domingo, 8 de noviembre de 2015

A LOS 50 AÑOS DE CLAUSURAR EL CONCILIO VATICANO II

El papa Francisco convoca el Año Jubilar extraordinario de la misericordia con la Bula “misericordiae vultus“ (11-IV-2015) donde él mismo dice: «he escogido la fecha del 8 de diciembre por su gran significado en la historia reciente de la Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo aniversario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente la necesidad de mantener vivo este evento. Para ella iniciaba un nuevo periodo de su historia. Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido intensamente, como un verdadero soplo del Espíritu (…) Derrumbadas las murallas que por mucho tiempo habían recluido la Iglesia en una ciudadela privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio de un modo nuevo”.

El Concilio Vaticano II, no fue un paréntesis ni un episodio o algo esporádico, sino un camino para toda la Iglesia en el tercer milenio. Este aniversario redondo (el 50) es una maravillosa y nueva ocasión para preguntarse cada uno por su aplicación. Que aquellos documentos no sean simplemente papel mojado y adorno de librerías. Dicen algunos libros de historia que del Concilio de Trento solamente se pusieron en práctica un 60% de sus propuestas.

Colgué un post el 25 enero 2013, cuando era el 50 aniv del anuncio por parte del papa Juan XXIII de la convocatoria del Concilio Ecuménico.

Benedicto XVI, con motivo del 50 aniversario de su inauguración, 11 de octubre de 2012, recordaba «la alegría, la esperanza y el impulso que nos dio a todos nosotros participar en este evento de luz, que irradia hasta hoy».

Juan Pablo II en Tertio milennio adveniente (10-XI-1994), 31 años antes que el papa Ratzinger, nos decía a todos: «Se puede afirmar que el Concilio Vaticano II constituye un acontecimiento providencial (…)  semejante a los anteriores, aunque muy diferente; un Concilio centrado en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y al mismo tiempo abierto al mundo». Sigue diciendo el papa Wojtyla: «Se piensa con frecuencia que el Concilio Vaticano II marca una época nueva en la vida de la Iglesia. Esto es verdad» (TMA 18).

«El Concilio, aunque no empleó el tono severo de Juan Bautista, cuando a orillas del Jordán exhortaba a la penitencia y a la conversión (cf. Lc 3, 1-17). 

(…) En la Asamblea conciliar la Iglesia, queriendo ser plenamente fiel a su Maestro, se planteó su propia identidad (…) Poniéndose en dócil escucha de la Palabra de Dios, confirmó la vocación universal a la santidad; dispuso la reforma de la liturgia, «fuente y culmen» de su vida; impulsó la renovación de muchos aspectos de su existencia tanto a nivel universal como al de Iglesias locales; se empeñó en la promoción de las distintas vocaciones cristianas: la de los laicos y la de los religiosos, el ministerio de los diáconos, el de los sacerdotes y el de los Obispos; redescubrió, en particular, la colegialidad episcopal.

(...) Sobre la base de esta profunda renovación, el Concilio se abrió a los cristianos de otras Confesiones, a los seguidores de otras religiones, a todos los hombres de nuestro tiempo. En ningún otro Concilio se habló con tanta claridad de la unidad de los cristianos, del diálogo con las religiones no cristianas, del significado específico de la Antigua Alianza y de Israel, de la dignidad de la conciencia personal, del principio de libertad religiosa, de las diversas tradiciones culturales dentro de las que la Iglesia lleva a cabo su mandato misionero, de los medios de comunicación social» (TMA 19).

«La enorme riqueza de contenidos y el tono nuevo, desconocido antes, de la presentación conciliar de estos contenidos constituyen casi un anuncio de tiempos nuevos. Los Padres conciliares han hablado con el lenguaje del Evangelio, con el lenguaje del Sermón de la Montaña y de las Bienaventuranzas. El mensaje conciliar presenta a Dios en su señorío absoluto sobre todas las cosas, aunque también como garante de la auténtica autonomía de las realidades temporales» (TMA 20).




«La visión conciliar de la Iglesia, abre un amplio espacio a la participación de los laicos, definiendo su específica responsabilidad en la Iglesia, y son expresión de la fuerza que Cristo ha dado a todo el Pueblo de Dios, haciéndolo partícipe de su propia misión mesiánica, profética, sacerdotal y regia. Muy elocuentes son a este respecto las afirmaciones del segundo capítulo de la Constitución dogmática Lumen gentium» (TMA 21).

«La reflexión de los fieles (…) deberá centrarse con particular solicitud sobre el valor de la unidad dentro de la Iglesia, a la que tienden los distintos dones y carismas suscitados en ella por el Espíritu (...) Tal profundización catequética de la fe llevará a los miembros del Pueblo de Dios a una conciencia más madura de las propias responsabilidades, como también a un más vivo sentido del valor de la obediencia eclesial» (TMA 47).

Son unos cuantos propósitos que el Concilio propuso para toda la Iglesia del tercer milenio (la nuestra) y que nos ha dejado por escrito el papa polaco. A ver cuántos de ellos a los 50 años de la clausura del Vaticano II se han empezado a poner en práctica. Me produce tristeza del alma sospechar que ni siquiera pueda hacerse como con Trento.

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