Pentecostés es palabra de origen griego donde "penta" quiere decir 5 ó 50. Se entiende
que apunta a los 50 días de algo.
A los 50 días de la Pascua, los
judíos celebraban la fiesta de las siete
semanas (Ex 34, 22), que en un principio fue agrícola y luego se transformó
en recuerdo de la Alianza del Sinaí.
Los primeros
cristianos no celebraban esta fiesta. Las alusiones más antiguas hoy conocidas son
del final del s II y principios del s III (Ireneo, Tertuliano y Orígenes). Hay
testimonios del s IV de que se celebraba en las grandes capitales (Roma,
Constantinopla y Milán) y en la península ibérica. Hoy en todo el orbe
cristiano.
Es una fiesta que conmemora la venida del Espíritu Santo, de
la tercera Persona divina, pero es una venida distinta a la de la segunda
Persona, a la de Jesucristo, que nació en Belén y por haberse encarnado, por
haber asumido carne y alma humana, se le veía como un hombre cualquiera.
La venida del Espíritu que se celebra en Pentecostés es la
que ocurrió de un modo extraordinario, con aparato, mientras estaban los
discípulos reunidos en el cenáculo. Ni fue la primera vez que vino el Espíritu
ni fue la última. Con las referencias al Espíritu que hay en la Biblia puede
escribirse un evangelio del Espíritu Santo actuando en el mundo y en la
Iglesia, en personas concretas o familias judías o paganas. Pero lo dejo para
otro día.
En los textos bíblicos consta que el mismo Jesús lo había
anunciado en repetidas ocasiones. Por ejemplo cuando les dijo: Recibiréis
la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la
tierra (Act
1,8). Al
anochecer del día de la resurrección (…) Jesús se presentó en medio de ellos y (…)
sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22).
Cuando vino ese día, a los 50 de la Pascua, entre otros
signos están el ruido y el viento impetuoso que sirvió también para llamar la
atención y facilitar el que todo el que quisiera, se acercara a ver qué pasaba.
Y uno de los fenómenos de ese día fue el que cada uno
les oía hablar en su propia lengua. ¿Cómo es, pues, que nosotros les oímos
cada uno en nuestra propia lengua materna? Partos, medios, elamitas,
habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y
Panfilia, de Egipto y la parte de Libia próxima a Cirene, forasteros romanos,
así como judíos y prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras
propias lenguas las grandezas de Dios.
Estaban todos asombrados y perplejos, diciéndose unos a
otros: ¿Qué puede ser esto? Otros, en cambio, decían burlándose: están
llenos de mosto (Act 26-13).
En otra ocasión Jesús dijo: el Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo
que os he dicho (Jn 14,26). Esa función de enseñar y recordar la realiza generación
tras generación y, como recordó el Concilio Vaticano II, eso “significa que no sólo seguirá inspirando la
predicación del Evangelio sino que también ayudará a comprender el justo
significado del contenido del mensaje de Cristo” (DV, 4). ¡Cuán necesaria
es hoy la docilidad al Espíritu para este momento (uno más en estos 21 siglos)
de reforma y conversión de tantas cosas, no solo personales sino también colectivas!
En aquellos momentos los discípulos (unos 120 por lo menos)
estaban encerrados en el cenáculo por miedo a los judíos. A partir de ese
momento pierden el miedo o sea lo vencen. Tener miedo es muy natural pero a los
cobardes les vence el miedo; los valientes son quienes lo superan.
El papa Francisco en una homilía
reciente (15 mayo 2015), glosando los textos de las lecturas del día que trataban
del miedo y de la alegría, explicó muy clarito:
“Una persona que tiene miedo no hace nada, no sabe qué hacer.
Está concentrada en sí misma, para que no le pase algo malo. El miedo te
paraliza. Un
cristiano miedoso es una persona que no ha entendido el mensaje de Jesús.
Jesús dice a Pablo: ‘No
tengas miedo. Sigue hablando'. El miedo no es una actitud cristiana. Es la
actitud de un alma encarcelada, sin libertad para mirar adelante, para crear
algo, para hacer el bien ... Siempre piensa o dice ‘No, está este peligro, ese otro, ese otro ...'. Y esto es un vicio.
Hay comunidades miedosas, que van
siempre a lo seguro: ‘No hagamos esto, no, no, esto no se puede,
esto no se puede ...'. Parece que en la puerta de entrada hayan escrito
‘prohibido': todo está prohibido, por miedo.
Juan Pablo II nos dejó escrito que
“La glorificación corporal de Cristo crucificado (en su ascensión) se ha hecho
signo eficaz del nuevo don concedido a la humanidad, don que es el Espíritu
Santo (RH, 20).
En sus catequesis de los domingos
de Pascua de 1989 se entretuvo con los dones del Espíritu. Cada domingo glosaba
uno de ellos, desde el regreso de su viaje apostólico a Madagascar, Zambia,
Malawi hasta su vuelta del viaje por Europa septentrional. Muy interesante
releerlas otra vez lo mismo que puede hacerse con el libro “El camino pascual” de Benedicto
XV-Ratzinger.
Para acabar, recojo tres textos
del papa polaco, de feliz memoria y hoy san Juan Pablo II que nos ayuden a tratarle.
Para quererle hay que tratarle y para tratarle hay que conocerle. Ya hace
muchos siglos que se oye el lamento de algunos/as santos/as que llaman al
Espíritu santo “el gran Desconocido”.
La Iglesia unida a la Virgen
Madre, se dirige incesantemente como esposa a su divino Esposo, como lo
atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el concilio: El Espíritu y la esposa dicen al Señor
Jesús: ¡Ven!... “el Espíritu Santo abre los corazones” (…) a él se dirige
la Iglesia… para pedir por todos y dispensar a todos aquellos dones del amor …
en el que, según san Pablo, consiste el reino de Dios… Ya que el camino de la
paz pasa, en definitiva, a través del amor y tiende a crear la civilización del amor, la Iglesia fija
su mirada en Aquel que es el Amor del Padre y del Hijo” (DV, 66-67).
¡Ven,
Espíritu Santo! ¡Ven! ¡Ven! ... el Espíritu que infunde en nosotros los
sentimientos del Hijo y nos orienta al Padre (RH, 18).
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