La misericordia, esencia
del Evangelio

Ya el papa polaco Wojtyla, hoy san Juan Pablo II,
había decretado celebrar la Divina Misericordia el segundo domingo de Pascua,
atendiendo la petición que el propio Jesús Resucitado hizo a través de la monja
polaca Faustina Kowalska, canonizada en 2000, quien tuvo la misión de movilizar a los cristianos a la devoción a
la Misericordia divina y hoy es un “movimiento” en la Iglesia con más de un
millón de personas en todo el mundo, hombres y mujeres también de muchas Congregaciones
y Órdenes religiosas, entre sacerdotes, fraternidades y asociaciones.

Además
de ella, en estos últimos tiempos ha habido un buen puñado de santos y santas
que han proclamado esta maravilla del amor divino que es la misericordia.


Diego José, fallecido en 1801 con 58 años, era gaditano,
capuchino beatificado por León XIII, en su tiempo considerado apóstol de la
misericordia y llamado “el nuevo san Pablo”.

Por último citemos a Mª Rosa (Mª de los Dolores)
Molas i Vallvé, de Reus, fundadora de las Hermanas de Ntra. Sra. de la
Consolación, fallecida en 1876 con 61
años y de quien Juan Pablo II, al canonizarla en 1988, dijo: “Ha anunciado al mundo la misericordia del
Padre. La vida de María Rosa, que transcurre haciendo el bien, se traduce, para
el hombre de hoy, en un mensaje de consolación y de esperanza.".
La encíclica de san Juan Pablo II que
trata de este tema fue la segunda que escribió dedicada a Dios Padre; la tituló
“rico en misericordia” que apareció el primer domingo de Adviento de 1980, 30
de noviembre.
En ella se lee: “Dios rico en misericordia” (Ef 2,4) es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre. Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia con las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, una exigencia de no menor importancia en estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es “misericordioso y Dios de todo consuelo” (2Cor 1,3).
(...) La mentalidad contemporánea, quizá en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia.
(...) Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación (…) forma parte del núcleo mismo del mensaje del Mesías y constituye la esencia del Evangelio.
También se entretiene en describir el concepto de
misericordia que se tiene en el Antiguo Testamento, donde tiene una larga y
rica historia (…) a lo largo de la historia de Israel no faltan profetas y
hombres que (…) en su predicación pongan la misericordia (...) en conexión con el
amor por parte de Dios.
Luego recuerda que en los umbrales del Nuevo
Testamento resuena la misericordia divina (...) María, entrando en casa de
Zacarías, proclama con toda su alma la grandeza del Señor “por su
misericordia”, de la que “de generación en generación” se hacen
partícipes los hombres que viven en el temor de Dios. Al nacer Juan Bautista,
en la misma casa su padre Zacarías, bendiciendo al Dios de Israel, glorifica la
misericordia que ha concedido “a nuestros padres y se ha recordado de su
santa alianza”.
En las enseñanzas de Cristo mismo esta imagen se
simplifica y a la vez se profundiza. Esto se ve quizá con más evidencia en la
parábola del hijo pródigo.
Nuestros prejuicios en torno al tema de la
misericordia -afirma la encíclica- hace que la percibamos como una relación de desigualdad entre el
que la ofrece y el que la recibe. Consiguientemente la misericordia difama a
quien la recibe y ofende la dignidad del hombre. La parábola del hijo pródigo
demuestra cuán diversa es la realidad.

El misterio pascual es el culmen de esta
revelación y actuación de la misericordia divina que es capaz de justificar al
hombre, de restablecer la justicia en el sentido salvífico querido por Dios.
María es la que de manera singular y excepcional ha
experimentado –como nadie- la misericordia y también de manera excepcional, ha
hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la
revelación de la misericordia divina.
(…) También nuestra generación está
comprendida en las palabras de María cuando glorificaba la misericordia de la
que “de generación en generación” son partícipes cuantos se dejan guiar
por el temor de Dios (...) La presente generación se siente privilegiada porque
el progreso le ofrece tantas posibilidades, insospechadas hace solamente unos
decenios.

(...) Pero al lado de esto existen al mismo tiempo dificultades, inquietudes e imposibilidades que atañen a la respuesta profunda que el hombre sabe que debe dar. El desequilibrio fundamental hunde sus raíces en el corazón humano.
(...) A partir del Concilio, las tensiones y amenazas allí
delineadas se han ido revelando mayormente y han confirmado aquel peligro que
no permiten nutrir ilusiones (…) Los medios técnicos a disposición de la
civilización actual ocultan no sólo la posibilidad de una auto-destrucción por
vía de un conflicto militar, sino también la posibilidad de una subyugación
“pacífica” de los individuos, de sociedades enteras y de naciones por quienes
disponen de medios suficientes y están dispuestos a servirse de ellos sin
escrúpulos (…) el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta
de imponerle una dependencia total, se convierte en el motivo fundamental de la
acción...
(...) Con esta imagen de nuestra generación que no cesa de
suscitar una profunda inquietud, vienen a la mente las palabras de María que
(…) resonaron en el Magnificat.
(...) La Iglesia vive una vida auténtica cuando –como
María- profesa y proclama la misericordia y cuando acerca a los hombres a las
fuentes de la misericordia de las que es depositaria y dispensadora sobre todo
en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación…
(...) El amor misericordioso es indispensable entre
aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre
amigos; es también indispensable en la educación, pero no acaba aquí su
término. Pablo VI indicó en más de una ocasión la “civilización del amor” como
fin al que deben tender los esfuerzos. En tal dirección nos conduce el Concilio
cuando habla repetidas veces de la necesidad de hacer el mundo más humano.

(...) Recordando las palabras del Magnificat de María, imploremos la misericordia divina para la generación actual. Elevemos nuestras súplicas guiados por la fe, la esperanza y la caridad que Cristo ha injertado en nuestros corazones para gritar, como Cristo en la cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Esto es amor a los hombres, a todos los hombres sin excepción o división alguna (…) “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).
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