viernes, 12 de marzo de 2010

EL CELIBATO SACERDOTAL

En el Antiguo Testamento
Influjo del matrimonio mal entendido
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El celibato eclesiástico es una praxis en la Iglesia atacado a lo largo de la Historia en cuanto obligatorio para todos los sacerdotes seculares pues no son monjes o “religiosos”. 

No se ataca el celibato en sí que se sabe es un “don” de Dios, pero por ser discrecional se pide que sea opcional. Entre algunas de esas voces actuales, el arzobispo de Oporto, monseñor Armindo Lopes Coelho manifestaba (octubre 1997) que el sacerdocio no es incompatible con el matrimonio. También el arzobispo de Westminster, Cormac Murphy-O’Connor, líder de los católicos de Inglaterra y Gales manifestaba esa misma opinión (mayo 2000). Y así tantos otros.

Con el tema en el candelero, los últimos Papas han recordado frecuentemente que el celibato -como enseña el propio Cristo- es un don estupendo y que no es un mandato sino una opción, por tanto no puede extrañar la propuesta de que sea opcional.

En el Antiguo Testamento

La continencia se presenta como una praxis recibida del pasado y vivida en las grandes religiones por grupos o personas monacales que renuncian al mundo y quieren ser "perfectos". Unos son célibes como los esenios entre los judíos o los monjes budistas, en cambio los santones hindúes suelen dejar esposa, profesión y demás cosas para llevar vida solitaria. 


La praxis levítica para los sacerdotes (levitas) del pueblo judío de no usar del matrimonio durante la temporada de dedicación a los oficios sagrados ofrece un argumento aunque no para la dedicación exclusiva sino para estar “limpios” al ofrecer el sacrificio, como si la vida conyugal fuera algo sucio. 

El Concilio de Cartago dice: ¿Por qué el año de su turno, se manda a los sacerdotes (judíos) habitar en el templo lejos de sus casas? Pues por razón de que ni aun con sus mujeres tuvieron comercio carnal, a fin de que, brillando por la integridad de su conciencia, ofrecieran a Dios un don aceptable (a. 419). Mantener este argumento equivale a negar el valor y significado de la Encarnación de Jesucristo y seguir anclados en el error del Antiguo Testamento.


En aquellos tiempos antiguos, también los militares en la guerra (en teoría) debían abstenerse de contacto alguno con mujeres porque la guerra se consideraba santa (siglos antes que el islamismo) y se pretendía tratar santamente las cosas santas (cf SAGRADA BIBLIA, Pentateuco. Eunsa 1997, nota a Lev 15,1-33). Hoy día hay entrenadores deportivos que exigen esa continencia a sus jugadores al menos el día anterior al partido a disputar.

Como los oficios religiosos del pueblo judío sólo se celebraban en Jerusalén, los sacerdotes tenían que viajar desde su pueblo y se supone que no lo hacía acompañados de su mujer. Así que probablemente el consejo era animarles a que durante esos días santos en el Templo no faltasen a la fidelidad conyugal y evitasen el adulterio. 


Desde luego que el adulterio u otros actos sexuales (homosexualidad, pederastia, etc.) ni los soluciona el celibato (opcional o no) ni el matrimonio. No son las estructuras las que redimen al hombre, sino la gracia ganada por Jesucristo con su Encarnación, muerte, resurrección y ascensión al cielo, donde la capacidad sexual ya no preocupará a nadie: "serán como ángeles" dijo el Señor. Pero las circunstancias del hombre (varón y mujer) para una vida eterna mejor para otra ocasión.

En el Levítico se lee que a los sacerdotes se les pedía que no tomasen por esposa sino a una virgen (Lv 21,1 ss) pero no porque se exija el celibato ya que el concepto de virgen aquí utilizado no supone que lo tenga que ser siempre. Entonces también se pedía a los sacerdotes que no se casasen con una viuda o con una repudiada para no profanar su descendencia. No se les prohíbe hacer uso del matrimonio, sino que el casarse con una virgen tiene un profundo significado espiritual, y es figura, por ejemplo, del sepulcro del todo nuevo en el que fue depositado el cuerpo crucificado y muerto de Jesucristo.

