El desierto nuestro de cada día

“Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel Y ahora yo traigo las primicias de los productos del suelo que tú, Yahveh, me has dado” (Deut 26, 4-10). Israel cruzó un desierto para llegar a la tierra prometida que mana leche y miel. Así es la vida del hombre sobre la Tierra, camino de la “tierra prometida”, el cielo. El final del trayecto es una maravilla, infinitas veces mejor que tener a mano miel o "nocilla" o...
El desierto
puede ser un sitio bueno o malo, según, pues en el lenguaje bíblico el
desierto es un lugar geográfico inhóspito, peligroso para la vida, sin agua y
alimentos para vivir, poblado de fieras (cf Gén. 2, 5; Is. 6, 11; Lev. 16, 10;
Is. 13, 21). Muchos pueblos o civilizaciones del pasado echaban al desierto a
los condenados para que se murieran de hambre y sed. Es una película agobiante
para algunos “Lawrens de Arabia” por la sed que se pasa pero Agar e Ismael huyeron de Sara al desierto
de Parán y allí les citó Dios y bendijo al niño Ismael como a Abraham.
El desierto
es una figura bíblica riquísima en significado para nuestra vida de fe. El significado positivo es que la vida
de discipulado y seguimiento de Jesús necesita de momentos de desierto, en los
cuales nos dejemos conducir por el Señor para quedarnos a solas con él. Jesús se retiró al desierto, no huyó del
mundanal mundo. “Regresó del Jordán, y
fue conducido por el Espíritu al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue
tentado por el diablo. No comió nada en estos días y, al cabo de ellos, tuvo
hambre” (Lc 4, 1-13).

El desierto
no es sólo un lugar físico sino también un tiempo privilegiado para el
encuentro con Dios. Significa un parón de la vida cotidiana, para
interrumpir las tareas propias de la vida para ofrecer a Dios un momento para
la contemplación y la escucha como si fuera el ratito del café. "Por eso voy a seducirla, la llevaré al
desierto y le hablaré al corazón" (Os. 2, 16). En el lenguaje conyugal
que utiliza el profeta Oseas para describir la relación entre Dios y su pueblo,
vemos como la iniciativa del desierto parte de Dios (como siempre). El desierto
es una iniciativa de Dios, por eso quien quiere ser discípulo debe seguir a
Dios hacia el desierto, que es donde se revela y muestra tal como es. En el
desierto Dios no nos abandona, por el contrario nos cuida, nos protege y nos
alimenta. Sigue leyéndose en el Mensaje del Papa en 2019 que Dios «concede a
sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la
Pascua, para que (…) por la celebración de los misterios que nos dieron nueva
vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I de Cuaresma).

"Cuando no vivimos como hijos de Dios -sigue el
Mensaje-, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las
demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos
conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca (…) Es una llamada a abandonar el egoísmo, la
mirada fija en nosotros mismos, y dirigirnos a la Pascua de Jesús”.
La vida
pública de Jesús nos muestra muchos momentos en los cuales él se retira a
lugares desolados, o de madrugada (cuando todos duermen y hay silencio), o a lo
alto del monte, para orar y estar a solas con Dios; se retira para la oración
en el huerto con sus amigos más íntimos a orar al Padre… los conduce a participar
de su desierto (Mc. 14, 32ss). Todos
podemos hacer un tiempo diario de desierto, un momento para poder hacer
silencio interior, olvidar nuestras preocupaciones y alegrías, silenciar
nuestra voz para dejarnos acariciar por la presencia del Dios que está junto a
nosotros.

Del salmo
50 puede sacarse una bonita jaculatoria para ir repitiendo en Cuaresma y así
calentar el alma para los minutos diarios de oración personal: Misericordia, Señor, hemos pecado. Por tu
inmensa misericordia, Señor, purifícame de mis pecados. Crea en mí, Señor, un
corazón puro, un espíritu nuevo para cumplir tus mandamientos.
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