Perdonad
y seréis perdonados
La
Liturgia de la Palabra nos recuerda el pasaje en que Jesús se pasó
la noche solo, rezando en el monte de los olivos y por la mañana
volvió a por la gente, al templo (cf Juan 8, 1-11). Allí le
presentaron la mujer pillada en adulterio y por ello debía ser
lapidada. Es curioso que ni siquiera se cite al adúltero. Jesús le
dijo: Yo tampoco te condeno después
de que se fueran marchando
con el rabo entre piernas, empezando por los más ancianos, porque
Jesús les dice que “el que esté sin pecado que tire la
primera piedra”.
Uno
puede preguntarse si Jesús la habría condenado si ellos la hubiesen
condenado en vez de irse. Francisco
nos
ayuda a recordar
otras
palabras de Cristo: “perdonad,
y seréis perdonados (Mt
6,36-38). “Con la medida con que
midiereis se os medirá a vosotros”
(Lc 6,38)” (Ex “Gaudete et
exultate”,
81). “Jesús llama
felices a aquellos que perdonan y lo hacen «setenta
veces siete» (Mt
18, 22)” (ibid,
n. 82).
Es
muy interesante el testimonio de Oseas, profeta de
Israel hacia el 750 aC. que echó en cara al pueblo sus infidelidades
con Dios. Casado con una prostituta y por orden de Dios la perdonó y
la volvió a aceptar en su casa, y Dios le dijo: así me sucede
con esta nación: no hacen sino ser infieles conmigo, pero les
perdono y quiero seguir siendo su amigo siempre.
María
de san Ignacio Thévenet (+1837 con 63 años), canonizada en
1993, fue la fundadora de las RR de Jesús-María para la educación
cristiana de todas las clases sociales. Cuando estalló la Revolución
francesa tenía 15 años y al ejecutar a sus dos hermanos, matados
por represalia en la caída de Lyon, se le grabaron en el corazón
sus últimas palabras: “Glady, perdona como nosotros
perdonamos”. Sus dos hermanos no están en el santoral.
Pablo
Miki fue mártir en
Japón en 1597 y desde la cruz perdonó a sus ejecutores y pidió
para ellos la fe, lo cual impactó mucho a los asistentes . Antes a
él y a otros 26 les habían cortado la oreja izquierda y exhibidos
por varias ciudades para atemorizar a los demás.
Canuto
IV, rey mártir en 1086
con 46 años, Patrono de Dinamarca, fue traicionado por su hermano
Olao y asesinado encarnizadamente cuando oraba ante el altar mayor de
la iglesia de san Albano y murió perdonando a sus verdugos.
Juan
Gualberto (+1073) era un militar que se hizo benedictino. De
joven era nada piadoso y un día se encontró en un callejón al
asesino de su hermano pero su furibunda ira se aplacó porque el
asesino, de rodillas, le imploró misericordia por el amor de
Jesucristo en la cruz y Juan le perdonó. Luego Juan entró en una
iglesia y vio que el crucifijo le daba las gracias inclinado la
cabeza.
Federico
(†838), obispo de Utrecht que evangelizó a los frisones, se piensa
que mientras estaba rezando en su catedral, fue asesinado por orden
de la emperatriz Judith, esposa del emperador Luis “el bonachón”,
hijo de Carlomagno. Ella estaba disgustada porque el obispo le había
reprochado sus derroches. Federico tuvo la caridad de perdonar a sus
asesinos antes de morir.
Sixto
III (†440) fue Papa romano que tuvo de secretario a León Magno
y tuvo que enfrentarse a muchos problemas surgidos sobre todo por
perdonar siempre.
Francisco
recuerda que “el perdón es el signo más visible del
amor del Padre, que Jesús ha querido revelar a lo largo de toda su
vida. No existe página del Evangelio que pueda ser sustraída a este
imperativo del amor que llega hasta el perdón” (Carta
Misericordia et misera, 2).
Y
en la Carta al Pueblo
de Dios (2018) escribe que “nunca
será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar
el daño causado”
(Intr).
