Viernes después del Corpus, 8
junio 2018.
El corazón es humanamente
hablando, en todas las civilizaciones, el signo universal de amor y representa
toda la persona. ¿Quién no ha visto esculpidos, dibujados, grabados… corazones
atravesados por la flecha del amor, la de Cupido?
El corazón de Jesús no es una
llamada de la cardiología, sino que nos significa que Dios ama, nos ama. San
Juan es quien nos dio una definición atrevida pero “dando en el clavo”: Dios es amor.
Como Él nos ama, cada un@
sentirá interiormente las ganas de corresponder a ese amor de Dios. Como pasa
con el amor humano, cuando un@ se sabe querid@ puede surgir el enamoramiento
que conduce a corresponder (lo mejor posible).
Se trata de corresponder al
amor que Dios nos tiene, corresponder al amor de Dios. No es sin más un esfuerzo titánico, de codos, buscar tener
amor a Dios. Francisco acaba de
recordar que eso de “codos”, o voluntarismo, es puro pelagianismo; un error
grande y una tentación que está rondando a tod@s, en todas partes, a todas
horas (cf Exh. ap. Alegraos y regocijaos,
cap 2, nn 47-58).
También erróneamente no poc@s
cristian@s han concebido que para esa correspondencia, de lo que se trata es acumular
devociones, estampas, cirios, imágenes,… o sea actos externos piadosos olvidando
que no son la finalidad buscada, sino simplemente medios para llegar a tener
los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Que os améis como yo os he amado,
nos dijo Él mismo.
Dios tiene corazón, ahora es verdad
verdadera. En el Antiguo Testamento se lee con frecuencia que Dios tiene manos,
que tiene ojos, que tiene boca, etc… pero entonces no era verdad real sino una
metáfora, un antropomorfismo o sea decir de Dios lo propio del hombre. Ahora sí
que es verdad verdadera puesto que se encarnó, se hizo hombre verdadero. Ahora
sí tiene manos, y ojos que miran y corazón que palpita, y …
Hay un refrán de la sabiduría
popular que dice: “mi corazón palpita como una patata frita; late como un
tomate”. Es una experiencia universal que el corazón siente y manifiesta lo que
siente, tanto si es emoción positiva como si es negativa. A Dios le pasa lo
mismo.
Dios es amor y Él nos amó primero,
no porque nos lo merezcamos; nos amó sin buscarse provecho o satisfacción
alguna.
La historia de esta devoción al
Sagrado Corazón de Jesús tiene ya más de 800 años (o solo, depende de cómo se
mire) pues empezó con la mística alemana santa Matilde de Magdeburgo, beguina y
después cisterciense (1207-82). Luego sigue un nutrido grupo de sant@s pero el hito
lo marcó santa Margarita María Alacoque (+1690 con 45 años), religiosa de la
Orden de la Visitación (salesa). La celebración, a nivel de la Iglesia
universal, como fiesta litúrgica fue introducida en 1765 por el papa Clemente
XIII (+1769 con 76 años). No es una devoción instituida por Cristo o los
apóstoles; es reciente, del segundo milenio, pero no por eso maravillosa.
Meditar en el contenido del
Sagrado Corazón de Jesús nos lleva a bucear en el misterio trinitario. En
Cristo Jesús se nos manifiesta el amor que Dios nos tiene, tanto el Padre como
el Hijo, como el Espíritu Santo. Dios es amor y no es algo exclusivo y
excluyente en la Trinidad.
Como los hombres estamos
hechos a imagen y semejanza de Dios, no hay más alternativa que aprender a
amar, ejercitarse amando a los demás, aprendiendo al mirar al que atravesaron,
a Jesús crucificado.
El papa Francisco en
sus documentos pastorales sugiere cosas concretas pues mejorar en el amar está
al alcance de cualquiera.
En su primera encíclica “La
luz de la fe” –Lumen fidei (LF)- (¿a medias con Benedicto XVI?) recién elegido
Obispo de Roma, en junio de 2013, escribía: La apertura al «nosotros» eclesial refleja la apertura propia del amor de
Dios, que no es sólo relación entre el Padre y el Hijo, entre el «yo» y el
«tú», sino que en el Espíritu, es también un «nosotros», una comunión de
personas (LF, 39).
La
primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido (…)
necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos (EvG,
264).
Es muy noble cuidar la
creación con pequeñas acciones cotidianas, y (…) reutilizar algo (…) puede ser
un acto de amor (LS, 211).
Junto con la importancia de los pequeños gestos cotidianos, el amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad (LS, 231).
Junto con la importancia de los pequeños gestos cotidianos, el amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad (LS, 231).
Antes, en Lumen
fidei decía: La fe, además, revelándonos
el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer
en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha confiado para
cultivarla y salvaguardarla (LF, 55).
En la última Exh. Ap.
“Alegraos y regocijaos” (Gaudete et exsultate, GEx) sobre la llamada a la
santidad, fechada este 19 de marzo reciente, Francisco dedica el capítulo 4 a tratar
algunas notas
“que quiero destacar (…) son cinco
grandes manifestaciones del amor a Dios y al prójimo que considero de
particular importancia” (GEx, 111).
Como reza el prefacio de la Misa de esta solemnidad,
damos gracias a Dios por Cristo, el cual, con amor admirable se entregó por
nosotros y elevado sobre la cruz hizo que de la herida de su costado brotara el
agua y la sangre para que así, acercándose al corazón abierto del Salvador,
todos pudieran beber con gozo de la fuente de la salvación.
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