La Iglesia en Occidente ha ido viviendo a su aire cosas como el no casarse los curas, no comulgar bajo las dos especies, etc., mientras los cristianos de Oriente en estos temas hacen lo contrario. Diferenciaban los sacerdotes religiosos, que no se casan por ser monjes, de los sacerdotes seculares que, como no son monjes, pueden estar casados y de hecho lo estuvieron durante varios siglos. Sin embargo el clero secular se fue asimilando a los monjes, salvo en el voto de pobreza.
 

La inmensa mayoría de los obispos eran monjes  (abades) y empezaron a pedir a los ministros sagrados (sacerdotes seculares) que no se casasen y si estaban casados que no hiciesen uso del matrimonio. Pensaban que la diócesis debe ser como un monasterio con miembros célibes y también con voto de obediencia; un intrusismo inaceptable.

Con el tiempo a los clérigos casados, antes de recibir la ordenación, se les exigía (extrañamente) la continencia, o sea renuncia al uso del matrimonio. Según la disciplina eclesiástica, la esposa tenía que dar su consentimiento, como se hace ahora para los diáconos permanentes (cf CIC, c. 1031,2).

Influjo del matrimonio mal entendido


La teología sacramentaria matrimonial no puede explicar que al casado se le prohíba hacer uso del matrimonio, máxime si se fundamenta en considerar el acto conyugal no solo como algo sucio, propio de la debilidad humana e impropio de la perfección, sino que algunos dijeron pecado mortal o intrínsecamente malo. San Ambrosio, obispo de Milán (+397) se hace eco del ambiente que ya estaba cuajando en esos momentos, tras la paz constantiniana, pues la vida matrimonial no la consideraba todavía pecaminosa –como dirá luego el papa Gregorio magno- pero sí onerosa: “La cópula marital no tiene por qué ser evitada como una culpa, pero cabe prescindir de ella como de un fardo forzoso” (De viduis, cap. 13, nº 81).

De ser cierta esa teoría abstencionista, el matrimonio no puede ser tenido jamás como camino de santidad y no se entiende que Cristo lo elevara a sacramento.

El Sínodo granadino de Elvira (300 ó 303), en
 el canon 33 se dice: «Plugo prohibir totalmente a los obispos, presbíteros y diáconos o a todos los clérigos puestos en ministerio, que se abstengan de sus cónyuges y no engendren hijos y quienquiera lo hiciere, sea apartado del honor de la clerecía» (ib., 52 c). Pero Inocencio I, papa mártir (+417), entre otras cosas, atenuó la disciplina rigorista que desde Elvira y Arlés se vivía en el oeste europeo por influjo de los del norte de África.

El II Sínodo africano (a. 390) y el de Cartago (a. 419) también quieren seguir ayudando a evitar el adulterio de los obispos, sacerdotes y diáconos, custodios de la castidad (también virtud para los laicos pero ellos, por pastores, han de ser ejemplares entre los discípulos): “Porque hemos sabido que muchísimos sacerdotes de Cristo y levitas han procreado hijos (…) no sólo de sus propias esposas, sino de torpe unión".

Hay que contar con que, por la decadencia moral de aquellos tiempos, proliferaron los radicales, las sectas y los grupos esotéricos que pudieron dar pie a que algunos otros también se radicalizasen por el otro extremo. En los siglos I-II existió la secta de los Encratitas (en griego “continentes”) que profesaban un ascetismo rigorista que prohibía la carne y el vino en las comidas y se oponían al uso del matrimonio.

Cristo ni especifica ni precisa para qué tareas concretas es concedido a algunos el celibato. Posteriormente se irá viviendo en la Iglesia el estilo de san Pablo, quien recomienda vivir como él, sin estar casado (1Cor 7, 36-38). El consejo paulino es chocante pues dice que es para que los casados estén libres de las tribulaciones de la carne, como si los solteros no tuvieran también esas tribulaciones, o como si el estar casados fuera una tribulación. 


No parece que san Pablo tuviera aversión al matrimonio -le llamará sacramentum magnum- pero parece que quizá estuviera de vuelta tras ver que en muchos la unión carnal no les da la felicidad soñada y el adulterio es el pan nuestro de cada día. Es raro el razonamiento paulino pues las tribulaciones de la vida no pueden impedir estar en las cosas de Dios; son cosas de Dios desde que se hizo hombre, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado.

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