en el tercer milenio. Este aniversario redondo (el 50) es una
maravillosa y nueva ocasión para preguntarse cada uno por su aplicación. Que aquellos
documentos no sean simplemente papel mojado y adorno de librerías. Dicen
algunos libros de historia que del Concilio de Trento solamente se pusieron en
práctica un 60% de sus propuestas.
Colgué un
post el 25 enero 2013, cuando era el 50 aniv del anuncio por parte del papa
Juan XXIII de la convocatoria del Concilio Ecuménico.
Benedicto
XVI, con motivo del 50 aniversario de su inauguración, 11 de octubre de 2012,
recordaba «la alegría, la
esperanza y el impulso que nos dio a todos nosotros participar en este evento
de luz, que irradia hasta hoy».
Juan Pablo II
en Tertio milennio adveniente (10-XI-1994),
31 años antes que el papa Ratzinger, nos decía a todos: «Se puede afirmar que el
Concilio Vaticano II constituye un acontecimiento providencial (…) semejante a los anteriores, aunque muy
diferente; un Concilio centrado en el
misterio de Cristo y de su Iglesia, y al mismo tiempo abierto al mundo». Sigue
diciendo el papa Wojtyla: «Se piensa con
frecuencia que el Concilio Vaticano II marca una época nueva en la vida de la
Iglesia. Esto es verdad» (TMA 18).
«El
Concilio, aunque no empleó el tono severo de Juan Bautista, cuando a orillas
del Jordán exhortaba a la penitencia y a la conversión (cf. Lc 3, 1-17).
(…) En la Asamblea
conciliar la Iglesia, queriendo ser plenamente fiel a su Maestro, se planteó su
propia identidad (…) Poniéndose en dócil escucha de la Palabra de Dios,
confirmó la vocación universal a la santidad; dispuso la reforma de la
liturgia, «fuente y culmen» de su vida; impulsó la renovación de muchos
aspectos de su existencia tanto a nivel universal como al de Iglesias locales;
se empeñó en la promoción de las distintas vocaciones cristianas: la de los
laicos y la de los religiosos, el ministerio de los diáconos, el de los
sacerdotes y el de los Obispos; redescubrió, en particular, la colegialidad
episcopal.
(...) Sobre la base de esta profunda renovación, el Concilio se abrió
a los cristianos de otras Confesiones, a los seguidores de otras religiones, a
todos los hombres de nuestro tiempo. En ningún otro Concilio se habló con tanta
claridad de la unidad de los cristianos, del diálogo con las religiones no
cristianas, del significado específico de la Antigua Alianza y de Israel, de la
dignidad de la conciencia personal, del principio de libertad religiosa, de las
diversas tradiciones culturales dentro de las que la Iglesia lleva a cabo su
mandato misionero, de los medios de comunicación social» (TMA 19).
«La
enorme riqueza de contenidos y el tono
nuevo, desconocido antes, de la presentación conciliar de estos
contenidos constituyen casi un anuncio de tiempos nuevos. Los Padres
conciliares han hablado con el lenguaje del Evangelio, con el lenguaje del
Sermón de la Montaña y de las Bienaventuranzas. El mensaje conciliar presenta a
Dios en su señorío absoluto sobre
todas las cosas, aunque también como garante de la auténtica autonomía de las realidades temporales»
(TMA 20).
«La visión conciliar de la Iglesia, abre un amplio espacio a la participación de los laicos, definiendo su específica responsabilidad en la Iglesia, y son expresión de la fuerza que Cristo ha dado a todo el Pueblo de Dios, haciéndolo partícipe de su propia misión mesiánica, profética, sacerdotal y regia. Muy elocuentes son a este respecto las afirmaciones del segundo capítulo de la Constitución dogmática Lumen gentium» (TMA 21).
«La
reflexión de los fieles (…) deberá centrarse con particular solicitud sobre
el valor de la unidad dentro de la Iglesia, a la que tienden los distintos
dones y carismas suscitados en ella por el Espíritu (...) Tal profundización catequética de la fe llevará a los miembros del Pueblo
de Dios a una conciencia más madura de las propias responsabilidades, como
también a un más vivo sentido del valor de la obediencia eclesial» (TMA 47).
Son unos
cuantos propósitos que el Concilio propuso para toda la Iglesia del tercer
milenio (la nuestra) y que nos ha dejado por escrito el papa polaco. A ver
cuántos de ellos a los 50 años de la clausura del Vaticano II se han empezado a
poner en práctica. Me produce tristeza del alma sospechar que ni siquiera pueda hacerse como con Trento.
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