Antes
ya había escrito que “la
fe afirma también la posibilidad del perdón, que muchas veces
necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso”
(Enc Lumen fidei, 55).
El
Papa Wojtyla dejaba escrito que “el mundo de los
hombres puede hacerse cada vez más humano solamente si en todas las
relaciones recíprocas se introduce el momento del
perdón que es la condición fundamental de la reconciliación”
(Enc “Rico en misericordia”). “El Reino está destinado a
todos los hombres (…) se realiza progresivamente a medida que los
hombres aprenden a amarse, a perdonarse y a servirse mutuamente”
(Enc Redemptor hominis).
El
profeta Isaías
explica las maravillas que
Dios quiere hacer para los
hombres
lo cual se diría hoy que
quiere una verdadera sociedad
de bienestar: Pondré agua en el desierto y ríos en la
soledad para dar de beber a mi pueblo elegido. El pueblo que yo me he
formado contará mis alabanzas (Is 43, 16-21). Algo parecido es
la profecía mesiánica de Ezequiel. El plan de Dios es siempre con
su pueblo elegido pero dedicado a toda la humanidad.
El
salmo
responsorial, que
es la oración del orante, reza: Hasta los gentiles
decían: El Señor ha estado grande con ellos. El Señor ha estado
grande con nosotros, y estamos alegres (del salmo 125).
En
cambio -oh paradoja de la fe- Pablo no se alegra por nadar en
la abundancia: Por él perdí todas las cosas, y las considero
como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él (Filipenses
3, 8-14). Se esfuerza en combinar el tener y el no tener a la vez, o
sea la muerte y la resurrección. Busca lograr conocerle a él y
la fuerza de su resurrección, y participar así de sus
padecimientos, asemejándome a él en su muerte.
Juan
Pablo II no dejaba de aplicar este principio fundamental de pedir
perdón y perdonar en la tarea ecuménica: “No sólo se deben
perdonar y superar los pecados personales, sino también los
sociales, es decir, las estructuras mismas del pecado que han
contribuido y pueden contribuir a la división y a su consolidación”
(Enc Ut omnes unum sint).
Y
al estrenar el nuevo milenio resumía lo realizado en el Gran Jubileo
del 2000 y
en el trienio de preparación diciendo: “Con
mirada más pura, no sólo cada uno individualmente, también toda la
Iglesia ha querido recordar las infidelidades con las cuales tantos
hijos suyos, a lo largo de la historia, han ensombrecido su rostro”.
Y por eso se celebró la Jornada
del perdón
(12-III-2000) en cuya homilía dijo “Como
Sucesor de Pedro, he pedido que en este año de misericordia la
Iglesia, persuadida de la santidad que recibe de su Señor, se postre
ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de
sus hijos
(…)
que
la Iglesia, reunida espiritualmente en torno al Sucesor de Pedro,
implore el perdón divino por las culpas de todos los creyentes.
¡Perdonemos
y pidamos perdón! (…)
El
jubileo se transforma para todos en ocasión propicia de profunda
conversión al Evangelio. De la acogida del perdón divino brota el
compromiso de perdonar a los hermanos y de la
reconciliación recíproca”.
Así
lo fue haciendo concretamente en cada viaje pastoral que realizó a
lo largo de su papado desde el viaje a Chequia donde pidió perdón
por lo de Hus, matado por “hereje”. “La Iglesia mira ahora a
Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que lloró
por haberle renegado” (NMI, 28).
Que
la Iglesia, en su interior y en sus relaciones con el mundo, dé la
imagen de una verdadera familia que sabe amar, perdonar, acoger y
reconocer la dignidad de cada ser humano.
Es
muy congruente rezar: Santa
María (…) tú que tanto entiendes de nuestras miserias,
pide
perdón por nuestra vida (…) tráenos, con el perdón, la fuerza
para vivir verdaderamente de esperanza y de amor, para poder llevar a
los demás la fe de Cristo
(Es
Cristo que pasa, 175).
Perdonar.
¡Perdonar con toda el alma y sin resquicio de rencor! (…) Ese fue
el gesto de Cristo al ser enclavado en la cruz
(Surco,
805).
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