lunes, 21 de diciembre de 2015

ARRE BORRIQUILLO, VAMOS A BELÉN


El nuevo santoral o Martirologio romano, en su última edición del 2002, corrigiendo el texto de la versión anterior, dice: en el año 5199 de la creación del mundo; después del diluvio, el año 2957… desde que David fue ungido, el 1032… y en el 42 del reinado de César Augusto, … en la sexta edad del mundo, Jesucristo … nació en Belén de Judá, de la Virgen María y se hizo hombre para nuestra salvación.

            En ningún Evangelio se dice que haya que celebrar o conmemorar el nacimiento del Mesías. Jesús solo ordenó que se le recuerde su última cena Pascual.
Y hace muchos siglos que se viene celebrando en todo el planeta aunque en el ámbito cristiano sea como fiesta religiosa y de alegría con comida extra incluida.
Celebrar el cumpleaños en aquellos siglos era algo muy pagano y era ocasión para manifestar la pompa, la vanagloria y la vanidad del Emperador, como recuerda el papa emérito Benedicto XVI en su libro sobre la infancia de Jesús, firmado como Joseph Ratzinger, como teólogo y obispo, no como papa.
El papa Fabián, que fue el obispo de Roma del 236 al 250 (14 años) decidió terminar con tanta especulación que se venía haciendo entonces y calificó de sacrílegos a quienes intentaron determinar la fecha del nacimiento de Cristo. La Iglesia Católica de Armenia fijó su nacimiento el 6 de enero, mientras que otras iglesias orientales, egipcios, griegos y etíopes propusieron fijar el natalicio en el día 8 de enero.

Navidad es un acontecimiento en la vida del redentor que provoca múltiples preguntas: ¿por qué te haces hombre? ¿por qué eliges Belén y un establo y no un palacio de la capital del Imperio o una buena casa de ricos en cualquier gran ciudad de aquellos momentos? ¿por qué sólo lo comunicas a los pastores y no has querido salir por la tele?.

Metiendo la cabeza para la comprensión racional de los detalles de la fe, atrae a la razón la frase de que "no había sitio para ellos". Entiendo que  no es solo un hecho físico sino también dibuja nuestra actitud espiritual. María, al llegar a Belén, intuyendo que el parto podría ser excepcional como la concepción, le dijo a José que como estaba cansada, se quedaba a la entrada de la aldea, junto al pozo, mientras él iba a buscar alojamiento y algo de comer a "mercadona", "caprabo", "consum", "día", o lo que hubiera.

Como exige la naturalidad y la discreción, María, sabiendo que le había llegado la hora, se escondió en un establo para no estar en la calle y quedar resguardada. Intuía que no necesitaría ayuda ni comadrona para parir al Verbo eterno, al Hijo de Dios. Cuando José regresó, se encontraría al Niño en brazos de su madre. Quedó impresionado por la hermosura del Niño y la belleza de su esposa María, tranquila, serena, feliz, un sol. José otra vez está presente sin demasiado protagonismo.

En la homilía de la pasada Navidad del 2014, el papa Francisco nos sugería considerar que los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Redentor con estas palabras: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). La «señal» es precisamente la humildad de Dios llevada hasta el extremo; es el amor con el que asumió nuestra fragilidad, nuestros sufrimientos, nuestras angustias, nuestros anhelos y nuestras limitaciones (…) la ternura de Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria. Dios enamorado de nuestra pequeñez.

Los textos del Antiguo Testamento, de Isaías y del salmo que trae la Liturgia de la Palabra en este día 25 de diciembre (para el ciclo C como en este añó 2015) tienen ese tono bélico, guerrero y militar propio de aquella época y que, desgraciadamente, siguen imitando las religiones del Libro (no sólo Mahoma), que inventan un cristianismo veterotestamentario. Viven como si Cristo no hubiera nacido y seguimos en aquella obscuridad en la que estaba el mundo.

Vino a los suyos, dice san Juan, y no le recibieron; no había sitio en la posada, en cada vida humana, en cada corazón humano. El único mandamiento que nos ha enseñado es el del amor; el único programa del cristiano son las bienaventuranzas y la experiencia demuestra que –como en Belén- no hay sitio para Dios; la mayoría no le hacemos ni caso: en la práctica somos agnósticos aunque nos declaremos teóricamente muy creyentes, muy católicos.

Nos podemos preguntar en estos días mirando tantos belenes aquí y allá, calles, tiendas, hogares, oficinas… ¿Cabe Dios en mi vida? ¿Está a gusto en mi corazón aunque sea un establo, un muladar, poca cosa, pero con paja limpia y sin moscas ni mosquitos ya que tenemos a mano el purificador espiritual?

Hay muchos teólogos que conocen muchísimas cosas de Dios pero no le quieren. Se puede rezar mucho y no amar ni a Dios ni a los hermanos. Hay personas que rezan menos pero saben querer; quieren más y mejor que muchos creyentes y practicantes.

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