domingo, 21 de enero de 2018

VERDADERAS Y FALSAS REFORMAS

En la Iglesia como en cualquier otra institución religiosa o civil


El papa Francisco acaba de estar de viaje apostólico en Chile -antes de ir a Perú- y, mientras lo seguía, me he acordado de un artículo que leí hace algo de tiempo, de Sergio Micco Aguayo, abogado, magíster en Ciencia Política y doctor en Filosofía en el Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile. Dice que descubrió en la Biblioteca de la Universidad Alberto Hurtado (canonizado por Benedicto XVI en 2005) la edición francesa de Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia de donde toma el tomo cuarto, de 648 páginas. Edition du Cerf, París, 1950. Me apoyo en algunas líneas de su artículo.

La necesidad de reforma es evidente en la Iglesia católica. Sin embargo, muchos vacilan. Las resistencias al cambio no solo vienen, como sería de esperar, desde el centro y desde arriba sino también desde abajo y desde los márgenes.

Unos optan por la lealtad a ultranza y resistencia. Fieramente condenan al mundo que critica a su Iglesia. Les es igual saber que Dios hecho hombre nació en un establo, en una aldea muy pequeña (Belén) de un país periférico del Imperio romano y vivía sin el menor asomo de lujo: sin vajilla de oro o plata, ni anillos, cruces pectorales de oro, ni báculos por lo menos de plata…

Otros expresan su lealtad con el silencio: callan, no se pronuncian, cumplen sin ánimo (pura rutina y para dejarse ver) el precepto dominical y observan con pena los hechos. Cuando yo era pequeño, el precepto se cumplía “oyendo Misa entera”, o sea que valía si estabas detrás de una columna y no veías nada. Y lo de "entera" creaba un problemón para saber si no se llegaba tarde acabado el sermón.

Otros, los menos que están en una institución jerárquica, alzan la voz, critican con palabras acres y generan desencuentros.

Ives Congar en su despacho
Los que quieren hablar con justicia y actuar con prudencia se preguntan cómo hacer una reforma exitosa. Es la pregunta que se hizo el teólogo dominico Yves Congar en 1950 que estuvo en la vanguardia de la nueva teología francesa junto a Marie Dominique Chenu y Henri de Lubac. Por ello, en tiempos de oscuridad, en 1954 fue expulsado de su puesto de profesor de Le Saulchoir, en Bélgica, exiliado a Jerusalén y luego a Cambridge y, además, se le prohibió enseñar y publicar sus investigaciones. Sin embargo, con santa paciencia persistió y fue llamado por el papa Juan XXIII a jugar un importante papel en el Concilio Vaticano II.

Congar se preguntó qué hizo que el reformador Pedro Valdo fracasase en su intento de reformar la Iglesia y que, en contraste, san Francisco de Asís le regalase un poderoso renacer que aún conmueve a millones de seres humanos.

Pedro Valdo
Valdo, fundador de los valdenses, se adelantó a la reforma protestante de la que se está celebrando el 500 aniversario. La mitad de su dinero fue a los pobres y la otra se destinó a sufragar la traducción del Nuevo Testamento del latín a lengua vernácula . Sus seguidores, los Pobres de Lyon, lo regalaban a una multitud deseosa de renovación. Pero Valdo fue excomulgado en 1.181 y san Francisco de Asís, por el contrario, canonizado en 1.228.

“El pobrecillo de Asís” triunfa y “Los Pobres de Lyon” desaparecen. ¿Por qué san Francisco sí y Valdo no? La respuesta la da el padre Jean Baptiste Henri Lacordaire: “Él (Valdo) creyó que era imposible salvar a la Iglesia a través de la Iglesia”. Por el contrario, san Francisco nunca renunció a ello.

Congar estudia, discierne, ora y concluye que cuatro son las condiciones para el éxito de la reforma.

La primera es la primacía de la caridad y de la pastoral. No se trata de promover ideas luminosas que hagan del cristianismo un sistema de pensamiento cuyo ídolo es la verdad de los sabios. Nada de excesos ni unilateralismos sectarios. San Francisco de Asís no hace de la pobreza, de la continencia ni de la humildad armas arrojadizas o herramientas teóricas en contra de la propiedad, el matrimonio, el saber o la Jerarquía.

La segunda es mantenerse en la comunión con el todo. Nunca hay que perder contacto con todo el cuerpo de la Iglesia. Nadie puede comprender, realizar ni formular toda la verdad contenida en la Iglesia. Sentire cum ecclesia no es conformismo a una regla exterior, sino que es darle nueva vida al viejo cuerpo.

La tercera es la paciencia y el respeto de los plazos de la Iglesia. El querer hacerlo todo, solo y ahora, lleva al apuro desquiciador y a la angustiosa carga del presente. Las grandes cosas se hacen “sin prisa pero sin pausa”. Normalmente el reformador impaciente termina trabajando para su enemigo: el conservador a ultranza. Por ello, paciencia.
Templanza, humildad fuerte, espíritu liviano, conciencia de las miserias e imperfecciones propias y de los otros. Las ideas pueden ser puras; la realidad y la vida no lo son y los plazos no son eternos. Haber retrasado un Concilio reformador que se pedía de manera remota hacía siglos y de manera inmediata desde hacía más de cincuenta años, arrastró a Lutero al convencimiento de que la Reforma. Cuando el Concilio de Trento se inició en 1.545, a Lutero le quedaban dos meses de vida.

La cuarta es apostar a la reforma como retorno a los principios de la tradición y no como imposición mecánica de una novedad. Revertimini ad fontes, dijo san Pío X: Volver a las fuentes litúrgicas, bíblicas y patrísticas. La tradición no es rutina ni un pasado momificado, pétreo, inamovible. Muchas veces Juan Pablo II recordaba que la Tradición es una tradición viva. Es un depósito inagotable de los tesoros del don inicial, de los textos y realidades del cristianismo primitivo.

Para Congar la falsa reforma es de un proceso puramente racional, terquedad individualista en la convicción de tener la razón contra la tradición común de la Iglesia, impaciencia y elaboración puramente cerebral de un programa artificial extraño a una tradición.

A l@s laic@s, a los clérigos y a l@s religios@s que temen los cambios necesarios, se les debiera decir que Cristo dijo “Yo soy la verdad, el camino y la vida”, no “Yo soy la costumbre”.

A l@s laic@s, clérigos y religios@s que guardan silencio y miran temeros@s hacia la Jerarquía, esperando un cambio, hay que recordarles que ellos además de tener el sacerdocio real también son profetas llamados a hacer la corrección fraterna y a decirles a sus autoridades la verdad, sacándolas de una rutina ruinosa y dadora de falsas seguridades. Cuántas veces lo recordaron Juan Pablo II y Benedicto XVI.

Ante l@s laic@s, clérigos y religios@s impacientes, próxim@s a la desesperación y a darse de baja de la institución que consideran envejecida hasta la muerte, debieran apelar a la esperanza de la que habla san Pablo en aquello de “No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno. Absteneos de todo lo malo” (1Tes, 19-22).

A todos puede ayudar, sin duda, la oración atribuida a san Rigoberto, obispo de Reims, benedictino, que murió en el 740 con 80 años, y que reza: "Señor, dame valor para cambiar lo que puede cambiarse, serenidad para aceptar lo que no puede ser cambiado y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro".

No hay comentarios:

Publicar un comentario